Adán Buenosayres (93 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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»En el recinto número tres el Fundador había coleccionado gruesos volúmenes de páginas amarillentas y duros lomos: aquellos libros contenían todas las iluminaciones del alma, todas las locuras de la intelección, todos los razonamientos prudentes y las audacias blasfematorias a que había llegado el hombre mortal en su buceo de lo Absoluto. Pues bien, señores: yo buscaba lo Absoluto, no sabía claramente si en alas del amor o del rencor; y me lancé a la lectura de aquellos libros, con una voracidad que se agudizaba según iba yo encontrando en ellos o una imagen de mi sentir o una contestación a mis viejas preguntas interiores. Y, ciertamente, fue un bien trazado camino de perdición.

«Antes de referir lo que sucedió en el recinto número tres debo explicar algo referente al corredor de seguros que aún existía en mí y que se llamaba don Ecuménico. Mis incursiones a la Mansión de los Libros comenzaron por ser vespertinas y me llevaban las horas de la tarde hasta el anochecer: por la mañana recorría yo los viveros de mi clientela, volaba después a la oficina, registraba el fruto de mi trabajo y me hacía perdiz hasta la mañana siguiente. Aunque mi nuevo estilo de trabajar no fuera muy ortodoxo, resultaba yo demasiado hábil aún en el oficio como para que se alarmara la Compañía: el volumen de mis negocios era normal, y nadie se preguntó qué hacía don Ecuménico fuera de sus horas útiles. Pero distinto fue cuando se me reveló la puertecita y lo que ocultaba detrás de su esmerado acolchonamiento: leía yo hasta que la noche y el Bibliotecario me expulsaban de mis lecturas; comía luego en la pensión a que ya me referí: comía entre caras fantasmales, rumiando paralelamente los guisotes de doña Consuelo y el último problema que había traído yo de la sala número tres; me acostaba en seguida, y el problema se acostaba conmigo, interfería en mi sueño, me desvelaba, roía mis células grises y me abandonaba por fin en los umbrales del nuevo día. Roto de cuerpo y alma, volvía yo a mi corretaje matinal; pero una fuerza indecible me arrastraba, contra mi voluntad, a la Mansión de los Libros, una fuerza contra la cual me debatí largamente y que me venció. Al principio cedí una vez por semana, luego dos, al fin tres: el asombro y la consternación reinaban en la Compañía de Seguros: comenzaron por amonestarme cariñosamente, siguieron las filípicas agrias, y una exoneración vergonzosa me dejó sin oficio ni beneficio. Afortunadamente, yo tenía mis ahorros, y llevaba una existencia muy sobria: resolví entonces desligarme de toda ocupación, como no fuera la que me conducía mañana y tarde al recinto número tres. Porque mi beatitud se cifraba ya en las excelencias que siguen: advertir, no sin un escalofrío de gozo, que, tras darme paso, la puertecita se cerraba discretamente; sentir cómo el alma entreabría sus pétalos a la luz irreal de la claraboya; respirar el olor de las encuadernaciones, los papeles antiguos y los desinfectantes contra insectos de aparato roedor; colocar un libro en el atril y debatirme luego con la Divinidad, en una lucha de armas desiguales pero embriagadora en su misma desproporción.

»¡Fue un maravilloso camino de locura! Fue un salto mortal del orgullo, en tres volteretas que describiré ahora brevemente:

»Primera voltereta:
me doy a la lectura de los ortodoxos y vuelvo a la noción infantil de una Divinidad que nos mira con ojos tiernos. Lloro de amor sobre las viejas páginas adorables. Caigo en una piedad untuosa que me hace reír de mis antiguas flagelaciones y me induce ya en sutiles caminos de tentación: ayer, en la sala de los pequeños, acaricié al pasar la cabecita de un niño que recortaba figuras; hoy he mirado las ubres de la celadora con un semi casi atisbo de complacencia. ¡Ojo, Ecuménico! ¡Atención a la gran mentira!

»Segunda voltereta:
estoy devorando ahora la gran serie de los infolios. Extrañas concepciones acerca de la Divinidad. ¿Cómo? ¡Dios no es ya el absolutamente impasible, sino el Ser obligado a exteriorizar sus posibilidades de manifestación! ¡Y yo, Ecuménico, soy una de esas posibilidades! ¡Bravo, Ecuménico! ¡Duro con el viejo de Arriba! Me paseo a grandes trancos por la sala número tres. Luego me planto frente a la claraboya y le suelto un discurso metafísico que hace temblar los cristales. Ese Bibliotecario del infierno entra inesperadamente, arroja un vistazo en torno suyo, y se va. ¡No ha captado nada, o finge que no ha captado nada!

»
Tercera voltereta:
un hambre devoradora me ha inducido a explorar los volúmenes acribillados de polillas que se guardan en los anaqueles del fondo. Penosamente reconstruyo las líneas taladradas; y mi entendimiento se deslumbra, tambalea, cae de pronto en abismos insondables. ¡Gran Dios, a qué se ha reducido tu anchurosa divinidad! Se te decía el Ser, más allá del cual no existe nada, ¡y ahora resulta que hay un No-ser anterior a ti, un No-ser fabulosamente rico de metafísica, un No-ser del cual tú sólo eres una afirmación! ¡Qué sesera tienen esos malditos orientales! ¡Ecuménico, ríete! Y, sentado en el sillón frailero, río yo a carcajadas, río largamente, hasta llorar y moquear de risa. ¡Qué victoria, Ecuménico! ¡Un triste corredor de seguros! Y otra vez irrumpe ahora el Bibliotecario, examina el recinto y se vuelve. No ha oído nada, o finge que no ha oído nada.

Aquí el bicharraco infernal se detuvo jadeante: un fuego de locura multiplicaba centellas en sus ojos facetados; la espirotrompa se le tendía y arrollaba sin contralor alguno, latía su tórax desordenadamente y un sudor espeso mojaba los gordos anillos de su abdomen. Luego empezó a decir, con voz chillona, pedantesca, insufrible:

—¡Silencio todo el mundo! Aquí comienza el Libro de las Transformaciones de don Ecuménico. ¡Un burra por el Ser y dos por el No-ser! ¡Hip, hip! Si alguno desea beber una copa de ambrosía embotellada y lacrada celosamente por el Eterno...

Volvió a detenerse, como desorientado: era visible que don Ecuménico descarrilaba y que lo había él advertido. Mediante un esfuerzo de voluntad humana restableció el orden en su agitado físico de bestia. Después nos habló así:

—Llegamos ahora, señores, a la parte más difícil de mi relato: describir la metamorfosis de un alma no es cosa del otro jueves; pero hacer lo mismo con la transformación de un cuerpo es tarea monstruosa y por demás ingrata, ya que, debiendo apartarse de las leyes comunes que rigen al famoso bípedo humano, se arriesga el narrador a zozobrar en los arrecifes de la incredulidad ajena.

»Mentiría yo si afirmara conocer el instante justo en que se inició esta metamorfosis, aunque a veces me pregunto si la transformación de mi cuerpo y la de mi alma no se iniciaron y crecieron paralelamente. El primer indicio de que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo en mí lo tuve por aquel hombre o demonio que hacía de Bibliotecario y sobre cuya identidad verdadera empezaba yo a concebir mis dudas. Acostumbraba él a irrumpir en el recinto número tres, con algún pretexto que no conseguía disimular su intención de espionaje: entraba sigilosamente, nos mirábamos de reojo, y salía él con su eterno aire de indiferencia. Pero advertí más adelante que mi hombre, al entrar, se quedaba de pie, recorría el ámbito con ojos perplejos, buscaba en torno suyo afanosamente, hasta dar conmigo: ¡y sin embargo me tenía delante de sus narices, allí, en el sillón de siempre, bajo la luz de la claraboya! ¿Qué le pasaba? ¿No estaría volviéndose ciego? Las cosas llegaron a un extremo tal, que cierta mañana, frente al Bibliotecario, tuve que gritarle para que advirtiese mi presencia. Lo interrogué allí mismo sobre el estado de sus ojos, ¡y nunca olvidaré la punta de ironía que asomaba en su voz cuando me aseguró que su vista era excelente! Me quedé preocupado: si la visión de aquel hombre no había sufrido merma, era lógico suponer que la causa de sus aberraciones ópticas no residía en él, sino en mí. Una duda expresa y un temor inefable me asaltaron entonces: guardaba yo un espejito que solía utilizar en la inspección de mi dentadura; y gran parte de aquella mañana estuve fluctuando entre la tentación y el recelo de estudiar mi cara en el espejito. Al fin lo hice, mitad asustado, mitad curioso: en un principio, nada vi de mi semblante; pero forcé la vista, y al cabo distinguí mis ojos, mi nariz, mi boca, mi pelo, aunque desvaídos y como en fantasma. Luego consideré mi traje verde botella, mi sobretodo azul, mis botines castaños; y descubrí que también ellos, abandonando su color de fábrica, se habían convertido al tono único, indefinible, muerto que presentaban las cosas en el recinto número tres. ¡No había duda! Era un caso de mimetismo, comparable al de las alimañas que adoptan el color de los follajes, las piedras o los charcos donde viven.

«Lejos de inquietarme, aquel fenómeno redobló mi seguridad y con ella mi confianza. Había llegado a pasarme todo el día en el recinto número tres, con excepción del cuarto de hora que yo empleaba en salir, tomar un vaso de leche con vainillas y regresar a la Mansión de los Libros. Mi existencia se había organizado ya en dos tiempos isócronos: una metafísica voracidad y el letargo profundo en que declinaba fatalmente. Cierto es que, a favor de mi recién descubierta invisibilidad, me divertí al principio con el Bibliotecario, soltándole al oído fuertes pedos bucales que lo sobresaltaban; mas aquel jueguito me aburrió finalmente, y concluí por entregarme sin reservas a la doble abstracción de la lectura y del sueño. Llegada la noche, volvía yo a la pensión, último lazo que aún me relacionaba con la esfera de los hombres; pero aquel vínculo también se rompió un día y fue así:

«Cierta vez, tras uno de aquellos letargos que sucedían a mis lecturas, desperté normalmente y me vi en el recinto número tres arrellanado en el sillón frailero, a la luz de la lámpara verde. Me puse de pie, y acercándome a la claraboya descubrí, no sin asombro, que afuera reinaban una oscuridad y un silencio como de medianoche. Abrí la puertecita de marras, pasé al segundo recinto y de ahí a la sala de los chicuelos, recorrí la Mansión entera: todo estaba oscuro y vacío, las puertas con llave, los balcones apostillados. No me quedaban dudas: el Bibliotecario, a la hora de cerrar, no me había descubierto en el recinto número tres, me dio por ausente ya y me había encerrado, sin saberlo, en la gran casa desierta. ¡Medianoche! ¡Solo! ¡Toda la Mansión era mía! No pueden imaginarse ustedes la oscura embriaguez que se apoderó de mí al verificarlo, ni la orgía intelectual a que me abandoné luego durante aquella noche señalada entre mil. ¡Qué proporciones de leyenda, qué tintes mitológicos adquiría ese pobre corredor de seguros que se llamaba don Ecuménico!

»En adelante, no volví a la pensión: ignoro si doña Consuelo, alarmada por mi eclipse definitivo, lo denunció a la policía y fui buscado en las morgues o en los hospitales. Y la sala número tres, en lo sucesivo, fue mi única residencia, la de mis días y mis noches, la de mis banquetes y modorras. Aún me ausentaba durante quince minutos diarios, para correrme hasta la lechería; pero más tarde conseguí evitar esas escapatorias, haciendo en los bolsillos de mi sobretodo azul una provisión de chocolate, bizcochos y caramelos que me duraba una quincena. Ya fuese por incuria, ya por sabiduría, el Bibliotecario no asomaba casi en el recinto: por otra parte, había llegado un invierno riguroso, desertaban los lectores, y hundido yo en mi sillón oía el canturreo de la lluvia en los cristales de la claraboya. Mi tiempo de velar duraba menos cada vez, y mis letargos hacíanse cada vez más hondos y durables.

«Aquella noche desperté bruscamente: me sentía lúcido de alma, como nunca lo había estado; pero ahora se me revelaba en el cuerpo no sabía yo qué debilidad tremenda. Ignoraba cuánto había dormido, y no sin una turbación creciente iba observando yo que la ropa me quedaba grande hasta lo risible, que mi traje verde botella se me caía de los hombros, que mis extremidades o ya no estaban o habían encogido asombrosamente en sus fundas de casimir. ¿Se trataba o no de una pesadilla? ¡Cuidado! Me sentía bien despierto de inteligencia, mis ojos no captaban otra realidad que la muy tranquilizadora del recinto número tres, con su mesa de lectura, su lámpara verde, sus familiares librerías y su claraboya en la que tamborileaba el aguacero; y, no obstante, ¡algo me tenía inmóvil y como atado al sillón, una inercia prudente que señoreaba el pedazo físico de mi ser y le advertía el riesgo de abandonar aquella postura! Con todo, no entraba en mi cálculo permanecer allí como una ostra: sucediera lo que sucediese, yo tenía que despabilarme y tornar a mis estudios. ¡Arriba, pues, Ecuménico! ¡A la obra! Y cuando traté de incorporarme, se produjo la segunda revelación de aquella noche. Intenté apoyar las manos en la mesa y los pies en el suelo, como lo hace toda criatura sentada que desea reasumir su posición vertical; pero mis extremidades no acataron la orden: a decir verdad, ni sentía ya que tuviera extremidades y que se tratara de un desacato. Y como simultáneamente irguiera el torso, perdí el equilibrio y me caí del sillón frailero, en un derrumbe silencioso, blanduzco, intrascendente, cuya benignidad atribuí al poder amortiguador de mis ropas. ¡Y cuánta ropa era! Me sentía envuelto y sofocado en ella, como si se me hubiese caído encima una tienda de campaña. Revolviéndome con una flexibilidad que me desconcertó no poco, me abrí paso entre aquel revoltijo de prendas familiares, hasta salir a la luz y verme desnudo sobre la alfombra. Y lo que vi en mí no dejaba de ser curioso: ¡don Ecuménico, el ex corredor de seguros, se había transformado en una hermosa bestezuela de cuerpo vermiforme, en un gusano de rechonchos anillos que miraba y admiraba su nueva estructura!

«Porque no han de creer ustedes que la revelación de tan inusitada metamorfosis me trajera un asomo de pánico. Cierto es que me inquietó al principio la serie de incomodidades que yo suponía inherentes a mi nueva organización. Pero cuando, y no sin elegancia, me arrastré holgadamente por la alfombra; cuando me atreví a escalar los muros, haciendo gala de la misma soltura; cuando recorrí, dorso abajo, el techo del recinto, menospreciando las viejas y temidas leyes de la gravitación; cuando miré las cosas desde ángulos para mí desconocidos y medí el caudal de mis nuevas posibilidades, una exaltación gozosa me dominó aquella noche, hasta el rayar del alba. Entonces, viendo que la luz del día se filtraba por la claraboya, recordé al Bibliotecario: ¿advertiría ese hombre ciego mi escandalosa transformación? Ahí estaban esas ropas amontonadas en el suelo, esas malditas prendas que, al abandonarme, recobraban ahora su color original: ¡el Bibliotecario repararía en ellas, fatalmente, no bien se asomase al recinto número tres! Por fortuna, me asaltaba de nuevo y aquella voracidad infinita que ya les describí; pero no ahora de substancias intelectuales, sino de materias duras que se pudiesen roer y tragar. Me comí, pues, toda mi ropa; y, volviéndome al sillón frailero, espié la llegada del Bibliotecario. Entró al fin, paseó en torno una mirada vacía, y se fue.
Deo grattias!

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