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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad (17 page)

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
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—¡Para!

Tracy detuvo el coche cuando ya las ruedas delanteras estaban sobre el puente. Bond abrió de golpe la portezuela, diciendo con precipitación:

—¡Sigue adelante y espérame en la primera curva! ¡Es nuestra única oportunidad!

«¡Buena chica!», pensó Bond, al verla reanudar la marcha sin decir palabra.

Bond volvió corriendo hacia la flecha roja, que estaba metida en cuña entre dos postes, la arrancó de un tirón, le dió la vuelta y la dejó señalando hacia la endeble valía que interceptaba el breve tramo de carretera vieja que pasaba por el puente, ahora destrozado. A continuación arrancó los postes de la valía y los tumbó en el suelo. Luego saltó al otro lado de la carretera provisional, al abrigo de la montaña. Se arrimó al talud y permaneció a la espera, conteniendo la respiración.

El Mercedes se aproximaba a tremenda velocidad: una velocidad peligrosa en aquella carretera llena de curvas. Se fue derecho a la tenebrosa abertura señalada por la flecha. Bond apenas tuvo tiempo de ver unos rostros lívidos y crispados: oyó chirriar los frenos desesperadamente en el preciso instante en que el conductor veía ante sus ojos el borde del abismo. El vehículo pareció detenerse un instante; luego lenta, lentamente, basculó al borde del barranco y se precipitó en él.

Se oyó un estrépito espantoso al chocar el vehículo con los escombros del puente derruido, luego el estruendo de otro choque, y otro… Bond corrió en la dirección señalada por la flecha y se asomó al borde del precipicio a tiempo todavía de ver el horrible espectáculo: el coche había dado la vuelta de campana, y bajaba por los aires con las ruedas hacia arriba; volvió a chocar contra un saliente rocoso arrancando un haz de chispas, dio varias volteretas, todavía con los faros encendidos y, finalmente, cayó al fondo del río. Se oyó el sordo estruendo del impacto en el agua, seguido por la caída de trozos de roca desprendidos, y luego todo volvió a quedar silencioso y tranquilo bajo la luna.

Bond respiró. Luego, como un autómata, volvió a poner en orden todas las cosas en la carretera: levantó de nuevo la valla y dio la vuelta a la flecha indicadora, de modo que quedara señalando otra vez hacia la derecha. Por último se secó en el pantalón las manos, sudorosas a causa de la tensión de nervios, y, con las rodillas un poco vacilantes, echó a andar hasta llegar a la primera curva.

Allí le esperaba el cochecito blanco, detenido a un lado de la carretera, con las luces apagadas. Bond subió y se dejó caer, rendido, en el asiento. Tracy, sin despegar los labios, arrancó y siguió carretera adelante. Allá abajo, en el valle, se divisaron de pronto las luces amarillas de Filisur, confortantes y acogedoras. La muchacha extendió la mano y asió fuertemente la de Bond.

—Por hoy, ya has hecho bastante. Duerme. Te llevaré a Zurich. Por favor, haz lo que te digo.

Bond no dijo nada. Apretó débilmente la mano de la muchacha, reclinó la cabeza en el marco de la portezuela y se quedó inmediatamente dormido.

El aeropuerto de Zurich, a la luz gris del amanecer, estaba casi desierto y les produjo un efecto deprimente. Por fortuna, había un Caravelle de la Swissair cuya salida se había aplazado a causa de la niebla reinante en el Aeropuerto de Londres y que ahora esperaba el momento propicio para emprender el vuelo hacia Inglaterra. Bond llevó a Tracy al restaurante, adquirió un billete para este avión y presentó a un funcionario soñoliento su pasaporte para que lo sellara. Luego entró en una cabina telefónica, cerrando cuidadosamente la puerta. Buscó en la guía el nombre Universal Export, debajo del cual encontró la indicación:

Representante General: Alejandro Muir-Domicilio particular.

Así como el número del teléfono. Echó una ojeada al reloj de la sala de espera. Las seis. Bien. Muir tendría que resignarse a aguantar la molestia de una llamada telefónica a hora tan intempestiva.

Marcó el número y, al cabo de unos minutos, una voz soñolienta contestó al otro extremo del hilo:

—Ja, hier Muir… (Sí, Muir al habla…).

Bond dijo:

—Aquí 007. Siento de veras molestarle, 410, pero tengo que hablarle forzosamente. Le llamo desde el aeropuerto. Urgentísimo. El asunto es de tal importancia que no me queda más remedio que hablarle ahora mismo aun a riesgo de que su teléfono pueda estar intervenido. ¿Tiene papel y lápiz?

La voz de Muir se animó visiblemente:

—Un momento, 007. No se retire… ¡Ya! Estoy preparado. ¡Adelante!

—Ante todo, tengo que darle una mala noticia. A su Número Dos lo han liquidado. Casi seguro… No, ahora no puedo darle detalles pero dentro de una hora o cosa así salgo para Londres. Swissair, vuelo 110. Le informaré detalladamente sobre el caso tan pronto como llegue allá. Bien, otra cosa: es muy probable que mañana mismo, o a lo más dentro de unos días, llegue aquí un grupo de muchachas inglesas que saldrán de Engadina en helicóptero… Un Alouette de la Sud-Aviation. Hoy mismo le facilitaré desde Londres, por teletipo, los nombres de esas chicas. Estoy casi seguro de que regresarán a Inglaterra en avión, probablemente en vuelos diferentes, y de que aterrizarán en aeropuertos ingleses también distintos. Creo muy importante comunicar a Londres sus respectivos números de vuelo y sus probables horas de llegada. ¿Se encargará usted de ello? ¡Perfecto! ¿Recuerda la Operación «Bedlam», a la que oficialmente acaba de dársele carpetazo? Pues fíjese bien: se trata precisamente de eso. ¡Es el mismo hombre! El tipo ése se habrá enterado de ciertas cosas (posee una emisora de radio), y probablemente habrá sospechado que yo me pondría al habla con usted esta mañana. Ande con mucho cuidado y comunique todo esto personalmente a M por télex…, desde luego en lenguaje cifrado. ¿Lo hará usted? Y, por favor, dígale también que, si llego sano y salvo, tengo que verle hoy mismo, y que debe estar presente en esta entrevista el 501 (el Jefe del Departamento Científico del Servicio) y, a ser posible, alguien del Departamento correspondiente del Ministerio de Agricultura. Lo que le digo podrá parecerle ridículo y extraño, pero hay que hacerlo. Probablemente les voy a estropear el banquete de Navidad, pero no puedo evitarlo. ¿Hará usted lo que le pido?… ¡Ah, magnífico! ¿Alguna pregunta?

La voz del otro denotaba nerviosismo y preocupación:

—¿Qué le parece si hago ahora mismo una escapada al aeropuerto? Estoy impaciente por saber más detalles acerca de mi Número Dos. Seguía la pista de uno de los hombres de Rojilandia. Un tipo que andaba comprando productos bastante sospechosos al representante local de la Badische Anilin. El Número Dos no me dijo qué clase de productos eran aquéllos. Había decidido que el mejor plan sería tratar de averiguar dónde se hacía la entrega de la mercancía…

—Sí, yo también me figuraba que se trataría de algo así. No. No venga usted. Es mejor que se mantenga alejado de mí. Estoy rodeado de una atmósfera de peligro, y lo estaré más aún durante el día de hoy, cuando encuentren cierto Mercedes en el fondo de un precipicio. ¡Bye!

Bond colgó el teléfono y se dirigió al restaurante. A Tracy se le iluminó el semblante al verlo entrar. Bond pidió el desayuno, se sentó al lado de la muchacha y le cogió la mano: el gesto típico de una pareja de novios momentos antes de despedirse en el aeropuerto.

—Bueno, Tracy, ya lo he arreglado todo. Todo lo que a mí se refiere, quiero decir. Pero ahora tenemos que pensar en ti. Tu coche se ha convertido en un elemento comprometedor y tú eres ahora una persona sospechosa. Te han visto salir de Samaden, han visto salir al Mercedes en tu persecución. Y el gran jefe de Piz Gloria ha enviado aquí gente suya. Debes terminar tu desayuno cuanto antes y partir a la mayor velocidad posible hacia la frontera. ¿Cuál es el puesto fronterizo más próximo?

—Escafusa… Pero, James —suplicó ella—, ¿es que tengo que dejarte ya? Creo que me he portado bien hasta ahora, ¿no? ¿Por qué quieres castigarme?

Ahora brillaban lágrimas en sus ojos, lágrimas que nunca hubieran brotado en aquellos días pasados en
Royale-les-Eaux
. Se las secó rápida y furiosamente con el dorso de la mano.

«¡Diablos!», pensó súbitamente Bond. «Jamás encontraré otra chica como ésta. Tiene todo cuanto yo he deseado siempre encontrar en una mujer. Es guapa, dotada de un espíritu de aventura, intrépida, fértil en recursos, siempre interesante. Creo que ella me quiere, y que además me dejaría seguir con el género de vida que he llevado hasta ahora. Por otra parte, es una chica solitaria, desligada de amigos, parientes y relaciones sociales. Pero, sobre todo, me necesita. Así tendría alguien a quien dedicarme, alguien a quien cuidar con cariño. Estoy harto ya de las cosas vividas a medias y de los amoríos efímeros, que no le dejan a uno más que amargura interior e intranquilidad de conciencia. Y tampoco me importaría tener hijos. Mi posición social no va a constituir impedimento. Nos adaptamos maravillosamente el uno al otro. Entonces, ¿por qué no consagrar esta armonía para toda la vida?».

Bond se dio cuenta de pronto de que estaba pronunciando las palabras que jamás había dicho en su vida y que nadie habría podido esperar que salieran de su boca:

—Tracy, te quiero. ¿Quieres casarte conmigo?

Ella se puso muy pálida. Levantó los ojos, fijando en él una mirada interrogante. Sus labios temblaban.

—¿De verdad hablas en serio?

—Completamente en serio. Con todo mi corazón.

La muchacha ocultó la cara entre las manos. Cuando las retiró, sonreía.

—Perdona, James, si te he asustado. ¡Esto es precisamente lo que yo tanto soñaba! ¡Así, tan de repente, me ha producido una emoción tremenda…! ¡Pues claro que me casaré contigo! Pero no quiero hacerte aquí ninguna escenita. Bésame sólo una vez y me marcho.

Le miró muy seria. Luego se inclinó hacia adelante y se besaron.

A continuación la muchacha se puso rápidamente en pie.

—Creo que debo ir acostumbrándome a hacer lo que tú digas. Seguiré con el coche hasta Munich y me alojaré en el hotel que prefiero entre todos los del mundo: el Vier Jahreszeiten. Allí te esperaré. En ese hotel me conocen perfectamente y me admitirán aunque no lleve equipaje. ¿Me telefonearás? ¿Cuándo podremos casarnos? Tengo que dar la noticia a papá. Se emocionará mucho.

—¡Casémonos en Munich! En el Consulado. Yo disfruto de una especie de inmunidad diplomática; puedo conseguir que nos arreglen los papeles rápidamente. Más adelante celebraremos el matrimonio religioso en una iglesia británica o, mejor aún, escocesa. Yo he nacido en Escocia, ¿sabes? Te telefonearé esta misma noche, y mañana otra vez. Volveré a verte lo antes que pueda. Pero primero tendré que liquidar definitivamente este asunto. No me queda otro remedio.

—¿Me prometes volver sano y salvo, sin ningún hueso roto?

—Eso ni lo dudes. Por primera vez en mi vida, huiré a escape en cuanto oiga el primer disparo.

—¡Así me gusta!

La muchacha le dirigió otra mirada intensa; luego, sin volver la vista atrás, salió del restaurante y bajó las escaleras en dirección a la puerta de salida.

Bond volvió a sentarse a la mesa. Le trajeron el desayuno y se puso a comer de una manera mecánica, distraído. «¿Qué es lo que acabo de hacer?», pensó. «¿Qué diablos he hecho yo?». Pero la única respuesta a esta pregunta era una maravillosa sensación de confortante calor en el corazón, una sensación de alivio, de dulce emoción. ¡James y Tracy Bond! ¡El Comandante y la señora Bond! ¡Qué extraño todo, todo! Algo fantástico, increíble.

Capítulo XIII

EL HOMBRE DEL MINISTERIO DE AGRICULTURA Y PESCA

Bond se había quedado dormido en el avión y se despertó justo a tiempo de sujetarse el cinturón de seguridad antes de aterrizar. Momentos después el Caravelle entraba en contacto con la pista, rodando sobre el pavimento bajo una fina llovizna neblinosa. Bond se percató entonces de que no llevaba equipaje, lo cual le permitió pasar sin detenerse por el Control de Pasaportes, salir rápidamente y dirigirse a su piso para quitarse aquel ridículo traje de esquiar que apestaba a sudor y ponerse otra ropa. ¿Le aguardaría allí algún coche del Servicio? Sí. Allí había uno, en efecto, y en él estaba… ¡Mary Goodnight, sentada al lado del conductor!

—¡Santo Dios, Mary! ¡Vaya Navidad la suya! ¡Se excede usted en el servicio! Vamos, pase al asiento de atrás y explíqueme por qué razón no está ahora preparando el plum-pudding, o en la iglesia, o algo por el estilo.

La joven miró detenidamente a Bond, que entró tras ella en la parte posterior del automóvil.

—En realidad he venido a ver qué tal estaba usted. Me han dicho que había vuelto a verse en un buen aprieto. Francamente, tiene una facha horrible. ¿No lleva usted ni un peine? ¡Y ni siquiera se ha afeitado! La verdad es que tiene todo el aspecto de un pirata —frunció la nariz, olfateando—. ¿Cuándo se ha bañado usted por última vez? No sé ni cómo le han dejado salir del aeropuerto. Deberían ponerle en cuarentena.

Bond sonrió:

—Bueno, sepa usted que los deportes de invierno le dejan a uno exhausto. ¡Todas esas batallas con bolas de nieve y esas agotadoras carreras en tobogán…! Pero ¿quiere saber una cosa? Lo crea usted o no, el día de Nochebuena he tomado parte en un baile de disfraces. Esto no me ha dejado tiempo para nada, ya que el baile duró hasta la madrugada de hoy.

—Pero ¿con esos zapatones…? Vamos, no pretenderá que le crea.

—¿Por qué no, si le estoy diciendo la verdad? Y ahora, hablando en serio, Mary, ¿a qué viene el preocuparse tanto por mí y rodearme de atenciones como si yo fuera un ministro?

—¡Se trata de M! Primero deberá usted ponerse en contacto con el Estado Mayor y luego trasladarse a Windsor para almorzar con M en su magnífico alcázar. Después del almuerzo, se presentarán allí esos dos caballeros que ha querido que estuvieran presentes en la conferencia. Me notificaron que todo esto era urgentísimo y que debía dársele prioridad sobre todas las demás cosas. Cuando, hace cosa de una hora, me llamó el oficial de servicio para anunciarme la llegada de usted, pensé que debía dejarlo todo y ponerme a su disposición; y así pedí que me recogieran en el coche de paso para el aeropuerto.

—¡Buena chica! ¡Realmente es usted magnífica! —exclamó Bond, muy serio—. Tendremos que darnos una prisa endiablada para poder redactar el informe, aunque sólo sea en forma esquemática y a grandes rasgos. También traigo trabajo para el laboratorio, ¿habrá alguien allí que se encargue de realizarlo?

—Por supuesto que sí. Ya sabe usted el empeño de M de que en todas las Secciones haya personal en servicio permanente, lo mismo el día de Navidad que cualquier otro día.

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