Ala de dragón (14 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

BOOK: Ala de dragón
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En torno a los hombros llevaba una capa confeccionada con grandes plumas de pájaro de feo aspecto —plumas de tiero—, un regalo de los welfos que simbolizaba el deseo de los gegs de volar hasta el cielo. Además de la capa de plumas, que sólo aparecía en las sesiones de Justiz, el survisor jefe llevaba el rostro pintado de gris, una mezcla simbólica de las caras blanca y negra de los guardianes geg, que se situaron a ambos lados de él, con la que se pretendía demostrar a los gegs que Darral era neutral en todas las cosas.

El survisor sostenía en la mano una larga vara de la que colgaba una cola larga, terminada en horquilla. A una señal de Darral, uno de los guardianes tomó el extremo de esa cola y la introdujo con gesto reverente en la base de la estatua, mientras murmuraba palabras de alabanza al dictor. Una bola alargada de vidrio fijada en el extremo de la vara emitió un siseo y un chisporroteo alarmantes por un momento y luego empezó a brillar mortecinamente con una luz blanco azulada.

Los gegs hicieron comentarios elogiosos y muchos padres llamaron la atención de sus hijos a otras luces similares que colgaban del techo boca abajo, como murciélagos, e iluminaban la oscuridad barrida por las tormentas donde se hallaban los gegs.

Cuando los murmullos se acallaron de nuevo, hubo una pequeña espera hasta que remitió una serie de estampido especialmente violentos de la Tumpa-chumpa. A continuación, el survisor jefe inició su alocución.

Volviéndose hacia la estatua del dictor, alzó la vara luminosa.

—Invoco a los dictores para que desciendan de su elevado reino y nos guíen con su sabiduría al iniciar el juicio en el día de hoy.

No es preciso decir que los dictores no respondieron a la llamada del survisor jefe. Nada sorprendido ante el silencio —los gegs se habrían llevado un tremendo sobresalto si alguien hubiera contestado a la invocación— el survisor jefe, Darral Estibador, determinó que era su deber, por ausencia, presidir el juicio.

Y así lo hizo, encaramándose a la silla con la ayuda de los dos guardianes y de un taburete.

Una vez colocado en el incomodísimo asiento, el survisor jefe indicó con un gesto que llevaran a su presencia al prisionero, con la secreta esperanza (por el bien de su torturado trasero y de su cabeza, ya dolorida) de que fuera un juicio rápido.

Un joven geg de unos veinticinco ciclos, que llevaba unos gruesos fragmentos de vidrio colgados de la nariz y un gran puñado de papeles en la mano, se adelantó respetuosamente hacia el estrado que ocupaba el survisor. Darral, con los ojos entrecerrados y cargados de suspicacia, contempló los fragmentos de vidrio que cubrían los ojos del joven geg. Estuvo a punto de preguntar qué era aquello, pero de inmediato recordó que se suponía que un survisor jefe lo sabía todo. Irritado, descargó su frustración sobre los guardianes.

—¿Dónde está el prisionero? —rugió—. ¿A qué se debe el retraso?

—Si el survisor jefe me perdona, el prisionero soy yo —dijo Limbeck, ruborizándose de vergüenza.

—¿Tú? —El survisor jefe frunció el entrecejo—. ¿Dónde está tu Voz?

—Si el survisor me permite, yo soy mi propia Voz, Seoría —replicó Limbeck con humildad.

—Todo esto es muy irregular, ¿no es cierto? —inquirió Darral a los guardianes, que parecieron perplejos al oír que se dirigía a ellos de aquel modo; su única respuesta fue encogerse de hombros ofreciendo, con el rostro pintado, un aspecto de increíble estupidez. El survisor resopló y buscó ayuda en otra dirección.

—¿Dónde está la Voz de la Acusación?

—Tengo el honor de ser la Voz Acusadora, Seoría —respondió una geg de mediana edad cuya voz chillona resultaba claramente audible sobre el distante retumbar de la Tumpa-chumpa.

—¿Se..., se ha hecho eso alguna vez? —El survisor, a falta de palabras, señaló a Limbeck con una mano.

—Es irregular, Seoría —replicó la geg, adelantándose y clavando en Limbeck una torva mirada de desaprobación—, pero tendrá que valer. Para ser sincera, Seoría, no encontraríamos a nadie dispuesto a defender al prisionero.

—¿De veras? —El survisor jefe se animó. Se sentía inmensamente contento. El juicio prometía ser
muy
corto—. Entonces, prosigamos.

La geg hizo una reverencia y regresó a su silla, tras una mesa construida con un bidón metálico oxidado. La Voz de la Acusación iba vestida con una falda larga
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y un guardapolvo ceñido a la cintura. Llevaba el cabello, de color gris acero, recogido en un moño sobre la nuca y sujeto con varias horquillas largas, de aspecto formidable. Era una mujer de espalda erguida, cuello erguido y labios apretados que, para gran incomodidad de Limbeck, le recordaba a su madre.

Mientras ocupaba su asiento tras otro bidón metálico que le servía de mesa, Limbeck se sintió rebosante de confianza y advirtió de pronto que estaba dejando un rastro de barro por todo el suelo.

La Voz de la Acusación llamó la atención del survisor jefe hacia el varón geg sentado junto a ella.

—El ofinista jefe representará a la Iglesia en este asunto, Seoría —anunció.

El ofinista jefe llevaba una camisa blanca bastante gastada con el cuello almidonado y las mangas demasiado largas, calzones atados con cintas deslustradas por debajo de las rodillas, medias altas y zapatos en lugar de botas. Se puso en pie y saludó con aire digno.

El survisor jefe hundió la cabeza en los hombros y se resolvió en la silla, incómodo. No era frecuente que la Iglesia participara en un juicio, y menos aún que formara parte de la Acusación. Darral debería haber sabido que su santurrón cuñado estaría metido en aquello, ya que atacar la Tumpa-chumpa era un crimen blasfemo. El survisor jefe veía con suspicacia y preocupación a la Iglesia en general y a su cuñado, en particular. Sabía que éste se consideraba más capaz que él para dirigir adecuadamente a la nación. ¡Muy bien!, se dijo Darral: no iba a darle la oportunidad de decir lo mismo respecto a aquel juicio. Dirigió una fría mirada a Limbeck y, acto seguido, una benevolente sonrisa a la Acusación.

—Presenta tus alegaciones.

La Voz Acusadora afirmó que, desde hacía algunos años, la Unión de Adoradores para el Progreso y la Prosperidad (pronunció el nombre en un tono de voz grave y desaprobador) se habían convertido en una molestia en varias ciudades pequeñas entre los trunos del norte y del este.

—Su líder, Limbeck Aprietatuercas, es un conocido alborotador. Desde la infancia ha sido fuente de preocupaciones, disgustos y pesares para sus padres. Por ejemplo, con la ayuda de un anciano ofinista descamado, el joven Limbeck aprendió a leer y a escribir.

El survisor jefe aprovechó la ocasión para dirigir una mirada de reproche al ofinista jefe.

—¡Enseñarle a leer! ¡Un ofinista! —exclamó, alterado. Únicamente los ofinistas aprendían a leer y escribir, para poder transmitir al pueblo la Palabra de los Dictores, contenida en el Manal de Trucciones. Se consideraba que ningún otro geg tenía tiempo de molestarse en tal tontería.

Se escucharon murmullos en la sala. Los padres mostraban el ejemplo de Limbeck a aquellos de sus hijos que estuvieran tentados de seguir su espinoso camino.

El ofinista jefe se sonrojó, con aspecto de sentirse profundamente mortificado ante aquel pecado cometido por un colega. Darral, con una sonrisa pese al dolor de cabeza, movió el trasero dolorido en la silla. Aunque la nueva postura no era más cómoda, se sintió mejor ante la satisfactoria certeza de que vencía por uno a cero en la competición con su cuñado.

Limbeck miró a su alrededor con una sonrisa de ligero placer, como si le divirtiera revivir los días de su infancia.

—Su siguiente fechoría les rompió el corazón a sus padres —continuó la Voz Acusadora con severidad—. Estaba matriculado en la Escuela de Prentices de Aprietatuercas y un nefasto día, en clase, el acusado Limbeck... —hizo una pausa señalándolo con mano temblorosa— ¡... se levantó y exigió saber
por qué!

A Darral se le había dormido el pie izquierdo. Estaba concentrado en devolverle un poco de sensibilidad moviendo los dedos cuando escuchó exclamar el tremendo
¡por qué!
a la Voz Acusadora y volvió la atención al juicio con un sobresalto y cierto sentimiento de culpabilidad.


¿Por qué,
qué? —preguntó el survisor jefe.

La Acusadora, creyendo que ya había dicho lo suficiente, puso cara de desconcierto como si no supiera qué más añadir. El ofinista jefe se puso en pie con una mueca despectiva que no tardó en empatar el marcador entre la Iglesia y el Estado.

—Simplemente
por qué,
Seoría. Una palabra que pone en cuestión todas nuestras creencias más profundas. Una palabra radical y peligrosa que, si se llevara muy lejos, podría conducir a un colapso del gobierno, a la decadencia de la sociedad y, muy probablemente, al término de la vida como la conocemos.

—¡Ah, ese
por qué!
—asintió el survisor jefe con aire de suficiencia, al tiempo que dirigía una torva mirada a Limbeck y lo maldecía por haber proporcionado al ofinista jefe la oportunidad de apuntarse un tanto.

—El acusado fue expulsado de la escuela y, a continuación, trastornó a la ciudad de Het desapareciendo un día entero. Fue preciso mandar patrullas de búsqueda, con grandes costos. Es de imaginar la angustia de sus padres —continuó la Voz con emoción—. Al ver que no lo encontraban, se dio por hecho que había caído en el interior de la Tumpa-chumpa. En aquel momento, alguien dijo que la Tumpa-chumpa, enfadada con el
por qué,
había decidido ocuparse en persona de él. Y justo cuando todos lo creían muerto y andaban ocupados en preparar un funeral, el acusado tuvo la osadía de reaparecer con vida.

Limbeck sonrió con aire de disculpa y pareció ruborizarse. El survisor, tras un bufido indignado, volvió su atención a la Acusación

—Declaró que había estado en el
Exterior
—dijo la Voz con un susurro de pavor que el misor-ceptor captó fielmente.

Los gegs congregados se quedaron boquiabiertos.

—No tenía intención de alejarme tanto —protestó Limbeck sin mucha convicción—. Me perdí.

—¡Silencio! —rugió el survisor, y al instante se arrepintió de haber gritado. El dolor de cabeza arreció. Volvió la vara luminosa hacia Limbeck, casi cegándolo—. Ya tendrás ocasión de hablar, joven. Hasta entonces, guarda silencio o te expulsaré de la sala, ¿entendido?

—Sí, Seoría —respondió Limbeck con docilidad, y se sentó.

—¿Algo más? —preguntó el survisor jefe a la Acusadora, malhumorado. No notaba en absoluto el pie izquierdo y el derecho empezaba a ser presa de un extraño picor.

—Poco después de su regreso, el acusado formó la organización antes mencionada, conocida como UAPP. Esta autodenominada Unión propugna, entre otras cosas, la distribución libre e igualitaria de los pagos de los welfos, que todos los adoradores se reúnan y compartan sus conocimientos sobre la Tumpa-chumpa para descubrir con ello los «cómo» y los «porqué»...

—¡Blasfemia! —gritó tembloroso el ofinista jefe con voz hueca.

—...Y que todos los gegs dejen de esperar el día del Juicio y trabajen para mejorar sus condiciones de vida...

—¡Seoría! —El ofinista jefe se puso en pie de un salto—. ¡Solicito que los menores abandonen la sala! Es terrible que unas mentes jóvenes e impresionables deban someterse a unos conceptos tan profanos y peligrosos.

—¡No son peligrosos! —protestó Limbeck.

—¡Silencio! —El survisor frunció el entrecejo y meditó la petición. Le disgustaba conceder otro tanto a su cuñado, pero aquello le ofrecía una excusa perfecta para escapar de la silla—. Haremos una pausa. No se permitirá volver a la sala a los menores de dieciocho ciclos. Vayamos a comer y dentro de una hora reanudaremos la vista.

Con ayuda de los guardianes, que tuvieron que arrancarlo materialmente, el survisor jefe desalojó su grueso cuerpo del asiento. Se quitó de la cabeza la corona de hierro, devolvió la vida a su torturado trasero con unos masajes, dio una serie de fuertes pisotones hasta que volvió a sentir el pie y exhaló un suspiro de alivio.

CAPÍTULO 11

WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

Se reanudó la sesión, a la que faltaron los menores y los padres que se vieron forzados a volver a casa para cuidar de ellos. El survisor jefe, con resignada expresión de mártir, se encasquetó la corona y se encaramó una vez más a su silla de tortura. Trajeron al prisionero y la Voz de la Acusación terminó su exposición.

—Estas ideas peligrosas, tan seductoras para mentes impresionables, influyeron finalmente en un reducido grupo de jóvenes tan rebeldes y descontentos como el acusado. El survisor local y los ofinistas, sabedores de que los jóvenes son rebeldes por naturaleza y esperando que sólo se tratara de una fase por la que estuvieran pasando...

—¿Como el sarampión? —apuntó el survisor jefe. La intervención provocó la deseada carcajada de la multitud, aunque los asistentes parecían algo remisos a reír en presencia del ceñudo ofinista jefe, y la risa terminó en un brusco estallido de toses nerviosas.

—Hum..., sí, Seoría —asintió la Voz, lamentando la interrupción. El ofinista jefe sonrió con el aire paciente de quien tolera la presencia de un estúpido. El survisor, cegado por el súbito impulso de retorcerle el cuello al ofinista jefe, se perdió una parte considerable del parlamento de la Voz Acusadora.

—... e incitó a una revuelta durante la cual sufrió daños de poca consideración la Tumpa-chupa, sector Y-362. Por fortuna, la Tumpa-chumpa pudo repararse a sí misma casi de inmediato, de modo que no se han producido perjuicios irreparables. ¡Al menos, para nuestro adorado ídolo! —La Voz Acusadora aumentó de tono hasta convertirse en un chillido—. En cambio, es incalculable el daño que podría haber causado a quienes osaron llevar a cabo el acto. ¡Por eso pido que el acusado Limbeck Aprietatuercas, sea eliminado de esta sociedad para que no pueda conducir nunca más a nuestros jóvenes por este camino, que sólo puede llevarlos a la perdición y la destrucción!

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