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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

Alexis Zorba el griego (9 page)

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Yo no hablaba. Sentía, al escucharlo, que se renovaba ante mí la virginidad del mundo. Todas las cosas cotidianas y descoloridas volvían a adquirir el brillo con el que se habían presentado los primeros días, recién salidas de las manos de Dios. El agua, la mujer, la estrella, el pan, retornaban a la misteriosa fuente primitiva y el torbellino divino se desencadenaba de nuevo en el aire.

Y ésta es la razón por la cual cada noche, tendido en el guijarral de la ribera, esperaba a Zorba impacientemente. Lo veía en cuanto daba los primeros pasos largos con su andar desmadejado, cubierto de barro, manchado de carbón, apenas surgía de las entrañas de la tierra. Desde lejos, yo me enteraba de cómo había resultado la tarea del día, y me enteraba por la actitud de su cuerpo, por la cabeza gacha o erguida, por el balanceo de sus brazos desmesurados.

Al principio, iba yo con él; observaba la labor de los mineros. Me esforzaba por encaminarme en una nueva senda, por hallar interés en las ocupaciones prácticas, por conocer al material humano que me había caído entre manos y encariñarme con él, por sentir la tanto tiempo deseada alegría de apartarme de las palabras para tratar con hombres vivos. Y planeaba románticos proyectos —si la extracción del lignito marchaba bien— de organizar una suerte de comuna donde trabajaríamos todos, donde todo sería de todos, donde comeríamos juntos los mismos alimentos y llevaríamos iguales ropas, como hermanos. Iba creando en mi espíritu una nueva orden religiosa, la levadura de una nueva vida...

Pero no me animaba aún a hablarle a Zorba de tales proyectos. Él me miraba mientras yo iba y venía por entre los trabajadores, los interrogaba, intervenía en las disputas inclinándome siempre a favor del obrero.

Zorba fruncía los labios:

—Patrón, ¿por qué no das unas vueltas por afuera? Ahí tienes el sol, ahí tienes el mar ¡anda!

Pero yo, en los primeros tiempos, insistía, no me iba. Preguntaba, charlaba, me enteraba de la vida de todos ellos: de cuántos hijos habían de alimentar, de cuántas hermanas habían de casar, de los padres inválidos; de sus preocupaciones, de sus enfermedades, de sus tormentos morales.

—No indagues tanto acerca de sus historias, patrón —me decía Zorba enfurruñado—. Se te irá el corazón tras ellos, llegarás a quererlos más de lo que la prudencia aconseja y de lo que requiere nuestro trabajo. Hagan lo que hicieren, les hallarás disculpas... Y entonces ¡ay de nosotros!, el trabajo marchará a los tumbos. Y ¡ay de ellos, también, patrón! Tienes que saberlo. Cuando el amo es duro, los obreros lo temen, lo respetan, trabajan. Cuando el amo se muestra débil, le echan la brida al cuello y ellos se refocilan como el ratón dentro del queso. ¿Comprendes?

Otra vez, al terminar la jornada, arrojó el azadón ante la barraca, con gesto de cansancio.

—Oye, patrón —exclamó—, te ruego que no te metas en nada. Yo me lo paso construyendo y tú derribando. ¿Qué historias son ésas que les estabas contando hoy? ¡Socialismo, hojarasca! ¿Acaso eres predicador o eres capitalista? Habría que escoger entre una y otra cosa.

¿Cómo escoger? Si me devoraba el ingenuo deseo de unir ambas cosas, de hallar una síntesis donde fraternizaran las oposiciones irreductibles, y ganar a la vez la vida terrestre y el reino de los cielos. Era algo que estaba en mí desde hacía muchos años, desde mi tierna infancia. Cuando aún era escolar, había organizado con mis amigos más íntimos una "Fraternidad Amistosa" —tal es el nombre que le habíamos dado—, y habíamos jurado, encerrados bajo llave en mi habitación, que consagraríamos la totalidad de nuestra vida a combatir la injusticia. Grandes lagrimones rodaban por nuestras mejillas mientras prestábamos, puesta la mano sobre el corazón, semejante juramento.

¡Pueriles ideales! Sin embargo, ¡desdichado de aquél que se ría de ellos! Cuando veo en qué han venido a parar los miembros de la "Fraternidad Amistosa" —medicastros, abogadillos, tenderos, políticos trapaceros, periodistas de poca monta—, se me encoge el corazón. Áspero y rudo es, al parecer, el clima de esta tierra, si las simientes más valiosas no germinan o perecen agostadas entre malezas y ortigas. Yo, bien lo entiendo hoy, no me veo ahogado por la razón, ¡Loado sea Dios! ¡Todavía me siento con fuerzas como para arrojarme a las empresas más quijotescas!

El domingo nos emperejilábamos ambos como novios: nos afeitábamos, nos poníamos camisa blanca recién planchada y nos íbamos al caer de la tarde, a casa de doña Hortensia. Ese día sacrificaba por nosotros una gallina, nos sentábamos los tres juntos nuevamente, comíamos y bebíamos; Zorba alargaba los desmesurados brazos hacia el pecho hospitalario de la buena señora y tomaba posesión de él. Cuando ya entrada la noche, regresábamos a nuestra ribera, la vida nos parecía sencilla y llena de buenos propósitos, vieja sí, pero muy agradable y acogedora, como lo era doña Hortensia.

Uno de esos domingos, al volver del copioso ágape, decidíme a hablar y confiarle a Zorba mis intenciones. Me escuchó boquiabierto, forzando su paciencia. De cuando en cuando, tan sólo meneaba irritado la cabezota. Las primeras palabras que le dije al respecto le habían despejado la mente, ahuyentando los vapores del vino. Cuando terminé de exponerle lo que proyectaba, se arrancó nerviosamente dos o tres pelos del bigote.

—Si me permites, patrón —díjome—, te diré que no creo que tengas todavía los sesos muy maduros. ¿Qué edad tienes?

—Treinta y cinco años.

—¡Oh, entonces no madurarán nunca!

Y se echó a reír. Me molestó.

—¿Conque tú no crees en el hombre? —exclamé.

—No te enojes, patrón. No, no creo en nada. Si hubiera de creer en el hombre, creería también en Dios, creería también en el diablo. Y eso es asunto engorroso. Las cosas se me embrollan, patrón, y sólo saco en limpio una cantidad de disgustos.

Calló, se quitó la gorra, se rascó la cabeza con frenesí, se tironeó los bigotes como si hubiera resuelto arrancarlos. Quería decir algo, pero se contenía. Me miró de reojo, volvió a mirarme, y al fin se decidió:

—¡El hombre es una bestia! —exclamó golpeando las piedras con el bastón—. Una gran bestia. Tu señoría no lo sabe, a lo que parece; todo te ha resultado fácil, a ti; pero pregúntame a mí. ¡Una bestia, te digo! Si eres malo para con él, te respeta y te teme. Si eres bueno para con él, te arranca los ojos.

»¡Conserva las distancias, patrón! No les permitas demasiado atrevimiento a los hombres, no les digas que todos somos iguales, que todos tenemos iguales derechos. Porque al instante patearán el derecho tuyo, te robarán el pan y dejarán que te mueras de hambre. ¡Guarda las distancias, patrón; te lo recomiendo por lo bien que te quiero!

—¿Pero tú no crees en nada? —exclamé exasperado.

—No, no creo en nada ¿cuántas veces he de decírtelo? No creo en nada ni en nadie; solamente en Zorba. Y no porque Zorba sea mejor que los demás. ¡De ningún modo! Es una bestia él también. Pero creo en Zorba porque es el único que tengo en mi poder, el único que conozco, todos los demás son fantasmas. Yo veo con los ojos de Zorba, escucho con sus oídos, con sus tripas digiero. Todos los demás, te digo, son fantasmas. Cuando yo muera, todo morirá. ¡El mundo zorbesco se irá a pique por entero!

—¡Vaya egoísmo! —dije sarcástico.

—¡No puedo evitarlo, patrón! Es así y no de otro modo: he comido habas, hablo de habas; soy Zorba, hablo a la manera de Zorba.

No dije nada. Sentía en la piel como latigazos las palabras de Zorba. Lo admiraba por ser tan fuerte, porque despreciaba hasta ese extremo a los hombres y al mismo tiempo podía tener tan intenso deseo de vivir y de trabajar con ellos. En su lugar, yo me hubiera hecho asceta o hubiera adornado a los hombres con plumas postizas para poder soportarlos.

Zorba se volvió para mirarme. Al fulgor de las estrellas veíale la boca extendida en una sonrisa hasta las orejas.

—¿Te he ofendido, patrón? —dijo deteniéndose de golpe. Estábamos llegando a la barraca. Zorba me miró con ternura e inquietud.

No le contesté. Comprendía que en espíritu estaba de acuerdo con él; pero el corazón se resistía, quería volar, huir fuera de la bestia, abrirse una senda hacia la altura.

—No tengo sueño, ahora, Zorba. Ve a acostarte tú.

Las estrellas centellaban, el mar suspiraba y lamía la playa, una luciérnaga encendió en el abdomen su fanalito erótico. Los cabellos de la noche goteaban rocío.

Me tendí boca abajo, sumergiéndome en el silencio, sin pensar en nada. Confundí mi cuerpo en uno con la noche y el mar; sentía el alma como una luciérnaga que tras haber encendido su fanalito se posa en la tierra húmeda y negra, esperando.

Las estrellas giraban en el cielo; las horas iban pasando, y cuando me levanté tenía grabada en mí, sin saber cómo, la doble tarea que me esperaba en aquellas costas:

Liberarme de Buda, apartar juntamente con las palabras todas mis preocupaciones metafísicas y dejar a salvo el alma de una vana angustia.

Establecer, desde ese instante, contacto hondo y directo con los hombres.

"Quizás —me decía—, me quede aún tiempo para hacerlo."

V

"E
L
tío Anagnosti, decano de la aldea, lo saluda y le pregunta si le sería grato molestarse en venir hasta su casa para la merienda. El capador ha de llegar hoy a la aldea para capar los cerdos; Kyra Marulia, la mujer del decano, asará para usted las "partes". De paso podrá usted felicitar al nieto de Anagnosti, Minas, pues hoy es su día."

Es un gran placer entrar en una casa de campesinos cretenses. Todo lo que os rodea es patriarcal: la chimenea, la lámpara de aceite, las jarras alineadas contra la pared, una mesa, algunas sillas y, a la izquierda de la entrada, el cántaro de agua fresca. De las vigas cuelgan rosarios de membrillos, granadas, hierbas aromáticas: salvia, menta, pimientos...

En el fondo, tres o cuatro peldaños de madera llevan a la alcoba, donde está el lecho montado sobre caballetes y los santos iconos con la lamparilla siempre encendida. La casa os impresiona como vacía y, sin embargo, hay en ella cuanto es indispensable: tan cierto es que el hombre verdadero necesita de muy pocas cosas.

El día estaba espléndido, tibio el sol de otoño. Nos sentamos frente a la casa, en el huerto, bajo un olivo cargado de frutos. Por entre las hojas argentadas, a lo lejos, brillaba el mar, tranquilo, denso. Vaporosas nubes pasaban por sobre nosotros. Iban cubriendo a ratos el sol y descubriéndolo luego, de modo que la tierra, ya alegre, ya melancólica, parecía como si respirara.

Al fondo del huertecillo, en un corto cercado, el cerdo sometido a reciente operación gritaba dolorido, ensordeciéndonos. Desde la chimenea nos llegaba el apetitoso olor de sus "partes" que se asaban en las brasas.

Charlábamos de cosas eternas: de las mieses, de las viñas, de las lluvias. Nos veíamos forzados a hablar a voz en grito: el viejo notable era duro de oídos. Según su decir, tenía la oreja orgullosa. La vida del anciano cretense había transcurrido recta y tranquila, como crece un árbol en el barranco abrigado de los vientos. Había nacido, había crecido, se había casado. Tuvo hijos y le fue concedido ver a los hijos de sus hijos. Algunos habían muerto, otros vivían, su descendencia quedaba asegurada.

El anciano cretense recordó los tiempos idos, la época de los turcos; volviéronle a la memoria las palabras de su padre, los milagros que se daban entonces, porque las mujeres tenían el temor de Dios y conservaban incólume la fe.

—Mire usted, yo mismo, el que ahora le habla, yo, el tío Anagnosti, debo mi venida al mundo a un milagro. Sí, señor, a un milagro. Y cuando le haya referido cómo aconteció, quedará usted maravillado y no podrá menos que exclamar: ¡Señor Misericordioso!, e irá al monasterio de la Virgen a ofrendarle un cirio.

Se persignó y comenzó calmosamente con su voz suave:

—En aquel tiempo, pues, había en nuestra aldea una rica turca, ¡sea el demonio con ella! Un buen día hela embarazada la maldita, y el momento del alumbramiento cae. La colocan en el asiento de las parturientas y allí se está bramando como una becerra tres días y tres noches. Pero el niño no salía. Entonces una amiga suya ¡condenada sea ella también!, le dio un consejo: "Zafer Hanum ¡debías llamar a la Madre Meiré en tu ayuda!" Madre Meiré es el nombre que los turcos dan a la Virgen ¡infinita es la gracia suya! "¿Llamar a ésa? —berreó la perra de Zafer—, ¿a ésa? ¡Prefiero morirme!" Mas los dolores se ponían intolerables. Pasó, sin embargo, un día, pasó otra noche. Bramaba sin cesar, pero no daba a luz. ¿Qué podía hacer? Ya no soportaba los dolores. Entonces comenzó a llamar: "¡Madre Meiré! ¡Madre Meiré!" Pero por mucho que llamara los dolores no la abandonaban ni venía el niño. "No te oye —le dijo la amiga—, sin duda no sabrá el turco. Llámala con el nombre cristiano." "Virgen de los
rumís
—gritó entonces la perra—. ¡Virgen de los
rumís
!..." ¡Que si quieres! Los dolores se presentan más fuertes. "No la llamas como se debe, Zafer Hanum —díjole la amiga—, no la llamas como se debe y por eso no viene." Entonces la perra infiel, viéndose en peligro, lanzó un grito clamoroso: "¡Santísima Virgen!" Y de golpe, he aquí que el niño se desliza de su vientre como una anguila.

»Ocurría esto un domingo y el siguiente domingo mi madre a su vez se hallaba en igual trance. Sentía gran dolor, también, la pobrecilla, sentía gran dolor y clamaba, mi pobre madre. Gritaba: "¡María Santísima! ¡María Santísima!" Pero no veía el fin de su padecer. Mi padre estaba sentado en el suelo, en medio del patio, sin poder comer ni beber, a causa de la aflicción que lo embargaba. Estaba enfadado con la Santísima Virgen. La otra vez ¿ve usted?, aquella perra de Zafer la llamó y la Virgen se precipitó a librarla de su mal. Ahora, en cambio... El cuarto día, ya no pudo contenerse mi padre. Sin pensarlo más, cogió el cayado y se marchó decididamente hacia el monasterio de la Virgen de la Degollación, ¡así quiera Ella concedernos su amparo! Llega, entra en la iglesia sin persignarse siquiera, tanto era el furor que lo agitaba. Corre el pestillo de la puerta y se planta ante el icono: "Oye, Santísima Virgen —exclama—, mi mujer Krinio, Tú la conoces, puesto que te trae todos los sábados el aceite y enciende las lámparas, mi mujer Krinio está con los dolores del parto desde hace tres días y tres noches y te llama ¿no la oyes, acaso? Es preciso que hayas quedado sorda, creo yo, para que no llegues a oírla. Sin duda, si ella fuera alguna perra como Zafer, alguna porquería de turca, veríamos cómo te precipitas para acudir en su ayuda. Pero para con mi mujer Krinio, la cristiana, tienes oídos sordos ¡no la oyes! ¡Mira, si no fueras la Santísima Virgen, yo, con este palo que aquí ves, te daría una lección!"

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