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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Hierro (8 page)

BOOK: Ámbar y Hierro
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-¿Queréis saber por qué me tomé tantas molestias para crear esa imagen ilusoria de Mina? -inquirió Nuitari al tiempo que accedía a la estancia.

-Sólo si queréis contárnoslo, señor—dijo humildemente Basalto.

-Me tiene intrigado esa tal Mina -comentó el dios-. Me cuesta creer que la muerte de una simple mortal tuviera un efecto tan devastador en un dios, ¡pero faltó poco para que el pesar acabara con Chemosh! ¿Qué clase de poder ejerce esa Mina sobre él? También despierta mi curiosidad la relación que mantuvo con Takhisis. Corren rumores de que la Reina de la Oscuridad estaba celosa de esa chica. ¡Mi madre celosa de una mortal! Imposible. Por eso os ordené que siguieseis utilizando el conjuro de ilusión, para evitar que Chemosh viniera a rescatarla y así poder estudiarla.

-¿Has descubierto algo sobre ella, señor? -preguntó Caele-. Creo que mis informes tienen que haberte resultado muy esclarecedores...

-Los he leído -lo interrumpió Nuitari. Los informes sobre el comportamiento de Mina en cautividad le habían parecido extremadamente esclarecedores, sobre todo en un aspecto, pero no pensaba decírselo a ninguno de los dos-. Ahora que he satisfecho vuestra curiosidad, volved a vuestras ocupaciones.

Caele recogió un trapo y se puso a frotar el cuenco; Basalto aclaró su bayeta en el agua -que había adquirido un tinte rosáceo- y volvió a ponerse a gatas en el suelo.

Cuando los ecos de las pisadas de Nuitari dejaron de oírse por los corredores de las estancias de la magia, el semielfo arrojó el trapo al cubo con agua.

-Termina tú. Yo tengo que estudiar los conjuros. Si el Señor de la Muerte viene de camino para destruir la torre, los voy a necesitar.

-Ve, pues -dijo Basalto, sombrío-. De todos modos no me sirves de nada, pero lávate los pies antes de abandonar la cámara. ¡No quiero ver huellas de sangre marcando mis pasillos limpios!

Caele, que jamás usaba calzado, metió los pies descalzos en el cubo de agua. Basalto vio saltar la sangre seca a la túnica del semielfo, que estaba ya asquerosa, pero no dijo nada porque sabía que sería gastar saliva en balde. El enano se consideraba afortunado de que Caele se dignara ponerse al menos la túnica. Había pasado muchos años en el bosque tan desnudo como un lobo e igualmente salvaje.

El semielfo echó a andar hacia la puerta, pero se paró y se volvió.

—Llevo tiempo queriendo hacerte una pregunta. Cuando estás solo con Mina, ¿te ha intentado convencer para que te hagas discípulo de Chemosh?

-Sí -contestó el enano-. Me burlé de ella, por supuesto. ¿Y a ti?

—Me reí en su cara —repuso Caele.

Los dos se miraron con desconfianza.

-Bueno, me marcho -dijo Caele.

-Vete con viento fresco -farfulló Basalto, aunque en voz tan baja que sólo lo oyó su barba.

Sacudiendo la cabeza, reanudó la tarea de restregar el suelo sin dejar de refunfuñar.

-Ese Caele es un cerdo y no me importa que me oiga. Esa nariz larga que tiene siempre está apuntando hacia arriba. Se cree las pelotas de Reorx, eso es lo que piensa. Y es un cabrón perezoso, por si fuera poco. Me deja a mí todo el trabajo y luego se lleva los laureles. -El enano restregó enérgicamente.

»No puedo dejar que la sangre impregne la lechada, porque quedaría una mancha perenne. El señor me arrancaría la barba. Me pregunto si Caele se rió realmente de Mina o si aceptó su oferta de convertirse en uno de los elegidos de Chemosh -añadió—. Tal vez debería mencionarle este asunto al señor...

Caele se encerró en su habitación y tomó un libro de conjuros, pero en vez de abrirlo se quedó mirándolo fijamente.

-Me pregunto si Basalto se tragaría las mentiras de Mina. En él no me extrañaría nada. Los enanos son tan crédulos... Que no se me olvide informar a Nuitari que Basalto podría ser un traidor...

3

La torre siguió en pie, sin sufrir daños. Chemosh no fue a derribarla piedra mágica a piedra mágica para rescatar a su adorada amante. -Dale tiempo -dijo Nuitari. El dios se había apostado fuera de la estancia en la que tenía retenida a Mina, a la espera de que el Señor de la Muerte apareciera.

Pasaba el tiempo. Mina permanecía aislada en su celda, incomunicada, sin contacto con dioses ni con mortales, y su amado seguía sin acudir a liberarla.

—Te he subestimado, milord -murmuró Nuitari a su invisible enemigo-. Y me disculpo por ello.

Chemosh estaría eufórico al saber que la mujer a la que amaba seguía viva. Estaría furioso por el engaño del que había sido víctima. El Señor de la Muerte no era, al parecer, de los que dejaban que la alegría o la ira los ofuscaran. Chemosh quería a Mina, pero también quería los poderosos artefactos sagrados que Nuitari guardaba bajo llave y candado dentro de la torre. A buen seguro, el Señor de la Muerte estaba buscando la forma de conseguir ambos.

—¿Qué haces? —preguntó Nuitari a su igual-. ¿Has corrido a parlotear con los otros dioses? ¿Les estás contando que el grande y perverso Nuitari ha reconstruido la Torre de la Alta Hechicería de Istar?, ¿que ha recuperado y reclamado como suyo un valioso tesoro de reliquias sagradas? ¿Les has contado eso? —Nuitari sonrió.

»No, creo que no. ¿Por qué? Porque entonces todos los dioses sabrían el secreto de las reliquias y, una vez que lo supieran, todos querrían recuperar sus juguetes. ¿Dónde dejaría eso a Chemosh? De vuelta en el frío y oscuro Abismo.

En las postrimerías de la Era del Poder, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había decretado que todos los artefactos mágicos de aquellos dioses que no fuesen dioses buenos y justos (siempre a juicio del Príncipe de los Sacerdotes) serían confiscados por sus ejércitos de guerreros ungidos. Además de los que se confiscaron, el Príncipe de los Sacerdotes ofreció ricas recompensas por todas las reliquias que se considerara que se usaban con fines perversos. Entre guerreros ungidos, «buenos» ciudadanos, ladrones y saqueadores, los templos de casi todos los dioses de Ansalon fueron despojados de reliquias.

Al principio, la gente se apoderaba de las que procedían de los templos de dioses claramente malignos, como Chemosh y Takhisis, Sargonnas y Morgion. Los templos de los dioses neutrales fueron los siguientes en ser víctimas de los cazadores de reliquias bajo el lema de «cualquier dios que no está con nosotros está contra nosotros».

Finalmente, conforme el fervor religioso (y la avaricia) se extendía, guerreros ungidos asaltaron los templos de dioses de la luz, incluidos los de la diosa de la curación, Mishakal, porque, a pesar de ser consorte de Paladine, la Sanadora había incurrido en el pecado de abrir sus puertas de curación a todos los mortales, incluso a los que no eran considerados dignos de la bendición de una deidad. Se sabía que sus clérigos habían impuesto las manos sanadoras sobre ladrones y prostitutas, kenders y enanos, e incluso hechiceros. Cuando los clérigos de Majere, dios de la justicia, supieron que a los clérigos de Mishakal se los golpeaba y se les robaban sus reliquias, manifestaron su protesta. Entonces se asaltaron sus monasterios y sus reliquias fueron las siguientes en sumarse a las confiscadas y robadas.

A no tardar, los artefactos sagrados de todos los dioses, con excepción de Paladine, quedaron guardados bajo llave en la que otrora había sido la Torre de la Alta Hechicería de Istar, en una inmensa sala a la que se dio el nombre de Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio. Se cuchicheaba que los sacerdotes de Paladine empezaban a estar nerviosos y que no pocos habían guardado las sagradas reliquias en almacenes bajo llave. Pero ni siquiera allí estaban a salvo.

Cuando el Cataclismo devastó Istar, la Sala del Sacrilegio fue destruida por el fuego de la ira de los dioses, quienes estaban convencidos de que las reliquias se habían consumido en la conflagración. Querían que la humanidad viviera con sus propios recursos durante un tiempo.

Nadie se había sorprendido más que Nuitari al descubrir intactas las reliquias. Su única idea había sido reclamar como suya la torre; encontrar los artefactos había sido un regalo extra. Sabía que era imposible mantener indefinidamente un secreto de ese calibre, que sólo sería cuestión de tiempo que otros dioses descubrieran la verdad y se presentaran ante él para exigirle que les entregara sus reliquias. Los artefactos se encontraban a buen recaudo, guardados tanto por conjuros como por Midori, un viejo dragón marino con muy mal genio. Esas salvaguardias cerrarían el paso a los mortales, pero no a un dios.

Nuitari no tenía que preocuparse por eso.

Los dioses frenarían a los dioses.

Cada cual querría sus reliquias, naturalmente. Cada cual también querría asegurarse de recuperar las suyas y de qué ninguno de los otros dioses hiciera lo propio.

Por ejemplo, Mishakal no querría que Sargonnas, en la actualidad el dios más poderoso de la oscuridad, recobrara sus artefactos sagrados. Buscaría aliados que aunaran esfuerzos para impedírselo, aliados insólitos, como Chemosh, que apoyaría a Mishakal en eso porque el Señor de la Muerte estaba enzarzado en una lucha de poder con Sargonnas y no querría que el dios de los grandes cuernos se hiciera más fuerte de lo que ya era. Estaba Gilean, el Fiel de la Balanza, que muy bien podría oponerse tanto a los dioses de la luz como a los de la oscuridad por miedo a que la vuelta de esas reliquias a manos de cualquiera de los dioses alterara un equilibrio ya inestable. Se organizaría una buena cuando los dioses se enteraran de que Nuitari estaba en posesión de las reliquias de Takhisis, la Reina de la Oscuridad fallecida, y las del dios autoexiliado, Paladine. Aunque sus creadores ya no estaban, los artefactos perduraban, al igual que su sagrado poder, que podía resultar inmensamente útil a cualquier dios o mortal que les echara mano. La trifulca por esos objetos podría prolongarse siglos.

Entretanto, el plan de Nuitari era recorrer el cielo y llegar a acuerdos secretos al tiempo que soltaba discretamente un artefacto aquí y otro allí a fin de enfrentar a unos dioses contra otros, mientras que él reforzaba su posición.

Aunque Nuitari había odiado a Takhisis y había hecho todo lo posible para oponerse a ella en todo lo que la diosa había llevado a cabo en cualquier momento, era como su madre en un aspecto: tenía su misma y oscura ambición.

Oponiéndose a esa ambición estaban sus dos primos, Lunitari y Solinari. Los dioses de la magia roja y la magia blanca no darían ni un céntimo falso por las sagradas reliquias. El Príncipe de los Sacerdotes, que no se fiaba de los magos ni de su magia, no había conservado ningún artefacto perteneciente a los hechiceros. Los objetos mágicos que se encontraron (y eran contados, ya que los magos los habían escondido casi todos) se destruyeron de inmediato. Los primos de Nuitari se pondrían furiosos cuando descubrieran que se había ido y se había construido su propia torre. Se enfurecerían... y los asaltaría la consternación y el pesar. Desde el principio de los tiempos, los dioses de las tres lunas se habían mantenido unidos para guardar lo que les era más preciado: la magia.

Los tres primos no tenían secretos los unos para los otros. Hasta ese momento.

Nuitari se sentía mal por traicionar la confianza de sus primos, sólo que no lo bastante para no hacerlo. Desde que su madre, Takhisis, lo había traicionado al hurtar el mundo -¡su mundo!- había decidido que a partir de ese momento no confiaría en nadie. Además, había ideado la forma de apaciguar a sus primos. Entre ellos las cosas ya no serían igual, naturalmente; claro que nada volvería a ser lo mismo para ninguno de los dioses. El mundo -y el cielo- habían cambiado para siempre.

Nuitari se preguntó qué se traería entre manos Chemosh, y esa idea lo hizo pensar de nuevo en Mina. Nuitari iba allí a menudo, pero no para interrogarla. Sus Túnicas Negras ya lo habían estado haciendo por él y habían descubierto muy poco. Nuitari se había conformado con observarla. Ahora, guiado por un impulso (y también con la idea de que Chemosh aún podía darle una sorpresa), Nuitari decidió interrogar personalmente a la chica.

La había sacado de la celda de cristal en la que la había puesto al principio. Verla ir de aquí para allí había resultado una molesta distracción para sus hechiceros. La había envuelto en un capullo mágico de aislamiento, de manera que no podía comunicarse con nadie en ninguna parte, y la había trasladado a unas habitaciones destinadas a ser la vivienda de los archimagos Túnicas Negras elegidos para poblar la torre bajo el Mar Sangriento.

Mina se albergaba en unos aposentos designados a un hechicero de alta categoría. Consistían en dos estancias, una sala y un estudio revestidos del techo al suelo con estanterías de libros, y un dormitorio.

Caminaba por los aposentos como un minotauro enjaulado; recorría la sala en toda su longitud y de allí pasaba al dormitorio, tras lo cual volvía sobre sus pasos, de regreso a la sala. Los hechiceros informaban que a veces se pasaba así horas; caminaba y caminaba hasta quedar exhausta. No hacía nada más que caminar a despecho de que Nuitari le había proporcionado libros de distinta temática y que iban de la doctrina religiosa hasta la poesía, de la filosofía a las matemáticas. Ni una sola vez había abierto siquiera un libro, comunicaban los magos; al menos, que ellos hubiesen visto.

El dios le había proporcionado otras formas de entretenimiento. Un tablero de khas descansaba sobre un pedestal en un rincón. Las piezas estaban cubiertas de polvo; nunca las había tocado. Comía poco, justo lo suficiente para conservar las fuerzas para caminar. Nuitari se alegraba de no haber hecho el gasto de poner una alfombra allí. A esas alturas la chica la habría desgastado hasta hacerle un agujero.

El dios de la magia negra habría podido deslizarse a través de la pared de haber querido y la habría pillado por sorpresa, pero decidió que no empezaría su relación de una forma tan hostil; así pues, quitó el poderoso cierre mágico de la puerta, llamó a ésta y pidió cortésmente permiso para entrar.

Mina no interrumpió su incansable ir y venir; como mucho, miró a la puerta, si acaso. Divertido, Nuitari abrió y entró en el cuarto. La chica no lo miró.

—Vete y déjame sola. He contestado a todas las absurdas preguntas que me has hecho y que estoy dispuesta a contestar. O si no, será mejor que le digas a tu señor que quiero verlo.

—Tus deseos son órdenes, Mina -contestó Nuitari—. El señor está aquí.

Mina dejó de caminar. No se sobresaltó ni pareció desconcertada en lo más mínimo. Lo miró a la cara audazmente, con gesto desafiante.

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