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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Amigos en las altas esferas (25 page)

BOOK: Amigos en las altas esferas
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—¿De Zecchino?

—No.

—Ay, Dios, lo mordió —dijo Brunetti y preguntó—: ¿Había bastante como para…? —Aquí se interrumpió, sin saber a ciencia cierta lo que podría hacer Rizzardi. Había leído interminables informes acerca de la identificación por el ADN y de la utilización de muestras de sangre y de semen como pruebas, pero carecía tanto de conocimientos científicos para comprender el proceso como de curiosidad intelectual para interesarse por algo que no fuera la mera posibilidad de obtener identificaciones irrefutables.

—Sí —respondió Rizzardi—. Si usted me encuentra a la persona, yo podré hacer la comparación con las muestras de sangre que he obtenido. —Rizzardi calló, pero Brunetti intuyó, por la tensión de su silencio, que el forense tenía más cosas que decir.

—¿Qué ocurre?

—Eran positivos.

¿A qué se refería? ¿A los resultados de las pruebas? ¿A las muestras?

—No comprendo —reconoció Brunetti.

—Los dos, él y ella. Eran seropositivos.


Dio mio
—exclamó Brunetti, comprendiendo al fin.

—Es lo primero que miramos cuando se trata de drogadictos. En él la enfermedad estaba mucho más avanzada; el virus se había extendido. Estaba muy mal, no hubiera vivido ni tres meses más. ¿No había notado usted nada?

Sí. Brunetti había notado algo, pero no había hecho deducciones, o quizá no había querido fijarse mucho o comprender lo que veía. No había prestado atención a la extrema delgadez de Zecchino ni pensado en lo que podía significar.

En lugar de responder a la pregunta de Rizzardi, Brunetti preguntó:

—¿Y ella?

—Ella no estaba tan mal, la infección no había avanzado tanto. Probablemente, por eso aún tuvo fuerzas para defenderse.

—Pero ¿y los nuevos medicamentos? ¿Por qué no los tomaban? —preguntó Brunetti, como si pensara que Rizzardi podía tener la respuesta.

—No sé por qué no los tomaban, Guido —dijo Rizzardi, recordando que hablaba con el padre de unos chicos que tenían pocos años menos que las dos víctimas—. Pero ni en la sangre ni en ningún órgano he visto señales de que tomaran algo. Generalmente, los drogadictos no siguen tratamiento.

Por tácito acuerdo, dejaron el tema, y Brunetti preguntó:

—¿Qué puede decirme del mordisco?

—Ella tenía carne entre los dientes, de modo que le habrá dejado una herida bastante fea.

—¿Tan contagioso es? —preguntó Brunetti, sorprendido de que, al cabo de años de información, charlas y artículos en diarios y revistas, aún no tuviera una idea clara.

—Teóricamente, sí —dijo Rizzardi—. Hay casos documentados en los que se ha transmitido por esa vía, aunque yo no he visto ninguno directamente. Supongo que podría ocurrir. Pero esa enfermedad ya no es lo que era hace años: los nuevos fármacos la controlan bastante bien, especialmente, si empiezan a tomarse en las primeras fases.

Mientras escuchaba al médico, Brunetti se interrogaba sobre las consecuencias que podía tener una ignorancia como la suya. Si él, un hombre que leía mucho y tenía un conocimiento bastante amplio de lo que pasaba en el mundo, no tenía una idea clara de si la enfermedad podía contagiarse por un mordisco y aún sentía un horror primitivo y hasta atávico a esa posible vía de infección, no sería de extrañar que ese temor estuviera muy generalizado entre la población.

Volvió a centrar su atención en Rizzardi.

—¿Cómo puede ser el mordisco?

—Yo diría que debe de faltarle un trozo de carne del brazo. —Y, antes de que Brunetti preguntara, aclaró—: Ella tenía vello en la boca, probablemente, del antebrazo.

—¿Y el tamaño?

Después de pensar un momento, Rizzardi dijo:

—Como de un perro, quizá un
cocker spaniel.
—Ninguno de los dos se permitió un comentario sobre la curiosa comparación.

—¿Lo bastante grande para ir al médico? —preguntó Brunetti.

—Quizá. Si se infectara, sí.

—O si supiera que ella tenía el sida —completó Brunetti—. O llegara a sospecharlo después. —Quienquiera que descubriera que había sido mordido por una persona enferma, correría, aterrado, a consultar a quien pudiera decirle si le había transmitido la enfermedad. Brunetti consideró las medidas que tomar: habría que avisar a los médicos, a las urgencias de los hospitales y también a las farmacias, por si se presentaba el asesino en busca de antisépticos o vendajes.

—¿Algo más? —preguntó Brunetti.

—Él hubiera muerto antes del otoño. Ella quizá hubiera durado otro año, pero no mucho más. —Rizzardi hizo una pausa y preguntó, con voz distinta—: Guido, ¿cree que hacen mella en nosotros las cosas que tenemos que hacer y decir?

—Espero que no, por Dios —respondió Brunetti a media voz, dijo a Rizzardi que lo llamaría cuando hubieran identificado a la muchacha y colgó.

Capítulo 22

Brunetti llamó a la oficina de los agentes para pedir que lo avisaran si se recibía la denuncia de la desaparición de una muchacha de unos diecisiete años y que repasaran los registros por si había llegado alguna durante las últimas semanas. Pero ya mientras hablaba pensaba que era posible que nadie hubiera presentado tal denuncia: eran muchos los adolescentes que se habían convertido en materia desechable, sus padres ya los daban por perdidos y habían dejado de preocuparse por su ausencia. No estaba seguro, pero no parecía tener más de diecisiete años. O quizá ni eso. Si era más joven, Rizzardi lo sabría, pero él prefería ignorarlo.

Brunetti bajó al aseo de los hombres, se lavó las manos, se las secó y volvió a lavárselas. De vuelta en su despacho, sacó un papel del cajón de la mesa y escribió en grandes letras mayúsculas el titular que quería ver en los diarios del día siguiente: «La víctima se venga de su asesino con una dentellada letal.» Miró la frase, preguntándose, al igual que Rizzardi, qué huella podían dejar en él estas cosas. Puso un signo de inserción después de «asesino» y encima escribió: «desde más allá de la tumba». Lo contempló un momento y decidió que el añadido alargaba demasiado la frase para que cupiera en una columna y lo tachó. Sacó la manoseada libreta de direcciones y teléfonos y volvió a marcar el número del redactor de sucesos de
Il
Gazzettino.
Su amigo, satisfecho de que a Brunetti le hubiera gustado el suelto anterior, accedió a insertar éste en la edición de la mañana siguiente. Dijo que le gustaba el titular de Brunetti y que él se encargaría de que apareciera textualmente.

—No deseo crearte problemas —dijo Brunetti, ante la rápida aquiescencia de su amigo—. ¿No supondrá un riesgo para ti publicar eso?

El otro se echó a reír.

—¿Problemas por publicar algo que no es verdad? ¿Yo? —Sin dejar de reír empezó a despedirse cuando Brunetti agregó:

—¿No podrías hacer que saliera también en
La Nuova
? Necesito que esté en los dos diarios.

—Probablemente. Hace años que piratean nuestro sistema informático. Así se ahorran pagar a un reportero. De modo que, si lo meto en el ordenador, seguro que lo publican, sobre todo, si consigo darle un aire lo bastante truculento. No pueden resistirse al morbo. Pero ellos no usarán tu titular —dijo con sincero pesar—. Siempre cambian, por lo menos, una palabra.

Satisfecho con lo conseguido, Brunetti se resignó al previsible cambio, dio las gracias a su amigo y colgó el teléfono.

Para ocuparse en algo, o quizá sólo para mantenerse en movimiento y lejos de su mesa, bajó al despacho de la
signorina
Elettra, a la que encontró con la cabeza inclinada sobre una revista.

Ella levantó la mirada al oír sus pasos.

—Ah, ya está de vuelta, comisario —dijo iniciando una sonrisa. Cuando vio el gesto que él traía en la cara, la sonrisa se desvaneció. Cerró la revista, abrió un cajón y sacó una carpeta. Inclinándose hacia adelante, se la pasó—. Ya me he enterado de lo de esos chicos —dijo—. Lo siento.

Él no sabía si ella esperaría que le diera las gracias por su condolencia, y se limitó a mover la cabeza de arriba abajo mientras tomaba la carpeta y la abría.

—¿Los Volpato? —preguntó.

—Ajá —exclamó ella—. Como verá, deben de estar muy bien protegidos.

—¿Por quién? —preguntó él, mirando la primera página.

—Yo diría que por alguien de la Guardia di Finanza.

—¿Por qué?

Ella se levantó y apoyó las manos en la mesa.

—Segunda hoja —apuntó. Él pasó la primera hoja y ella señaló una serie de cifras—. El primer número corresponde al año. A continuación figura el total del patrimonio declarado: cuentas, apartamentos, valores. Y en la tercera columna está la renta declarada cada año.

—Así pues —dijo él, comentando la obviedad—, como cada año poseen más, ingresarán más. —Efectivamente, la lista de propiedades iba en aumento.

Ahora bien, las cifras de la tercera columna, en lugar de aumentar, disminuían, pese a que los Volpato adquirían más fincas y más empresas. En suma, cada año tenían más y pagaban menos.

—¿Nunca les han hecho una inspección los de la Finanza? —preguntó. Lo que Brunetti tenía en las manos era una señal de fraude fiscal tan grande y tan llamativa que hubiera tenido que divisarse desde la central de la Guardia di Finanza en Roma.

—Nunca —dijo ella negando con la cabeza y volviendo a sentarse—. Por eso le digo que alguien debe protegerlos.

—¿Ha conseguido copia de sus declaraciones de renta?

—Desde luego —dijo ella, sin tratar de disimular el orgullo—. En todas ellas aparecen esas mismas cifras de ingresos anuales, pero, año tras año, ellos consiguen demostrar que han gastado una fortuna en la rehabilitación de sus propiedades, y parecen incapaces de vender ni una sola finca con beneficio.

—¿A quiénes las venden? —preguntó Brunetti, aunque sus años de experiencia lo habían familiarizado con esos asuntos.

—Hasta el momento, han vendido, entre otros, dos apartamentos a concejales de la ciudad y dos a funcionarios de la Guardia di Finanza. Siempre, con pérdidas, especialmente, el que vendieron al coronel. Y parece ser —añadió pasando la hoja y señalando la línea superior— que también vendieron dos apartamentos a un tal
dottor
Fabrizio Dal Carlo.

—Ah —suspiró Brunetti. Levantó la mirada del papel y preguntó—: ¿No tendrá usted, por casualidad…?

La sonrisa de la mujer fue como una bendición.

—Está todo ahí: sus declaraciones de renta, la lista de las casas que posee, sus cuentas bancarias, las de su mujer, todo.

—¿Y…? —preguntó, él resistiendo el impulso de mirar los papeles para darle ocasión de decírselo.

—Sólo un milagro ha podido protegerlo de una inspección —dijo ella, golpeando los papeles con la yema de los dedos de la mano izquierda.

—Y, sin embargo, en todos estos años, nadie se ha fijado en Dal Carlo ni en los Volpato.

—Eso no tiene nada de curioso cuando se vende a esos precios a concejales —dijo ella volviendo a la primera hoja—. Y a coroneles —terminó después de una pausa.

—Sí —convino él cerrando la carpeta con un suspiro de cansancio—. Y a los coroneles. —Se puso la carpeta debajo del brazo—. ¿Y qué hay del teléfono?

Ella casi sonrió.

—No tienen teléfono.

—¿Cómo? —preguntó Brunetti.

—Por lo menos, que yo haya podido descubrir. Ni a su nombre ni en su domicilio. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, dio las explicaciones posibles—: Quizá son muy rácanos para pagar la factura del teléfono o quizá tienen un
telefonino
registrado a nombre de otra persona.

A Brunetti le parecía inconcebible que, en la actualidad, alguien pudiera vivir sin teléfono, especialmente, personas que se dedicaban a la compraventa de fincas y a prestar dinero, con los contactos con abogados, oficinas municipales y notarios que esas operaciones exigían. Además, nadie podía ser tan patológicamente espartano para no tener teléfono.

Al encontrar cerrada una posible vía de investigación, Brunetti volvió su atención a la pareja asesinada.

—Me gustaría que viera qué puede encontrar acerca de Gino Zecchino.

Ella asintió. Ya conocía el nombre.

—Aún no sabemos quién era la chica —dijo Brunetti, y entonces se le ocurrió la posibilidad de que quizá nunca lo supieran, pero resistiéndose a expresar ese pensamiento dijo tan sólo—: Si encuentra algo, avíseme.

—Sí, señor —dijo ella viéndolo salir del despacho.

Una vez arriba, Brunetti decidió ampliar el alcance de la desinformación que aparecería en los diarios de la mañana siguiente y pasó la hora y media siguiente hablando por teléfono, consultando las páginas de la libretita y llamando a algún que otro amigo para pedirle los números de hombres y mujeres que vivían dentro y fuera de la ley. Con halagos, promesas de futuros favores y, a veces, con francas amenazas, convenció a varias personas para que, en sus medios respectivos, comentaran ampliamente el extraño caso del asesino condenado a una muerte lenta y horrible por el mordisco de su víctima. En general, no había esperanza, casi nunca existía una terapia eficaz, pero a veces, si el caso era tratado a tiempo con una técnica experimental que se estaba perfeccionando en el Laboratorio de Inmunología del Ospedale Civile y que se dispensaba en la sala de Urgencias, existía la posibilidad de detener la infección. De lo contrario, no había escapatoria de la muerte, lo que decía el titular se cumpliría indefectiblemente, y la víctima
se vengaría con su dentellada letal
.

Brunetti no tenía ni la menor idea de si su plan daría resultado, sólo sabía que aquello era Venecia, la ciudad de los rumores, en la que un populacho sin sentido crítico leía y creía, oía y creía.

Marcó el número de la centralita del hospital e iba a pedir por la oficina del director cuando cambió de idea y preguntó por el
dottor
Carraro, de Pronto Soccorso.

Finalmente, lo pusieron con él y Carraro prácticamente ladró su apellido por el micrófono; él era un hombre muy ocupado, peligraría la vida de sus pacientes si él tenía que ponerse al teléfono para contestar las preguntas estúpidas que fueran a hacerle.

—Ah,
dottore
—dijo Brunetti—, es un placer volver a hablar con usted.

—¿Con quién hablo? —La misma voz brusca y áspera.

—Con el comisario Brunetti —dijo él, y aguardó a que el nombre calara.

—Ah, sí. Buenas tardes, comisario —dijo el médico con un perceptible cambio de tono.

En vista de que el médico no parecía dispuesto a continuar, Brunetti dijo:

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