Antídoto (43 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

BOOK: Antídoto
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—Si tuviéramos tiempo para coordinarnos —dijo Caruso—, si al menos nos diera algunos días.

—No —Ruth estaba ansiosa, pero eso jugaba a su favor. Ellos también estaban alterados porque ella tenía uno de los botones entre el índice y el pulgar. Con cada gesto que hacía, se estremecían.

Shaug fue el primero en recuperar la compostura después de que el coronel la dejara levantarse. «Podemos traer a alguien que se ocupe de esas heridas», sugirió. Quería llevarla a la oficina acristalada, pero Ruth rechazó la propuesta. Necesitaba testigos, necesitaba que los mandamases tuvieran tan poco control sobre la información como fuera posible.

El técnico que se había unido a la refriega había vuelto a su trabajo, y la chica que había a su lado no dejaba de hablar por los cascos en ningún momento, dando coordenadas a los equipos aéreos de Nevada. La gente de la sala había vuelto a sus puestos y seguía trabajando, aunque permanecían atentos a Ruth. El monótono barullo de voces continuaba. Estaban hablando de ella, algunos habían escuchado lo que había dicho. Se lo dijeron al resto, y así sucesivamente hasta que la situación se conoció en todas las poblaciones de los Estados Unidos y Canadá a lo largo y ancho de la división continental. Desde ese lugar, Ruth había logrado contactar con el enemigo. —Esto es traición —dijo Caruso.

«Esto es el principio», pensó Ruth. «No la bomba ni la invasión. Hoy. Aquí empieza la paz».

El orgullo que sentía era indescriptible. Ardía en su interior, compitiendo con el miedo y la vergüenza por las muertes que aún se producirían por no haber hecho aquello antes. Su rabia le recordó la vez que había estado en Nevada, sedienta y plenamente consciente de la conexión que tenía con todo lo que la rodeaba. Todo lo que había hecho durante los treinta y seis años de su vida la habían llevado a este punto. Todos los giros y errores ya no eran tales. Cada descubrimiento se añadía a su núcleo de experiencias, por pequeño que fuera. Esa era la finalidad de su vida.

Deseó con todas sus fuerzas poder convencer a aquellos hombres, aunque les obligaría si hacía falta.

—Quiero que abra la línea de comunicaciones —dijo. —No ha pensado bien lo que está haciendo —dijo Shaug, intentando distraerla.

—Abra esa línea ahora mismo, ¿me oye? Si no hablo con mis amigos en los próximos veinte minutos, los nanos acabarán primero con nosotros. Eso jugaría a favor del enemigo. Por favor, póngame al teléfono.

El bunker de mando estaba a demasiada profundidad. Su teléfono era inútil, pero sabía que podían conectarla a las torres de comunicaciones del exterior a través de uno de los cientos de canales que había. Se lo tomaban con calma. Transmitieron su petición a un hombre sentado en la fila de atrás, alejando la acción de ella. Otro soldado fue para decirle que las torres estaban saturadas y que la atenderían tan pronto como consiguieran detener el tráfico de llamadas.

Seguramente estaban buscando la localización física de los números que les había dado. ¿Podían hacer algo así? Ruth tuvo que suponer que sí. Si no podían localizar los números de forma electrónica, organizarían expediciones de tropas y helicópteros. Darles más tiempo era un error.

Ruth se levantó.

—No me empujéis —dijo buscando a Estey y a Goodrich. Había pedido que los liberaran y estaban cerca.

Foshtomi se había ido. Estuvo maldiciendo a los tres hasta que Shaug cortó el aire con la mano y uno de los soldados se la llevó, roja de furia. «¡No sé por qué la estáis ayudando!», gritó. Goodrich en particular seguía sin estar muy seguro de la respuesta. Estey miraba al frente, casi en posición de firmes, mientras que su compañero miraba al suelo para no cruzar la mirada con los demás soldados que tenían delante.

Ruth no tenía duda de que los dos se arrepentían de lo que habían hecho, pero les estaba muy agradecida. La Historia les recordaría sus actos. Era el día 2 de julio, ya cercano al Cuatro, fiesta del nacimiento de su nación, y sus acciones eran una revolución en el sentido más estricto de la palabra. Si pudieran terminar la guerra supondría la liberación, no sólo de los chinos, sino de sus propias autoridades.

—Voy a llamar —dijo ella.

Caruso se levantó, como si fuera a bloquearle el paso.

—No solemos usar el sistema de redes telefónicas —dijo—, necesitamos unos minutos más.

—No —Ruth cogió un botón y Caruso retrocedió. Ella caminó entre las filas de hombres y mujeres allí presentes, esforzándose por ignorar sus caras. Estey que aquella gente se encontraba en un estado hostil y confuso, pero Ruth no podía dejar que aquello le afectara, y tenía mucha razón. La doctora se detuvo frente al especialista en comunicaciones a quien le había dado los números. Caruso y Shaug estaban justo detrás de ella, junto con Estey y varios de los soldados delas Fuerzas Aéreas.

—¡Goldman! —gritó Shaug.

Ella levantó la voz para no ser menos que el gobernador.

—Si rompo este sello, todo el que esté en esta sala estará respirando nanos en sólo unos segundos. Póngame al teléfono. Ya.

—Tú también morirías —dijo Shaug.

—Eso ya lo sabía cuando vine aquí —Ruth parpadeó de repente, deseando que él no viera sus lágrimas, pero su honestidad les alteró más que cualquier amenaza.

—Está bien —dijo Caruso—. De acuerdo, espere un momento.

Ruth los tenía entre la espada y la pared. Los pequeños cristales que había llevado al bunker sólo eran su arma principal ya que, llegado el momento de elegir, vio que no había elección. Tenía que honrar el esfuerzo y el sacrificio de gente como Hernández y los exploradores y todos los soldados sin nombre que habían muerto para rescatarla, incluso de los invasores, de Nikola Ulinov. Quería salvar a todos los supervivientes de la plaga y de la guerra.

Ruth había usado los grandes hallazgos que había hecho en la nueva vacuna y la mejora, pero en vez de mejorar el remedio, creó un nuevo y peligroso nano antinanos, un parásito capaz de interferir e inutilizar ambas versiones de la vacuna de forma permanente. El parásito no tenía otros efectos ni funciones, pero eso bastaba. Le negaría el mundo por debajo de los tres mil metros a todo aquel que alcanzara. Alguien con el parásito dentro no podría volver a albergar jamás la vacuna. Sería el fin de los ejércitos repartidos por el oeste de los Estados Unidos, dejándoles sin armas ni blindaje», y cobrándose muchas vidas en su huida hacia la barrera.

Provocaría una breve intensificación de la guerra. En Utah, la única opción de los rusos sería cargar contra las posiciones americanas al este de Salt Lake City. En Colorado, los chinos se enfrentarían al mismo problema. Sus reservas y cadenas de suministros por todo el sureste quedarían arruinadas. La ventaja pasaría a ser de los Estados Unidos, y aun así, ese primer día sería terrorífico. Las pérdidas en ambos bandos serían catastróficas.

Ruth se había jurado hacer eso a no ser que hubiera un alto el fuego y una rendición incondicional por ambas partes. Por desgracia, necesitaba algo de cooperación. El enemigo se tomaría en serio cualquier amenaza nanotecnológica, pero las meras palabras no le detendrían. Tenía que haber pruebas, así que diseñó un segundo modelo del parásito. Éste tenía un fuerte limitador, y sólo afectaría a una zona del tamaño de unas pocas manzanas, en vez de multiplicarse sin fin.

Era este segundo modelo el que había llevado al bunker. También había dejado cuatro cápsulas del mismo para que las encontraran en su laboratorio. Necesitarían jets equipados con misiles, a los que previamente se les habrían quitado los explosivos para que sólo llevaran los nanos. Mientras Norteamérica lanzaba su ultimátum, podrían estar atacando a la vez cuatro emplazamientos distintos del enemigo, ofreciendo un ejemplo incuestionable de la fuerza del parásito.

Eran demasiados detalles para darlos de inmediato. Ruth esperaba tener que empujarles a cada paso que dieran, manteniendo a Grand Lake como rehén durante varias horas o días. Esa era la razón de la primera versión incontrolada del parásito. Por la mañana, Cam y Deborah habían abandonado la cima con cápsulas llenas de billones de especímenes por laderas opuestas de la montaña. Lo liberarían a la orden de Ruth, si los encontraban y acorralaban, o si no contactaba con ellos.

—Llamad primero al ocho-cuatro-seis —dijo estudiando la complicada radio consola—. Dame los auriculares —no sabía si alguien habría pinchado la línea, pero no quería hablar por un micrófono abierto.

El especialista obedeció. Marcó el número y Ruth oyó un tono normal de teléfono. Sonó una vez, dos... Contestó un extraño.

—Burridge —dijo un hombre, y Ruth se quedó helada.

Se quitó los cascos con la mano mala.

—Te has equivocado de número —dijo, riñendo al técnico.

—No señora, es el que me ha dicho.

—Aquí Burridge —repitió el hombre mientras Ruth se apretaba el auricular contra la oreja, respirando hondo en un intento de controlar su pánico. «Dios mío», pensó. «Dios santo». Era un soldado o un agente de inteligencia. Ruth sabía que respondían a las llamadas con su apellido, así que respondió de la misma forma.

—Soy Goldman —dijo, tanteándole.

—Tenemos a su amiga en custodia, doctora Goldman, y también los nanos. Sabemos...

—Déjeme hablar con ella.

—Sabemos adonde ha ido el otro hombre, y...

—¡Déjeme hablar con ella! —gritó Ruth. El triunfo en la cara de Shaug la hizo enrojecer de rabia. Estuvo a punto de romper el cristal entre sus dedos. En vez de eso, miró a su alrededor y vio a Estey. Estaba boquiabierto por el miedo, había comprendido la situación.

Sin la amenaza exterior, Ruth no podía controlarlos. Incluso si infectaba a la gente de dentro del bunker, ellos ya estaban allí atrapados por su trabajo, podían mantenerse en cuarentena. Decirles que tendrían que quedarse allí constituía una amenaza menor. Ruth se hundió y Estey fue corriendo a cogerla del brazo. «Dios mío».

Al fin, Deborah Reece se puso al teléfono sin muestra alguna de su arrogancia habitual.

—Ruth, yo... —empezó—. Lo siento, no puedes hacer esto.

Deborah no estaba segura. Por eso que Ruth la había llamado primero. No estaba preocupada por Cam, pero la mirada de los ojos de Deborah aún le bailaba en la mente. Cuando les dio los frascos que había sustraído del laboratorio, Deborah cerró los dedos sobre las pequeñas cápsulas de plástico, como intentando esconderlas. «Esto no parece correcto», dijo Deborah, y Ruth cubrió la mano de su amiga con la suya. «Podemos detener la guerra», dijo Ruth, pero parecía que no había bastado con decir aquello.

Deborah se había entregado.

—Se acabó —dijo Shaug señalando los auriculares.

Ruth se alejó de él.

—No tienes a mi otro compañero —dijo. Estuvo a punto de usar su nombre. Quizá debiera hacerlo, Foshtomi se había dado cuenta enseguida de quién la estaba ayudando, y la situación podría mejorar gracias a eso si descubrían quién tenía el parásito: uno de los pocos hombres que habían escapado de Sacramento—. Hagan la llamada —dijo—, se están quedando sin tiempo.

—Le encontraremos —dijo Shaug.

—No me importa. Si abre la cápsula, se acabó. Los nanos nos alcanzarán primero. Perderán a todos los que ya han evacuado y a todas las unidades avanzadas que haya en las Rocosas.

Caruso hizo una mueca.

—Esto es una locura.

—Haga la llamada —dijo Ruth al técnico antes de girarse de nuevo hacia Shaug y Caruso—. ¿No lo entienden? Si lo hacen a mi manera, los chinos se retirarán. Ganaremos. Por favor... —se quedó mirando a sus caras—. Por favor.

Los auriculares sólo dieron un tono.

—¿Sí? —dijo Cam, tan preparado como siempre. Su voz le dio otro vuelco al corazón.

—¿Estás bien? —le preguntó demasiado fuerte.

—Claro, ¿qué ocurre?

Ruth encontró demasiado fácil imaginarle solo, sin nada más que su fusil y su mochila, corriendo por la ladera de Ja montaña. Después de todo aquel tiempo pertenecía a ese lugar, le gustara o no. Habría cruzado la barrera varias horas antes, perdiéndose entre los árboles y las piedras. Pero ya no llevaba gafas ni máscara, iba con la cara expuesta al viento... Y en la imaginación de Ruth, sus ojos oscuros se levantaban al sonido de los helicópteros...

—Necesito que lleves a cabo el plan —dijo Ruth pausadamente. Entonces se dio cuenta de cómo debía de haber sonado aquello—. No, quiero decir... Tú sigue avanzando, pero quiero que estés preparado.

—Sólo si... —empezó a decir Cam.

Pero otra voz interfirió. La gente de Grand Lake había estado escuchando la conversación, y Ruth sintió una descaiga de pánico al oír a otro hombre, que dijo:

—Najarro, aquí el comandante Kaswell. Abandone, soldado. ¿Me ha entendido? Abandone. Si usa esos nanos, matara a miles de los suyos.

Cam ni siquiera prestó atención al otro hombre.

—Sólo si crees que es lo mejor —dijo.

—Sí —respondió como quien hace una promesa.

Él era el hombre perfecto para cargar con la responsabilidad. Estaba acostumbrado a confiar sólo en sí mismo y a estar siempre solo. Puede que incluso estuviera resentido con ellos porque tenía muchas ganas de pertenecer a su grupo, pero siempre se había sentido desplazado.

—Cam —dijo sin pensar. Repitió su nombre—. Cam, muchas gracias —Sabía que tenían que abreviar su conversación para evitar que los de Grand Lake le localizaran, pero quería que su conexión fuera tan real como fuera posible—. No te preocupes por mí —le dijo.

—No pasará nada —entonces su tono cambió—. Más vale que la soltéis o liberaré los nanos de todas formas —dijo a todos los que escuchaban la línea. Entonces colgó. Había mucho más que decir pero no habían tenido la oportunidad de hacerlo.

Ruth estaba temblando, estuvo a punto de presionar el botón. Pero había aprendido a canalizar la fuerza de sus emociones, y las volvió hacia Shaug y Caruso. Dejó que el temblor le llenara la voz.

—Les doy una hora —dijo—, preparen los aviones. Será mejor que estén en el aire antes de que los chinos noten algo raro, o puede que decidan esterilizar este sitio con otra explosión nuclear.

Caruso respondió.

—¡Necesitamos más tiempo!

—He dicho una hora, estoy harta de discutir.

—Joder, esto es una locura.

—Venceremos —dijo Ruth—. Hagan esto y venceremos.

El parásito lo tenía todo, el avanzado sistema de localización de la vacuna y la velocidad de reproducción sin igual de la plaga. Puesto que no había incluido el dispositivo hipobárico, se extendería por el mundo en mucho menos tiempo de lo que había tardado la enfermedad, llenaría la atmósfera, se propagaría con el viento. Los nanos llegarían a Europa y Africa en apenas unos días, en vez de semanas, condenando a todo el mundo a vivir en los minúsculos fragmentos de tierra por encima de los tres mil metros. Con su otra guerra en el Himalaya, los chinos no podrían correr el riesgo aunque los rusos sí pudieran. Y sin sus aliados, los rusos también caerían.

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