Arrebatos Carnales (6 page)

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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

BOOK: Arrebatos Carnales
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El teniente coronel Alfred Van der Smissen cumplía al pie de la letra con las instrucciones dictadas por el rey Leopoldo. No se separaba de Su Alteza Imperial ni cuando la ayudaba a apearse del caballo en aquellos paseos esporádicos que hacían por el Valle de México y la apretaba de la cintura, ciñéndola firmemente a su cuerpo hasta depositarla despacio, muy despacio, en el piso, sintiendo el pulso de sus senos adheridos a su pecho poderoso. Él, Van der Smissen, sabía de las largas ausencias de Maximiliano en Cuernavaca y conocía el abandono de la emperatriz en la cama por parte de su marido. Él, Van der Smissen, su querido paisano belga, mandaba miradas traviesas a Carlota mientras ella viajaba a bordo de la carroza dorada de la pareja real. ¡Claro que le guiñaba un ojo para darle valor y evitar que sucumbiera ante el peso insoportable de la soledad! Él, Van der Smissen, de elevada estatura, corpulento, de veintiséis años de edad, tres años menor que la emperatriz, escaso pelo rubio, piel blanca —a ella no la atraían los indígenas enanos de tez oscura y abundante cabellera negra, no sufría los complejos colonialistas de su marido—, ojos azules intensos, nariz estilo Roma, la de un César, barba cerrada, la de las cinco de la tarde, espesa, la de un hombre, distinta a la rala, escasa, de su marido, un lampiño en toda la acepción de la palabra, quien carecía de músculos, de fortaleza física, de vigor varonil, en fin, el cuerpo de una niña que se hubiera dedicado a cazar mariposas en el campo cubriéndose del sol con una sombrilla de brocados belgas... Él, Alfred Van der Smissen, lucía mejor que nadie el uniforme de húsar, realmente lo llenaba con sus brazos fornidos y su formidable tórax sobre el que colgaban justificadas condecoraciones obtenidas en el campo del honor, muy distintas a las usadas por Maximiliano, todas ellas obtenidas por compromiso o por el peso de su apellido, un Habsburgo. Hoy lo confieso en mi calidad de conde Bombelles: si yo hubiera sido Carlota habría caído a los pies, bueno, a las rodillas de este hermosísimo ejemplar de macho quien, por razones obvias, nunca osó pasar siquiera sus ojos por mi humilde figura, pues entre otras razones, no debía de ignorar mis tiernas relaciones con Su Majestad, el emperador... Él, Alfred Van der Smissen, era la única persona de toda la corte que gozaba del derecho de picaporte a las habitaciones de la emperatriz, siempre y cuando Maximiliano estuviera en Cuernavaca... Él, Van der Smissen, resultó ser, con el paso del tiempo, el inseparable compañero de Carlota, el mismo con quien pasaba largas horas sentada en una barca mientras el soldado belga remaba en el lago de Chalco perdiéndose en las orillas para comer mi refrigerio y beber una botella de vino tinto francés. A veces pasaban la tarde en el lago de Chapultepec, sin embargo, preferían retirarse a sitios deshabitados, apartados de los eternos curiosos o, tal vez, de los espías morbosos...

Así, durante lentos paseos por el lago de Chalco, hundido en «un valle pintoresco y grandioso donde sobresalen dos grandes montañas que se elevan hasta las nubes, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, los Alpes mexicanos, coronados eternamente de nieve en donde todo es romántico, el aire es melancólico, el cielo es transparente y las tierras fértiles humedecidas por el deshielo de los volcanes expresan la abundancia de la madre naturaleza, un remanso de paz, la residencia de antiguos reyes y lugar donde se surca con canoas que los indígenas cargan con flores y frutas dirigidas a México, en fin, el espacio en donde el Creador le regala al artista y a las almas sensibles una de Sus obras más acabadas que hablan de Su generosa existencia, ahí, en Chalco, en esa región de lagos y canales, el valle y las montañas, el encuentro de multitud de canales navegables, aguas que regaban las tierras fértiles situadas en el valle y, como marco majestuoso, los cerros y las montañas...», sí, sí, decía Carlota durante dichos paseos; en una ocasión, cuando la barca se encontraba prácticamente inmóvil, la emperatriz estalló en un llanto compulsivo, mientras le narraba a su leal cancerbero la magnitud de su desgracia amorosa, así como las amenazas que se cernían sobre su futuro político. Lloraba desesperadamente en tanto repetía cubriéndose el rostro con ambas manos:

—Me equivoqué, Alfred, me equivoqué al casarme con Maximiliano, un cobarde, un sodomita, un irresponsable respecto de sus obligaciones políticas, y me volví a equivocar al venir a México a encabezar un imperio que pronto se derrumbará y del que sólo podremos salvar, si bien nos va, la vida, porque el honor y la dignidad se habrán perdido para siempre, al igual que los títulos reales de mi marido, a los que renunció antes de venir a este país absolutamente engañados por los malditos curas de todos los demonios...

El coronel dejó los remos a un lado pensando cómo consolar a la emperatriz. En un primer impulso pensó en tomar uno de sus tobillos, si acaso uno de sus zapatos forrados de satín café claro, con complejos bordados ejecutados por las monjas de Bélgica, verdaderas maestras de la aguja y el hilo. Se contuvo mientras Su Alteza Imperial descargó un terrible sentimiento del fondo de su corazón que nunca nadie había escuchado:

—No tengo relaciones con el emperador desde nuestra penosa luna de miel, por lo que estoy destinada a no ser madre, a no tener descendencia, a no vivir jamás la dicha de ser mujer y disfrutar la inolvidable vivencia de la maternidad. ¿Acaso crees que no deseo amamantar al fruto de mi vientre y alimentar con mi cuerpo, con mis esencias, con mi amor y mi vida misma una larga y feliz existencia? ¿Qué se sentirá cuando tu crío te muerde los pezones en busca de leche o da sus primeros pasos o le enseñas el mundo a través de los libros y puedes comprobar el resultado de haberlo forjado como un ser humano pleno orientado a dirigir imperios? ¿Voy a privarme de ese privilegio que la naturaleza obsequia a las de mi sexo, de la misma manera en que ya me he quedado sin marido, usted lo sabe, y muy pronto, me veré también sin imperio, en la nada, en la más absoluta nada...? Sin marido, sin imperio, sin hijo, sólo vergüenza y desastre, Alfred, sólo tragedia y dolor, amigo Alfred —concluyó Carlota buscando su breve bolso de seda en el que esperaba encontrar un pequeño pañuelo perfumado con sus iniciales grabadas.

Antes de que diera con el abanico y empezara a agitarlo para recuperarse de su doloroso trance, Van der Smissen se acercó lentamente de rodillas sobre la notable estrechez de la barca con el ánimo de consolarla sin caer ambos al agua. Nunca antes lo había intentado. Al sentir el contacto con el hombre que la abrazaba, Carlota creyó desvanecer. La protección que siempre había deseado, finalmente llegaba. Mientras más lloraba la emperatriz y desahogaba su desesperación, más intensamente la estrechaba el coronel Van der Smissen guardando como podía el equilibrio. Muy pronto su boca quedó a un lado del oído izquierdo de Su Alteza Imperial. La emoción del militar belga se exhibió desde que su respiración desacompasada fue escuchada por Carlota. Hacía tanto tiempo que Van der Smissen deseaba ese momento. Sabía que muy pronto se presentaría la coyuntura con la que había soñado años atrás. Ella se contrajo al percibir el aliento cálido y desquiciado de su guardián. Lo abrazó con firmeza como si lo comprendiera, como si ella a su vez también deseara consolarlo y compartir el momento, mientras que la inercia de las aguas acercaban la piragua a la orilla, en donde se encontraba un gran pirul, cuyas ramas caían indolentemente sobre la superficie del lago.

El militar saltó entonces a tierra y le extendió una mano a la emperatriz para que desembarcara con la máxima seguridad posible sin mojarse ni sus zapatos ni su vestido ni sus crinolinas, que costarían toda una fortuna. Ató entonces la barca a una de las ramas del árbol, bajó una canastilla con el almuerzo, sin faltar la botella de vino de Bordeaux, además de unas mantas para ver por la máxima comodidad de Carlota durante el almuerzo. Ella esperaba la conclusión de las maniobras y el segundo acto a cargo de Van der Smissen. Mientras el militar cumplía con sus labores, se daba tiempo también para meditar sobre la siguiente jugada. ¿Qué más tenía que oír de aquella mujer? La estrategia del estallido de llanto había funcionado a la perfección, pero resultaba imposible y falaz tratar de continuarla. ¿Conversar? No había espacio. ¿Disfrutar la comida después de invitarla a sentarse? Parecía una opción tibia y torpe en la que tal vez se desperdiciaría para siempre la oportunidad de abrazarla y tomarla. No, no: era obvio que si la emoción estaba presente había que aprovecharla antes de que se apagara el fuego. ¿El fuego estaba ahí? ¿Sí...? Pues a saltar encima de la hoguera hasta morir devorados por sus mil lenguas amarillas, cafés y azules...

Cuando hizo el último amarre se dirigió lentamente hacia la emperatriz y, sin pronunciar palabra alguna ni solicitar su venia, sin retirarle la mirada del rostro, dio unos breves pasos hasta donde ella se encontraba y sin más rodeó firmemente su breve cintura con el brazo derecho, en tanto que con la mano izquierda tomaba del chongo a la emperatriz para besarla, atraparla, someterla, cercarla, controlarla: no había escapatoria posible, aun cuando justo es decirlo, tal vez ninguno lo deseaba. Con breves pasos condujo a la emperatriz hacia el pirul, en donde la inmovilizó apretando su cuerpo contra el de ella, ahora su esclava, aprisionada por el árbol, su feliz cómplice en aquellas circunstancias. El recodo del lago, ubicado en un lugar lleno de sombras y apartado del escaso tránsito lacustre, parecía el lugar pensado previamente por Van der Smissen para seducir a la emperatriz. Entre besos eternos, extraviados en el infinito, de pronto se percataron de que sobraba el vestido, así como las crinolinas. Las prendas volaron a un lado de la canasta con los víveres. ¿Quién iba a pensar aún en las más exquisitas viandas en semejante coyuntura? ¡Al diablo con las viandas e incluso con el vino de Bordeaux! ¡Al diablo con el corpiño! Sí, pero sólo con el corpiño porque Van der Smissen descubrió en ese momento unos breves senos, discretos, con pezones sonrosados de princesa núbil, intocados, perfectos, proporcionados, que se apresuró a besar y a recorrer con su barba cerrada, mientras ella se retorcía como quien agoniza. Sin embargo, Carlota no se atrevía a devolver las caricias ni a desvestir a Van der Smissen, quien se arrodilló repentinamente al tiempo que desprendía del último vestigio de su pudor a Su Alteza Imperial, Su Majestad la emperatriz mexicana. Así, a la luz de aquella mañana de primavera de 1866, para ser más preciso el mes de abril, aquella joven aristócrata belga quedó expuesta al desnudo en el propio lago de Chalco, a la vista de los volcanes, de Quetzalcóatl, de Coatlicue, de Tezcatlipoca y 'su espejo negro, y de Huitzilopochtli. Una buena parte de los dioses precolombinos, los padres de esas tierras mesoamericanas.

Si las líneas del rostro de Carlota no eran particularmente atractivas, su cuerpo y sus ostentosos veintiséis años de edad despertaban cualquier tipo de tentación. ¿Cuándo se iba a imaginar Van der Smissen que iba a tener en esa posición a la emperatriz de México, desnuda, con los brazos caídos, cubriéndose como podía sus senos y su juvenil anatomía, dejando al descubierto un pubis escasamente cubierto por vello, como si se tratara de una mozuela que estuviera naciendo a la vida? ¿Él, un simple militar de bajo rango, haciendo el amor con una emperatriz, la esposa de un Habsburgo, de esos que se decían los amos del mundo? Ante la inmovilidad de ella, un producto de su timidez y recato, él se desprendió también del uniforme de húsar arrojándolo al suelo con todo y condecoraciones. Bien pronto aparecieron los pantalones y las botas a un lado, aventadas encima del vestido de la emperatriz como si la ropa anunciara la culminación del romance con un plebeyo. Desprovisto de toda prenda y sin recato alguno se acercó a Carlota, quien permanecía recargada dócilmente al pirul, la abrazó ferozmente, la devoró a besos, la palpó, la tocó palmo a palmo; ella se colgó del cuello de aquel corpulento soldado llamado a ser el verdadero hombre de su vida. Sus carnes firmes la incendiaban y no podía dejar de compararlas con el cuerpo de Maximiliano, que parecía el de una nena muy mal agraciada, lechosa e insípida.

De pronto él se apartó de Carlota para contemplarla de nueva cuenta totalmente desnuda. Necesitaba cierta perspectiva para admirarla a distancia. Era un privilegio. Sin retirarle la mirada caminó para atrás, de espaldas, como el cazador que no desea perder de vista ni un instante a su presa. Extendió las mantas, una tras otra, el lecho improvisado pronto pareció inmejorable. Mientras se dejaba caer, llamó a fa emperatriz con la mano, invitándola cortésmente a su lado para compartir un momento de eternidad. La musculatura del teniente coronel era imponente. El tiempo invertido en montar a caballo horas y más horas, días y más días, además del ejercicio cotidiano al que eran sometidos los militares revelaban el cuerpo de un atleta en toda la forma. ¿Grasa? Sólo en la cabeza y en el cuerpo de Maximiliano...

Carlota caminó lentamente hacia Van der Smissen, quien la esperaba con el codo derecho apoyado sobre el piso. Ella se arrodilló a su lado tratando de cubrir con algún dejo de pudor sus partes más delicadas, que sólo había conocido y escasamente palpado un hombre. Con el dedo índice de la mano izquierda el comandante, encargado de su custodia personal, recorrió los senos de la doncella haciendo un breve contacto a base de círculos concéntricos alrededor del aura hasta tocar fugazmente el pezón, en tanto Carlota echaba la cabeza para atrás con los ojos crispados, expresando un rictus confuso, mezcla de placer y dolor. Los puños apretados reflejaban el esfuerzo a que se sometía al pasar por alto los principios morales aprendidos desde sus más jóvenes años en la corte de Bélgica. Tenía que decidir sobre ella misma, brincar sobre sus propios pruritos, ignorar los llamados a la razón para no cometer adulterio y menos con un plebeyo. Ella pertenecía a la realeza de la más alta alcurnia, que no se le olvidara, por lo que resultaba una temeridad desconocer el sentimiento de peligro, apagar la voz de alarma que advertía el riesgo de un posible embarazo. Estaba obligada a cuidar su imagen para que nadie, absolutamente nadie advirtiera el desliz y, sobre todo, en una mujer tan racional como ella. Finalmente tendría que controlar el sentimiento de culpa que podría aniquilarla en los días o años subsecuentes... ¡Cuidado con los pasos irreversibles y las decisiones que sólo pueden durar una vida...!

Al mismo tiempo, Carlota no podía dejar de comparar la imponente musculatura del militar belga con el cuerpo escurrido, propio de un alfeñique, como el de Maximiliano, su marido. Van der Smissen, siempre audaz, al igual que en el campo de batalla a la hora de perseguir y masacrar liberales juaristas, tomó la mano de Carlota y suavemente la condujo hacia el centro de poder del universo, el origen de la primera fuerza, la fuente de la autoridad y de la vida. Ella accedió sin oponer la menor resistencia hasta percatarse de las intenciones de su súbdito. En ese momento retiró la mano con suave violencia para cubrirse el rostro sonrojado. Levantarse en dicha coyuntura le significaba sufrir una vergüenza que ya no podría resistir. Bastante esfuerzo estaba haciendo como para tener que desplazarse desnuda hasta donde se encontraba su ropa desordenada. Mejor, mucho mejor, perderse en un abrazo con Alfred en el que él ya no pudiera verla y luego cerrar definitivamente los ojos para abrirlos, si acaso cuando contemplara el cielo y sintiera sobre sí toda la virilidad del comandante de su guardia real.

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