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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (10 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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Alice, mirando a través de los visillos, dijo:

—Creo que acecha a alguien.

—Sí, a mí.

Siguieron vigilantes mientras él cruzaba la calzada, poniendo los pies con cuidado como un hurón a punto de lanzarse sobre su presa.

—¡La víbora! —exclamó Florence.

Llegó al césped de Florence y durante un momento se escondió detrás de un macizo de lilas.

—Va a doblar este lado de la casa —anunció Florence—. Creo que será mejor que lo vigilemos desde el comedor. —Entró corriendo a la estancia, Alice siguiéndola.

Inclinado, casi doblado, Randy avanzó desde las lilas hacia las turquesas. De pronto se incorporó, lanzó un sombrero imaginario al suelo y Florence le oyó decir de manera clara:

—¡Oh, maldición!

Al mismo tiempo vio a Anthony que sacudió la jaula en el porche posterior. Anthony había regresado a su casa para pasar la noche. Luego oyó a Randy en la parte trasera. Anthony chirrió. Randy juró y gritó:

—¡Eh, Florence!

Ella abrió la puerta de la cocina y contestó:

—¡Mire, Randolph Bragg, no voy a consentir más que esté husmeando en torno a la casa y mirándome mientras me visto! ¡Debería sentirse avergonzado!

Randy, con la boca abierta, estupefacto, miraba a los dos pájaros. Anthony, al exterior de la jaula; Cleo, aleteando dentro.

—¿Es ése pájaro suyo? —preguntó. Señaló a Anthony.

—Con certeza que es mi pájaro.

—¿Qué clase de pájaro es?

—Oh, un tórtolo africano, claro.

Randy sacudió la cabeza.

—Soy un burro. Creí que era un periquito de Carolina. Mire, el periquito de Carolina es, o era, nuestro pájaro nacional. No se ha encontrado ningún ejemplar desde 1925. Suponen que la especie se ha extingido. Si éste no es uno, reconoceré que es verdad.

—¿Por eso ha estado usted espiándome? Le vi esta mañana, con anteojos.

—No la espiaba a usted, Florence. Espiaba a ese falso periquito de Carolina. —Se fijó en Alice Cooksey de pie tras Florence, sonriendo. Alice era una de sus personas favoritas. Realmente debería contar a Alica lo que Mark había predicho. Debía también decírselo a Florence, pero esta última le miraba todavía trastornada y furiosa. Por fin dijo—: Ahora, Florence, cálmese. Tengo algo importante que decirles.

—¡Admirador de pájaros! —gritó Florence. Le estrelló en las narices la puerta de la cocina y entró corriendo en la casa.

Randy se metió las manos en los bolsillos y caminó hasta su hogar. El mundo estaba realmente loco. Hablaría a Florence y Alice por la mañana, después de que la primera se hubiese calmado.

En su cocina, Randy se preparó un bocadillo caníbal Lib consideraba su costumbre de comer de esa manera, sazonándolo todo con salsas picantes y mostaza y poniendo la carne entre dos rebanadas de pan, como algo bárbaro. El la había explicado que era la comida más sencilla que podía preparar un soltero perezoso para hacer otra cosa y que además le gustaba.

Bajó trotando las escaleras y examinó las compras alineadas en las estanterías y apiladas en las alacenas. Parte resultaba bastante exótico para una emergencia. Quizás debería preparar un equipo de golosinas. Si ocurría lo peor, estas golosinas, más o menos encubiertas, podrían ser sus raciones de hierro en un momento desesperado. Si no pasaba nada, igual se conservarían. Seleccionó un tarro de extracto de buey inglés, un paquete hermético de cubos de caldo, un bote de chocolatines suizos y una lata de azúcar en terrones, un queso italiano en conserva y unas cuantas otras pequeñeces. Las colocó en un cartón, envolvió este cartón en papel de estaño y se lo llevó al apartamento. La cómoda de teca del despacho era un lugar estupendo para esconderlo y olvidarse. Rebuscó por entre el cajón, apartando viejos documentos legales, fajos abstractos de cartas, un paquete de dinero confederado, álbums de fotografías de desnudos. El diario del teniente Peyton y media docena de libros infantiles..., todos recuerdos de familia que no se creyeron de valor suficiente para ocupar un lugar en la caja fuerte, pero demasiado buenos, por otra parte, para ser echados a la basura... y así hizo espacio en el fondo para las raciones de hierro.

A las siete en punto escuchó las noticias. No había nada extraordinario. Se dejó caer en el diván del despacho, cogió una revista y comenzó a leer un artículo titulado: «¡Próxima parada... Marte!». Al poco las letras le bailaron entre los ojos y se durmió.

IV

Cuando son las siete de la tarde del viernes en Fort Repose son las doce en punto de la mañana en el Mediterráneo Oriental, en donde el Grupo de Ataque 6, 7 giraba hacia el Norte y se encaminaba a los estrechos mares entre Chipre y Siria. La forma del grupo de ataque era un óvalo gigante, su periferia señalada por las estelas de los destructores y de las fragatas de proyectiles dirigidos y de los cruceros. El centro del. Grupo de Ataque, 6, 7 y la razón de su existencia era el «U. S. S. Saratoga», una base móvil nuclear. En el Centro de Información de Combate del «Saratoga» dos oficiales contemplaban el brillante destello de un gran repetidor de radar. Parpadeaba una y otra vez, como un ojito verde abriéndose y cerrándose. Interrogado por un impulso amistoso de radar, no habia replicado. Era hostil. Durante treinta y seis horas, desde después de haber pasado Malta, el «Saratoga» se había visto ensombrecido. Este pitido luminoso era la última descubierta.

—Es inútil enviar un avión de combate nocturno —dijo uno de los oficiales—. Ese chisme es demasiado rápido. Pero un F-11-F podría capturarle. Así que será mejor que le dejemos que se acerque más. Quizás lo hará lo bastante para que un proyectil dirigido disparado del «Canberra» le alcance. Si no, al amanecer, lanzaremos el F-11-F.

El otro oficial, un hombre mayor, capitán, frunció el ceño. No le gustaba arriesgar su navío en una zona de maniobras restringida bajo la observación del enemigo. Siempre pensaba que el Mediterráneo era una especie de saco, de todas maneras, y que se acercaban al fondo de dicho saco.

—Está bien —dijo—. Pero asegúrese de que le cazamos mediante el radar antes de que entremos en el golfo de Iskenderun.

P
ARTE
4
I

La batalla de Helen Bragg había pasado y ella la perdió. Los billetes estaban en su bolso. Su equipaje —Mark les había hecho recoger casi todas las ropas que poseían y pagó una suma considerable por el exceso de peso— estaba apilado en la carretilla que ya giraba por el cemento, pisoteando la fina nieve. Ella había perdido, y sin embargo quince minutos antes de la hora del despegue seguía protestando, no con la esperanza de que Mark cambiase de idea. Era simplemente que se sentía triste y culpable.

—Sigo sin creer que debo irme —dijo ella—. Me siento como una desertora.

Quedaron plantados juntos en el vestíbulo del terminal, una diminuta isla olvidada de los seres humanos que la rodeaban. Su mano enguantada se cogía al brazo de él, la mejilla de la mujer se apretaba contra el hombro del marido. El la oprimió la mano y dijo:

—No seas tonta. Cualquiera que tenga sentido común se alejará de una zona de blanco primario en un momento como éste. No eres la primera en marcharse ni tampoco serás la última.

—Eso no justifica las cosas. Mi lugar está aquí contigo.

El la hizo darse la vuelta para que le mirase, asi que su boca quedó a pocos centímetros de la de Mark.

—Eso es. Pero no puedes quedarte conmigo. Si se produce lo que tememos yo estaré en el Agujero, protegido por veinte metros de cemento y acero y de buena tierra apisonada. Ahí está mi lugar y en ése tú no puedes estar. Deberías quedarte en alguna parte de la superficie, expuesta. Si pudieses bajar al Agujero conmigo, entonces te quedarías, cariño.

Eso era algo que no había dicho antes, un hecho que ella no había considerado. De alguna manera la hizo sentirse algo mejor; sin embargo, siguió discutiendo, aunque desanimada.

—Continúo pensando que mi trabajo está aquí... Los dedos de él la silenciaron y cuando habló su voz era como una orden directa y llana.

—Tu tarea es sobrevivir porque si no lo haces los niños no sobrevivirán. Esa es tu misión. No hay otra. ¿Lo comprendes, Helen?

En el otro lado del triste terminal Ben Frahklin y Peyton recorrían el kiosco de periódicos, cada uno con un dólar para gastar en caramelos, chiclé y revistas. Sabían sólo que salían del colegio una semana antes y que iban a pasar las vacaciones de Navidad en Florida. Eso es todo lo que Helen les había dicho y en la ilusión de hacer las maletas y saludar a su padre, y luego hacer más maletas, no hubieron preguntas.

—Comprendo —contestó ella. Su cabeza cayó sobre el pecho de Mark—. Si este asunto estalla y se disipa vendrás directamente a casa, ¿verdad? —Seguro.

—¿Me lo prometes? —Ciertamente que te lo promete —Quizás podríamos regresar a casa antes de que empiece el colegio después de vacaciones.

—No cuentes con eso, cariño. Pero te llamaré cada día y en cuanto crea que la cosa está segura, te daré el aviso.

El altavoz anunció que el vuelo 714 para Chicago, con enlace a otros vuelos hacia el este y hacia el sur, estaba a punto de partir.

Los niños corren hasta ellos. Peyton llevaba un carcaj y un arco de flechas atravesado en su hombro; Ben Franklin un trompo, y una caña de pescar, esto último fue su regalo de Navidad de Bandy, en el año anterior.

Mark les acompañó hasta fuera, por la Puerta 3. Cogió a Peyton y la sostuvo alta un momento y la besó, desarreglándole su gorrita de punto roja.

—¡Mi pelo! —exclamó ella, riendo y su padre la dejó en el suelo.

Advirtió cómo otros pasajeros cruzaban la puerta. Se llevó aparte a Ben Franklin y le dijo:

—Pórtate bien, hijo.

Ben le miró, sus ojos pardos turbados. Cuando habló su voz resultó intencionalmente baja.

—Esto es una evacuación, ¿verdad, papá?

—Sí —era costumbre de Mark no decir nunca una mentira cuando respondía a una pregunta de sus hijos.

—Me di cuenta nada más volver a casa, del colegio. De ordinario, mamá se muestra emocionada y feliz por viajar. Hoy, no. No quería hacer las maletas; así que lo comprendí.

—Me sabe mal enviaros lejos, pero es necesario. —Mirar a Ben Franklin era como mirar una instantánea de sí mismo en un viejo álbum de fotos—. Tendrás que ser el hombre de la familia durante una temporada.

—No te preocupes por nosotros. Estaremos bien en Fort Repose. Tú me preocupas. —Los ojos del muchacho se arrasaban de lágrimas. Ben Franklin era un niño de la era atómica, con mucho conocimiento.

—Estaré bien en el Agujero.

—No si... De todas maneras, papá, no tienes porque preocuparte por nosotros —repitió.

Llegó el momento. Mark les acompañó hasta la puerta; el guante de Peyton en su mano izquierda; Ben Franklin en su derecha. Helen se volvió y él la besó una vez más y dijo:

—Adiós, cariño, te llamaré mañana por la tarde. Esta noche tengo servicio y probablemente dormiré toda la mañana, pero nada más me levante te telefonearé.

Ella logró decir:

—Hasta mañana.

Les contempló caminar hacia el avión, un pequeño desfile, que parecía salir de su vida.

II

A las nueve, Randy se despertó, consciente de media docena de problemas acumulados en su subconsciente. El problema del transporte que había descuidado por entero. Con certeza debería tener una reserva de gas y petróleo. La mitad de su lista de verduras faltaba por comprar. No había cumplido con las recetas de Dan Gunn. Tenía, sin embargo, que visitar a Bubba Offenhaus y recoger folletos de la Defensa Civil. Entró en el cuarto de baño, encendió las luces y se lavó el sueño de los ojos. ¡Luces! ¿Qué pasaría si las luces se apagaban? Varias cajas de bolas, dos antiguas lámparas de petróleo y tres linternas estaban en una de las alacenas del piso bajo, previsión contra la temporada de los huracanes.

Tenía otra linterna en su dormitorio y otra en el coche; añadió velas, petróleo y baterías y pilas a su lista. Todo, excepto la gasolina, que tendría que esperar hasta mañana, de todas las maneras. Con Helen para ayudarle a llenar las brechas, seria fácil preparar todo lo esencial el sábado.

Se cambió de ropa, estremeciéndose. Las noches se hacian más frescas. Abajo el termómetro marcaba 16 grados y subió el termostato. La casa de los Bragg no tenia bodega... resultaban raras en Florida central... pero tenía una sala de calderas y estaban eficientemente calentadas por petróleo. ¡Petróleo!

Dudaba que tuviese que preocuparse por petróleo. El tanque de combustible se llenó en noviembre y hasta ahora el invierno fue suave.

En el garaje Randy encontró dos latas de gasolina vacías de veinte litros cada una. Las puso en el portamaletas del coche y marchó a la ciudad.

La estación de Jerry Kling estaba todavía abierta, pero Jerry había apagado ya el cartel luminoso y estaba haciendo arqueo de caja eñ la registradora. Jerry llenó el depósito y las dos latas extra y cuando, pensándolo mejor, pidió veinte litros de petróleo y cinco más de bencina, le sirvió.

Volviendo a River Road, Randy disminuyó la marcha al llegar a casa de los McGovern. Todas las luces estaban encendidas. Entró por el sendero. Eran las diez y media. No era necesario que partiese hacia el puerto de Orlando hasta las dos de la madrugada.

III

Casi amanecía en el Mediterráneo Oriental cuando el «Saratoga», aumentando la velocidad en las estrechas aguas entre Chipre y el Líbano, catapultó a cuatro F-ll-F Tigers, los más rápidos aviones de combate de su dotación. Para entonces, el reactor de reconocimiento que había sombreado al Grupo de Ataque 6, 7 a través de las horas de oscuridad había desaparecido de las pantallas de radar. El estado mayor del almirante estaba convencido de que otro ocuparía su lugar, como la mañana anterior, pero este día el fisgón recibiría una sorpresa. La misión primaria del Grupo de Ataque 6,7 era apostarse en el golfo de Iskenderun y animar a los turcos, que estaban sufriendo una pesada propaganda política. La seguridad de la fuerza armada quedaría en peligro si su formación peligrosamente próxima, en esta zona confinada, resultaba observada.

Del todo, con frecuencia, en las corrientes de la historia, la humanidad se veía influenciada o cambiada por el carácter y las acciones de un hombre. En este caso el hombre no era un oficial de Washington, o el almirante al mando del Grupo de Ataque 6,7, ni siquiera el capitán del Comando Aéreo del «Saratoga». El hombre era el alferez James Cobb, de apodo Peewee, el más joven y pequeño piloto del Escuadrón de Combate 44.

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