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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (2 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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Muchos años atrás un hombre le dijo que se parecía un poco a Clara Bow. Desde entonces, Florence se peinaba al estilo de la actriz y no se preocupaba demasiado por su regordeta figura. El hombre, un idealista imaginativo, se fue a Inglaterra en 1940, alistado en Jos comandos, y le mataron. Ella retuvo sólo una memoria vaga e inexacta de sus caricias, pero no podía olvidar cómo la comparó a Clara Bow, una estrella del cine. Seguía viendo cierto parecido, aunque para eso era preciso que metiese el estómago y levantase la barbilla para borrar las fieras arrugas de su cuello... excepto que su pelo ya no era tan largo como el de Clara. La cabellera se le había puesto escasa y desvaída hasta tomar un color rosa sucio. Apresuradamente hizo con sus labios el clásico pucherito de Clara Bow y terminó de vestirse.

Cuando salió por la puerta principal, no sabía Florence si dar un escamón a Randy y no hacerle el menor caso. Allí estaba él en los escalones, los binoculares en su regazo. Agitó la mano, sonrió y gritó a través del jardín y de la calzada:

—Buenos días, señorita Florence —su pelo negro estaba alborotado, los dientes blancos, y parecía infantil, guapo e inofensivo.

—Buenos días, Randy —contestó Florence. A causa de la distancia, tuvo que gritar, así que su voz no era tan seria y frígida como había pretendido—. Está usted bonita y apetecible hoy —gritó él.

Ella caminó hasta la portezuela del coche, la cabeza inclinada como evitando un mal olor, su porte rígido llevaba en sí una reprimenda y ninguna respuesta. Realmente el chico tenía iresvcura, allí sentado con aquel pijama vil, tratando de decirle cosas dulces. Todo el camino hasta la ciudad estuvo pensando en Randy. ¿Quién podría haber sospechado jamás que el muchacho era un degenerado con impulsos de vigilar cómo las mujeres se vestían y se desnudaban? Deberían arrestarlo. Pero si se lo decía al Scheriff, o a cualquiera, se le reirían en la cara. Todos sabían que Randy salía con muchas chicas y no todas ellas vírgenes. Ella misma le había visto con Rita Hernández, aquella menorquina dulce de Pistolville, p la que se llevaba a su casa y, sin duda, a su dormitorio, puesto que las luces se encendían en el piso superior y se apagaban en el inferior. Y habían habido otras, recientemente una rubia alta que conducía su propio coche, un Imperial nuevo con matricula de Ohio, y que se metió en el sendero circular y se detuvo ante los escalones principales como si fuese la dueña del lugar y de Randy. Nadie creería que encontraba desahogo a su sexualidad, a larga distancia, a través de los ópticos y binoculares. Sin embargo, resultaba extraño que no se hubiese casado. Era raro que viviese solo en aquel mausoleo de madera. Incluso tenía su despacho allí, en vez de en un edificio profesional como los otros abogados; era un ermitaño y un cursi, y un amante de los negros, y un pervertido. Dios sabe lo que hacía con aquellas chicas, en su cuarto. Quizás se contentaba con hacerlas desnudarse y vestirse mientras las miraba. Ella había oído de tales desviaciones. Y no obstante...

No podía creer que hubiese algo básicamente equívoco con Randy. Había votado por él en las elecciones primarias y se le mantuvo fiel en las reuniones del círculo Frangipani cuando aquellos pájaros de jardín querían hacerlo pedazos. Después de todo, era un Bragg, y un vecino, y además...

Con toda evidencia necesitaba ayuda y consejo. La edad de Randy, sabía ella, era de treinta y dos años. Florence tenía cuarenta y siete. Entre gente que pasase de los treinta y de los cuarenta la distancia en edades no era una brecha insalvable. Quizás necesitaba, decidió, un poco de comprensión y ternura de una mujer ya mayor.

II

Randy contempló cómo el Chevrolet de diez años de antigüedad, de Florence, disminuía de tamaño y desaparecía por el túnel de robles que cubría River Road. Le gustaba Florence. Podía ser una vieja solterona murmuradora, pero probablemente una de las pocas personas de River Road que había votado a su favor. Ahora actuaba contó si él fuese un desconocido que trataba de cobrar sin credenciales una orden de pago en efectivo. Se preguntó por qué. Quizás desaprobaba a Lib McGovern, que había entrado y salido de la casa muchas veces en las últimas semanas. Lo que Florence necesitaba, dedujo, era la única cosa que probablemente no conseguiría, un hombre. Se levantó, desperezó y miró la bronceada puerta del garaje. Apuntaba resueltamente hacia el noreste. Al igual que la veleta. Repasó un barómetro grande y marinero y a su termómetro gemelo, instalados en la puerta principal. La presión había subido bastante las últimas doce horas. La temperatura era normal. El día sería claro y cálido y la marea comenzaría a producirse dentro de poco en el extremo del muelle. Silbó y canturreó «¡Graff! ¡Eh, Graff!». Las hojas murmuraron en el macizo de azaleas y una larga nariz salió, seguida por una interminable extensión de perro basset. Graff, su mantita roja reluciente y agitando la cola, subió los escalones, ágil como una foca.

—Vamos, amigo de patitas cortas —dijo Randy y entró, los binoculares colgándole del cuello, para tomarse una segunda taza de café, la taza que tendría un poco de whisky, para darle mejor sabor.

Excepto la biblioteca, cubierta de libros de jurisprudencia de su padre, y el salón de caza, raramente utilizaba Randy el primer piso. Había convertido una ala de la segunda planta en un apartamento conveniente en tamaño para un solterón y según su propio gusto. Su gusto significaba vivir con el menor esfuerzo posible. Su ala contenía un despacho, una sala de estar, una combinación de bar y cocina y dormitorio y cuarto de baño. La decoración era tosca, designada para su comodidad, no para que disfrutase el ojo de su invitado. Asi dormía en un descomunal lecho de caoba importado de Nueva Inglaterra Ror algún remoto antecesor, pero equipado con colchones de espuma de goma y sábanas de nylon. Cuando, en su aburrimiento, desperdiciaba una noche preparándose toda una cena, comía en una vajilla de Starfordshire que llevaba el sello de los Bragg y utilizaba cubiertos de plata de Paul Storr, a la luz de candelabros; pero utilizaba el mostrador de fórmica del bar que separaba la sala de estar de la eficiente cocina. Ahora se sentó sobre un tamburete alto, en el mostrador, llenó su taza de una cafetera voluminosa emitiendo vapores, se colocó dos terrones de azúcar y completó la bebida con irnos dos centímetros de whisky. Sorbió el conjunto, con ansiedad, que le recalentó de arriba a abajo.

Randy no se acordaba, exactamente, de cuándo empezó a tomar un trago o dos antes del desayuno. Dan Gunn, su mejor amigo y probablemente el mejor médico al norte de Miami, decía que era una práctica poco saludable y que estaba en los umbrales del alcoholismo. No es que Dan le hubiese regañado. Dan se limitó a aconsejarle que tuviese cuidado y que no lo transformarse todo en una costumbre. Randy sabía que no era alcohólico porque un alcohólico ansiaba licor. Jamás lo deseó. Sólo bebía por placer y la más agradable de todas las bebidas era la primera que se tomaba en una fría mañana de invierno. Además, cuando se la mezclaba con café formaba parte del desayuno y, por tanto, no era tan vicioso. Dedujo que empezó durante la guerra, cuando se vio obligado a cargar su estómago con cosas fritas, cosas asadas goteantes de grasa, con ostras a la brasa cocidas en la misma arena y bebiendo cerveza caliente y un crudo brebaje alcohólico. Después de tales noches, sólo el suave whisky podía aclararle la cabeza y prepararle para enfrentarse a otro día. El whisky le animó durante la guerra y ahora piadosamente le nublaba los recuerdos.

Pudo hab^r vencido a Porky Logan, ciertamente, pero hubo un pequeño error táctico. Randy pronunció su primer discurso en Pasco Creek, una ciudad vaquera del norte del país, cuando alguien gritó:

—Eh, Randy, ¿qué lugar ocupas en el Tribunal Supremo?

Se imaginó que esta pregunta se produciría, pero no tenía preparada la respuesta adecuada: el casi liberal y moderado sureño, el segregacionista modo de hablar que habría satisfecho a todo el mundo excepto a los exaltados, a los bocazas miembros del Klux y a los ratones de tribunal que hubiesen votado de todas maneras por Porky, y a los desperdicios de Georgia, Alabama, que se apiñaban con los menorquines buscando espacio vital allá en el barrio de Pistolville. La verdad era que Randolph Bragg se veía a sí mismo como roto por el problema, reconociendo sus peligros y complejidades. Tenia ciertas convicciones. Había luchado en Corea y Japón y conocía que la batalla por Asia se perdía en países y condados como el de Timucuan. Igualmente conocía que Pasco Creek no se preocupaba por Asia. Creía que la integración debería empezar en Florida, pero aún antes en las escuelas de párvulos y en los jardines de infancia y que ocuparía toda una generación. Todo esto era difícil de explicar, pero anunció su convicción ñnal, inelulible a causa de su herencia y su entrenamiento y los juramentos efectuados como votante y soldado. Dijo:

—Creo en la Constitución de los Estados Unidos...

Entre la multitud se oyeron,risitas y exclamaciones de desprecio y sus oyentes, excepto los periodistas de Tampa, Orlando, y del semanario del condado, se fueron. En los discursos posteriores, por lo demás, trató de explicar su posición, pero fue inútil. A su espalda se le llamaba estúpido y traidor a su Estado y a su raza. Randolph Rowee Bragg, cuyo abuelo fue senador de los Estados Unidos, cuyo bisabuelo fue elegido por el presidente Wilson como ministro plenipotenciario y enviado extraordinario en tiempo de guerra, cuyo padre fue elegido sin oposición, a media docena de empleos, Randolph estaba derrotado en la proporción de cinco a uno durante las elecciones democráticas primarias para ser nombrado a la legislatura del estado. Eso fue peor que una derrota. Fue humillación y Randy sabía que nunca podría solicitar un cargo público de nuevo. Volvió a llenar su taza, esta vez con más whisky que café, y Missouri, su doncella, apareció en el pasillo y llamó. El respondió:

—Entra, Mizzoo.

Missouri abrió la puerta, empujando un aspirador eléctrico, llevando un cubo lleno de latas, botellas y trapos. Missouri era la mujer de Tone Henry, vecina al mismo tiempo que mujer de limpieza. Era unos 15 centímetros más bajita que Tu Tone, que tenía casi la altura de Randy, pero Tu Tone decía que ella pesaba más que él lo menos cincuenta kilos. Si eso era cierto, el peso de Missouri tenía que ser descomunal. Pero esta mañana le pareció a Randy que había adelgazado un poco.

—¿Hace régimen, Mizzoo? —dijo.

—No, señor, no hago régimen. Estoy nerviosa.

¡Missouri siempre pareció sin nervios, sólida y plácida como un árbol profundamente enraizado!

—¿Tu Tone te está dando otra vez disgustos?

—No. Tu Tone se ha portado bien. Está ahora pescando en el muelle. A decir verdad, señor Randy, es la señora McGovern. Me sigue a todas partes con guantes blancos.

Missouri trabajaba dos horas cada mañana para Randy y el resto del día para la señora McGovern, que vivía a unos ochocientos metros más cerca de la ciudad. Los McGovern eran los Fluseor McGovern, la Central Tool y Pite McGovern, antiguamente de Cleveland y los padres de Liz McGovern, cuyo propio nombre era Elizabet.

—¿Qué quiere decir, Mizzoo? —preguntó, fascinado Randy.

—Después de quitar el polvo, ella me sigue con los guantes blancos para ver si limpié bien. Sé que hago las faenas a conciencia, señor Randy. —Seguro que sí, Mizzoo.

Missouri enchufó el aspirador, lo puso en marcha y lo volvió a parar. Tenía más que decir.

—Eso no es todo. Usted estuvo en esa casa, señor Randy. ¿Ha visto cuántos ceniceros?

—¿Qué hay de malo con los ceniceros?

—Que ella no permite que hayan cenizas en ellos. Ese pobre del señor McGovern tiene que fumar sus cigarros fuera. Luego estuvo lo de la cucaracha. Una gran cucaracha en un cajón de la cómoda de plata. La señora McGovern abrió aquel cajón y vio la cucaracha y gritó como si la hubiese picado un escorpión. Me hizo repasar el cajón de la cocina y del comedor y colocar papel nuevo. Fue esa cucaracha la que me envió al doctor Gunn, ayer. La señora McGovern no puede impedir que los gusanos y los lagartos verdes entren en su casa ni puede soportarlos fuera, por lo que no sale después de oscurecer por miedo a los reptiles. No creo que el señor McGovern esté con nosotros mucho tiempo, señor Randy, porque, ¿qué es Florida excepto gusanos, lagartos y reptiles? Creo que se marcharán en mayo, cuando empiece la época de los gusanos. Pero la señorita McGovern no querrá marcharse. Está emperrada en usted.

—¿Y qué es lo que te hace pensar en eso?

Missouri sonrió.

—Preguntas que ella hace. Como lo que usted toma para desayunar. —Missouri miró a la botella sobre el mostrador—. Y quién le cocina. Y si le visitan a usted otras chicas.

Randy cambió de conversación.

—Has dicho que fuistes a ver al doctor Gunn. ¿Qué te dijo?

—El doctor asegura que soy un caso complicado. Dijo que tengo la presión alta, porque estoy gruesa. Dice que es bueno que pierda peso, porque así me bajará la presión, pero el coger rabietas con los guantes blancos de la señora McGovern me perjudica la salud. Dice que sólo debo comer verduras. Que renuncie al cerdo, que coma pescado. Y me da comprimidos tranquilizantes para —tomar uno cada día antes de irme a trabajar para la señora McGovern.

—Hazlo, Mizzoo —dijo Randy y llevándose la taza subió al porche superior que daba al seto y al río. Pespués trepó por la estrecha escalera de mano tipo marina que conducía a la alta terraza, un rectángulo de cinco metros por dos y medio, firmes planchas y una barandilla alzándose en el inclinado tejado. Tenía la fama de ser éste el lugar más alto del condado de Timucuan. Desde él podía ver todas las haciendas de la orilla del río, muelles y lanchas y toda la ciudad de Fort Repose, a una distancia de cinco, kilómetros corriente abajo, abarcada por una curva del agua plateada en donde el Timucuan desembocaba al más amplio río San Yons.

Esta era su ciudad, o lo había sido. En 1838 durante las guerras seminólas, un teniente Randolph Rowzee Peyton, U.S.N., virginiano, fue enviado a esta confluencia fluvial con una fuerza y diez y ocho marines y dos pequeños cañones de latón. El teniente Peyton viajó, con una barcaza, al sur, desde Cows Fort, cuyo nombre fue cambiado más tarde por el de Jacsonville. Las órdenes del general Clinch eran atacar y yugular las comunicaciones indias en los ríos, protegiendo así el flanco de las tropas que bajaban i por la costa este de Snt. Agustine. El teniente Peyton construyó un blocao de troncos de palmera en el lugar, sus cañones cubriendo el canal. Al cabo de dos años, excepto durante una expedición de alivio, más allá, hacia Nueva Esmirna, no peleó, ni en batallas ni en escaramuzas. Pero cazó y pescó para alimentar a la guarnición y estudió botánica y el cultivo de los
cítricos
. El clima suave, descrito en un diario que se conservaba ahora en la arqueta de roblt del despacho de Bandy Bragg, inspiraron al teniente el nombre de su puesto avanzado, Fort Repose.

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