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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (28 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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—Ella tenía razón. Está peor. Juraría que ha recibido una dosis fresca de radiación desde que le vi por última vez.

Llegaron en el coche hasta Marines Park. El Park se había convertido en el centro comercial de Fort Repose.

—¿Quieres venir conmigo hasta la escuela? —Preguntó Dan.

—No, gracias —contestó Randy. Se alegró de no ser médico. Un doctor necesitaba un coraje especial que Randy sabía no poseer.

—Te recogeré aquí, dentro de una hora. Luego, veremos a Hernández y Logan y volveremos a casa.

—Está bien —Randy bajó del coche.

—No lo cambies por menos de dos libras. El whisky escocés es cosa tan escasa como el café.

—Haré el mejor trato que me sea posible —prometió Randy. Dan se alejó.

Randy se metió la botella bajo el brazo y caminó hacia el kiosco de la banda, una estructura de madera en forma octogonal, su plataforma se elevaba un metro por encima de lo que una vez fue un césped tan verde como un campo de golf, pero que ahora estaba sin arreglar, lleno de hierbajos y de hoyos. Una docena de hombres, las piernas colgando, estaban sentados en la plataforma y en los escalones. Otros marchaban por el alrededor, con la sonrisa alerta y sin humor de los comerciantes. Tres huesudos caballos estaban trabados y atados a la barandilla del kiosco. Como Randy, algunos de los hombres llevaban fundas con pistolas en el cinturón. Unas cuantas escopetas y un antiguo Whinchester aparecían apoyadas contra las planchas. Los hombres habían venido del campo; era todo un riesgo.

La tercera parte de los comerciantes de Marines Park, en este día, eran negros. La economía del desastre impuso una tregua a los perjuicios raciales.

Las leyes del hambre y de la supervivencia no podían eludirse y no establecían distinciones de ningún color en la piel. Una gallina criada por un negro tenía tan buen gusto como los pavipollos de Carleton Hawes, el acomodado reaccionario que era vicepresidente del Consejo de Ciudadanos Blancos del Condado, y había más carne en la gallina del negro, Randy vio a Hawes, con una brazada de pollos colgando de su cinturón, bebiendo agua de la cantimplora de un negro. Habían dos fuentes para beber en Marines Park. Una señalada: «SOLO BLANCOS», la otra: «SOLO GENTE DE COLOR». Puesto que ninguna funcionaba, los carteles no significaban nada. Hawes vio a Randy, se secó la,boca y llamó:

—Eh, Randy.

—Hola, Carleton.

—¿Qué piensas cambiar?

—Una botella de Whisky escocés. Los ojos de Hawes se clavaron en la bolsa de papel y se acercó a Randy, precavido como un perro de caza señalando la presencia de la presa. Randy se acordó de las noches sabatinas de St. Johns Club y de que el Whisky escocés era la bebida favorita de Hawes.

—¿Cuál es tu precio? —preguntó Hawes.

—Dos libras de café.

—Te daré estas dos aves. Las dos son gallinas jóvenes. ¿Ves lo gordas que están? Nunca habrás comido nada mejor.

Randy soltó la carcajada.

—Siendo tú, te diré lo que haré. Tengo huevos en casa. Añadiré un par de docenas de huevos. Te los traeré aquí, mañana. Palabra. Si no me crees, llévate los pájaros ahora, como prenda.

—El precio que pido —dijo Randy—, sigue siendo el precio de venta. Dos libras de café. Me es igual la marca.

Hawes suspiró.

—¿Y quién tiene ca£é? Hace lo menos tres meses de la última vez que bebí Whisky. Déjame por lo menos mirar la botella ¿quieres?

Randy le enseñó la etiqueta mientras avanzaba.

Los cuadros que soportaban al tejado se habían convertido en un sustituto del semanario del condado, especialmente de su sección de anuncios y también de los que antaño metia la radio. Randy leyó los avisos, algunos manuscritos, otros con letra de imprenta, unos pocos mecanografiados, clavados a la madera.

CAMBIARE ULTIMO MODELO DE CADILLAC, COUPE DE VILLE, RADIO, CALEFACCION, AIRE ACONDICIONADO, LA BATERIA BAJA PERO INTACTA, POR DOS BUENAS GOMAS DE BICICLETA DE VEINTIOCHO PULGADAS Y UNA BOMBA DE HINCHAR.

SE NECESITA DESESPERADAMENTE leche evaporada, tetilla de goma y seis imperdibles. Venga a ver nuestra casa y haga su propio trato.

LLEVESE UN PEQUEÑO JAMON ENLATADO, necesito una gran cafetera, enciclopedia británica, cartuchos del número siete calibre doce y pasta de dientes.

Randy cerró los ojos. Se imaginaba probar aquel jamón. Tenía una cafetera extra, la enciclopedia, los cartuchos y la pasta de dientes. Pero también tenía perspectivas de jamón fresco, pues podían mantener libres de merodeadores, lobos, o lo que fuese, a los jóvenes cerdos de Henry. De todas maneras, era un precio demasiado grande por un pequeño jamón.

SE NECESITAN tres anzuelos 2/0 a cambio de una caña de lujo, carrete, cebos surtidos.

Randy soltó una risita. La pesca deportiva ya no existia. Los pescadores ahora se dedican de lleno a la pesca para comer.

CAMBIARE Motor fuera bardo 50 HP., con juego completo de herramientas, abrigo de cachemira, por media libra de tabaco y un hacha.

Randy advirtió un aviso que era distinto:

SERVICIO RELIGIOSO DE PASCUA.

Un servicio mixto al amanecer del dia de Pascua se celebrará en Marines Park el sábado diecisiete de abril. Están invitados a asistir todos los ciudadanos de Fort Repose, sea cualquiera su credo religioso.

Firmado,

Rev. John Carlin, primera Iglesia Metodista.

Rev. M. F. Kenny, Iglesia de San Pablo.

Rev. Fred Born, Iglesia Bautista de Timucuan.

Rev. Noble.Watts, Iglesia Bautista del Reposo
El nombre del Rector de la Iglesia Episcopal de St. Thomas, de la que fueron siempre feligreses los Bragg, faltaba: doctor Lucius Somerville. Un hombre gentil de cabello blanco, compañero de infancia del juez Bragg, estaba en Jaksonville en la mañana de El Día y por tanto ya no regresaría jamás a su parroquia.

Randy no era muy aficionado a ir a la iglesia. Había contribuido a las necesidades del culto regularmente, pero no con su tiempo o con su persona. Ahora, al leer este aviso, sintió una inesperada emoción. Desde El Día, había vivido en el presente imperativo, sin atreverse a planear más allá de la siguiente comida o del próximo día. Este pedazo de papel adosado a la descascarillada pintura blanca bruscamente aumentaba su perspectiva, como si, tambaleándose cruzando un negro túnel, viese, o creyera ver, un fragmento de luz. Si el Hombre tenía fe en Dios, él también podría tener fe en el Hombre. Recordó palabras que durante cuatro meses no había oído, leído o murmurado, las palabras más hermosas del lenguaje... Fe y esperanza. Había echado de menos esos vocablos como echó de menos otras cosas. Si era posible, asistiría al servicio religioso. Sábado, diecisiete. Hoy era catorce, y, por tanto, miércoles.

Subió a la plataforma. Los hombres allí descansaban; algunos conocidos, otros forasteros, calculaban la forma y el bulto de lo que contenía la bolsa que llevaban, como un futbolista, bajo el brazo. Sucios, barbudos, el cabello alborotado, o tontamente cortado a rape, parecían tipos de una ciudad fantasma en una película del oeste, excepto que no estaban tan bien alimentados como los extras de Hollywood, y sus ropas, floreadas camisas deportivas, pantalones cortos de verano, gorras de diversas formas, resultaban incongruentes. John García, vestido de guía de pesca neoyorquino, hizo la regular pregunta inicial:

—¿Qué quieres cambiar, Randy?

—Tres cuartos de litro de escocés... de docé años... lo mejor.

García emitió un silbido.

—Debes estar bien duro. ¿Qué pides?

—Dos libras de café.

Varios hombres de la plataforma cambiaron de postura. Uno rezongó. Nadie habló. Randy se dio cuenta de que aquellos hombres no tenían café, para comerciar ni para vender. Por muy bien provistas que estuvieran sus cocinas o que lo hubiesen estado, o por mucho que hubiesen comprado o saqueado en El Día y en el período cáustico de inmediatamente después, cuatro meses fueron bastantes para agotarlo todo. La comunidad de Randy era muchísimo más afortunada con los huertos productivos, los peces mordiendo el cebo lealmente, los industriosos Henry y su corral y alguna rara caza pequeña... ardillas, conejos y en ocasiones, muy raras, algún venado.

John García quería cambiar dos ristras de pescado: en la una, un pez-gato de casi dos kilos y una pequeña lubina; en la otra, una perca y una trucha. La piel, parda y curtida por los elementos, de García se había cogido en su ligero esqueleto hasta que parecio tener sólo huesos mal /envueltos en un cuero seco. El sol calentaba cada yez más. Con su dedo del pie García empujó a los peces para meterlos en una zona de sombra.

—No querrías cambiarla por pescado, ¿verdad, Randy? —preguntó, sonriendo.

—Tenemos pescado —contestó Randy.

—Vosotros los de River Road os las arregláis bien, solos, ¿verdad? —dijo un forastero—. Si se tiene licor escocés, se tiene todo. Nosotros nada tenemos —el forastero quería cambiar una sierra, dos cinceles y una bolsa de clavos. Randy dedujo que era un carpintero ambulante instalado en Pistolville.

Randy le ignoró e hizo la segunda pregunta inevitable en Marines Park:

—¿Qué oís por ahí?

El viejo Hockstatler, que quería cambalachear bo— tecitos pequeños de aspirina y de tranquilizantes, salvados de su asaltada farmacia, dijo:

—He oído que los rusos piden que nos rindamos.

—No, no, se equivoca de medio a medio —intervino Eli Blaustéin—. La señora Vanbrucker-Brown exigió a los rusos que se rindieran. Ellos contestaron que no y que éramos nosotros quienes teníamos que rendirnos.

—¿Dónde lo oísteis? —preguntó Randy.

—A mi mujer se lo contó una chica cuyo marido tiene un receptor de batería que aún funciona —dijo Blaustein. Blaustein trataba de cambiar pantalones de trabajo y un par de sueters blancos y pedía queso o carne en conserva. Randy supo que cuando el sol ascendiese más alto, el precio que John García pedía por sus peces bajaría. Al mismo tiempo el hambre de Blaustein aumentaría, o se pondría a pensar en su familia carente de proteínas. Antes de que el pescado empezase a hacer olor, se acercarían las voluntades. John García tendría un par de pantalones nuevos de trabajo y Blaustein alimentos.

—Lo que me gustaría saber es quién lo dijo —pregunto el viejo Hockstatler—. ¿Y quién gana la guerra? Nadie lo dice. No entiendo en absoluto esta guerra. No es como la Guerra Mundial número uno o la número dos o como las otras guerras de las que tengo noticias. A veces pienso que deben estar ganando los rusos. De otro modo las cosas habrian vuelto a la normalidad. Luego pienso que no, que ganamos nosotros. Si no hubiésemos ganado, los rusos seguirían bombardeándonos, o nos invadirían. Pero desde El Día no he visto aviones por ninguna parte.

—Yo sí —dijo García—. Les vi mientras pescaba la otra noche. No, eso no es verdad. Oi uno, ahí, hace un par de noches.

—¿De qué bando? —preguntó Blaustein.

García se encogió de hombros.

—Que me aspen si lo sé.

Sabia Randy que esta discusión continuaría todo el día. La cuestión de quién ganaba la guerra, o si la guerra continuaba, quién iba venciendo, habría reemplazado al tiempo, como materia de especulación inagotable. Cada día se podían oír nuevos rumores, de ordinario sin base y siempre alterados. Uno se enteraba de que las naves de desembarco rusas estaban arrimadas en la playa de Daytona o de que platillos volantes marcianos estaban descargando tropas de refresco y relevo en Pensacola. Randy no creía nada excepto lo que él mismo veía u oía, o aquellos escasos granos de información sacados de las ondas por Sam Hazzard. Randy había estado apoyado en la barandilla del kiosco. Se incorporó, se desperezó y dijo:

—Creo que daré una vuelta por los alrededores y buscaré a alguien que tenga café.

—¿Vas a venir al servicio de Pascuas, Randy? —preguntó John García.

—Eso espero. Confío en venir y traer a la familia. —Mientras bajaba del kiosco volvió a mirar a las dos inútiles fuentes para beber. Había algo importante en ellas que no podía recordar. Eso le irritaba, como cuando el nombre de un viejo amigo se desvanece caprichosamente de la memoria. Las fuentes para beber le produjeron comezón en su cerebro.

Vio a Jim Hickey, el apicultor, con un cesto bajo sus largas y estiradas piernas, descansando en un banco. Antes de El Día, Jim alquilaba sus colmenas a los propietarios de huertos que querían fecundar árboles jóvenes. Antes de El Día, el negocio de Jim era una fuente secundaria de ingresos; «Densa» la llamaba. Ahora, la miel era oro líquido y la cera con la que podían hacerse velas otra mercancía valiosa para el cambalache. Jim Hickey, que era de la edad de Mark, había aprendido apicultura en el Colegio de Agricultura de Gainesville. Nunca le haría rico, le previnieron, y hasta El Día fue verdad. Ahora se le consideraba un hombre afortunado, rico en comodidades altamente deseables producidas infinitamente por decenas de millares de felices y voluntarios esclavos.

—¿Qué quieres cambiar? —saludó a Randy.

—Una botella de escocés. ¿Tienes café?

—No. Yo también trato de buscar café. No encuentro por ninguna parte. Todo lo que tengo es miel —levantó la tapa del cesto—, un jarabe estupendo, ¿verdad?

Era magnífico. Randy pensó en Ben Franklin y en Peyton, cuya necesidad y deseo de dulces no podía totalmente ser saciada por el azúcar que contenían las naranjas. Pasarían semanas antes de que la caña de Tuo Tone madurase. Randy se preguntó si estaba siendo egoísta al buscar café. Era verdad que compartiría el café con los demás adultos de River Road, pero los niños no lo bebían. No habían calorías o vitaminas en el café y resultaba inútil para ellos. Se obligó a sí mismo a ser juicioso. Cuando se examinan los hechos razonablemente y se pregunta qué propor— donaría más bien para el mayor número, sólo podía haber una respuesta. El café proporcionaría sólo una gratificación temporal y personal. Dijo:

—Jim, quizás me podrías convencer a que lo cambiase por miel.

—Lo siento, Randy. Somos adventistas. Ni bebemos whisky ni comerciamos con él.

Esa contingencia Randy no se la había imaginado jamás. Medio en voz alta exclamó:

—Bueno, lo intenté.

—Supongo que querías la miel para los hijos de Mark —dijo Hickey.

—Sí. Es verdad.

Hickey metió la mano en el cesto y sacó dos panales cuadrados y bien envueltos de miel.

—No me gustaría que los niños de Mark pasasen sin esto —dijo—. Toma. Te daría más, pero tengo pocas existencias. Hay algo equívoco con mis abejas esta primavera. La mitad está loca; llena los panales de larvas muertas. Al principio pensé que era lo que nosotros llamamos una epidemia o un fracaso de la reina. He estado en la biblioteca leyendo y ahora me pregunto si no podría ser la radiación. Hemos debido tener lluvia radioactiva después de El Día... Todo el estado está contaminado y así se considera como zona... y quizás afectó a algunas de mis reinas y zánganos. No sé qué hacer. Eso es algo que no nos enseñaron en la universidad.

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