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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (6 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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—No te entiendo.

—LeMay dice que el único modo de que un general puede ganar una guerra moderna es no peleándola. Toda nuestra razón de ser era una fuerza impresionante. Cuando uno ya no les impresiona, uno pierde. Creo que perdimos hace tiempo, porque los últimos cinco Sputniks han sido satélites de reconocimiento. Han estado sacándonos mapas, infrarrojos y televisiones de transistores, midiéndonos para el puñetazo dominical.

Randy se sintió encolerizado. Se creía defraudado.

—¿Por qué nadie... casi nadie sabe todo esto?

Mark se encogió de hombros.

—Ya sabes cómo son las cosas... todo lo que viene es estampillado como secreto o alto secreto o secreto cósmico o algo por el estilo y la única persona que se atreve a desclasificar alguna cosa son los peces gordos de lo alto y la gente de su clase mantiene conferencias y alguna dice: «Vamos, no nos apresuremos, no alarmemos al público». Así todo permanece secreto o cósmico. En persona creo que cada cual debía estar cavando o evacuando en este mismo instante. Quizás si el otro lado supiese que estamos creando refugios, si sabían que sabíamos, no intentarían seguir adelante.

—¿De veras crees que eso está muy cerca? —preguntó Randy—. ¿Por qué?

—Por dos razones. Primero, cuando salí de Puerto Rico esta mañana la marina trataba de rastrear tres submarinos no identificados... en el Caribe y otro en el Golfo.

—Cuatro submarinos no parecían fuerza bastante para causar gran daño —dijo Randy.

—Cuatro submarinos son muchos submarinos cuando no debe de haber ninguno —contestó Mark—. Es como sacudir un pajar y encontrarse cuatro agujas a tus pies. Las oportunidades son que el pajar esté lleno de agujas —se frotó los ojos con la mano, como si le doliese el resplandor y cuando volvió a hablar su voz era tensa—. ¡Tienen tantísimos! ¡CIA piensa que seiscientos! La marina se imagina que quizás sean setecientos cincuenta. Y unos dicen ya rampas de lanzamientos. Sólo dejan escapar al pájaro o le expulsan mientras son sumergidos. El propio océano es una mera rampá de lanzamiento.

—¿Y hay otro motivo? —inquirió Randy.

—Porque voy a volver a Offutt. Llegamos ayer en una misión muy importante... imaginaba una manera de dispersar el ala de Ramey. No hay bastantes campos en Puerto Rico y de todas maneras la isla es accidentada y no muy grande. Habíamos acabado de comenzar nuestro estudio general cuando recibimos un «zippo»..., es decir, un mensaje de gran prioridad... ordenando que volviésemos a casa. Y dos tercios llegaban a Ramey esparcidos con equipos de bolo para otro lugar. Entonces me decidí. Tenía tiempo tan sólo para conseguirme las reservas para Helen y enviarle los cables.

Mark habló más del general ruso, con quien había hablado largo y tendido y con el que aparentemente simpatizaba.

—No es un traidor, ni a su país ni a la civilización. Vino desesperado, confiando en que de algún modo pudiésemos detener a esos bastardos locos de ambición de la cumbre. No le gusta pensar que su Plan de Guerra resulte, como tampoco me gusta a mí. Demasiado riesgo para un error humano o mecánico. —Mark solía usar frases como «Máxima capacidad» y «Riesgo calculado», y «Aceptación de cualquier baja excepto de la gente importante», y «Descentralización de la industria y control, anunciando todo como una medida económica, pero cosa militar en realidad».

Randy escuchaba, fascinado, hasta que vio a los tres sedanes azules doblar la esquina cerca del cuartel general del Ala.

—Aquí viene tu grupo —dijo—. ¿Algo más que debiera saber?

Mark se sacudió de la pechera de la camisa los restos de galletitas y chocolate.

—Sí. También hay algo que tengo que darte —buscó una hoja pequeña de papel verde en su cartera y se lo entregó a Randy—. Míralo tú mismo.

Randy despegó el cheque. Era por cinco mil dólares.

—¿Qué debo hacer con esto? —preguntó.

—Cóbralo... si puedes, hoy. ¡No lo ingreses, cóbralo! Es una reserva para Helen, Ben Franklyn y Peyton. Pero guárdalo. No sé qué decirte que compres. Tú pensarás en lo que necesitaréis mientras os vayáis.

—Esta mañana empecé una lista.

Mark parecía complacido.

—Estupendo. Demuestra que eres previsor. Yo no sabía si el dinero ayudaría a Helen o no, pero con efectivo en mano, en Fort Repose, será mejor que una cuenta en un banco de Omaha.

Randy siguió mirando el cheque, incómodo.

—¿Pero y si nada ocurre? Suponte...

—Gasta parte del dinero en una caja de buen licor —le interrumpió Mark—. Luego si no pasó nada tendremos juntos una maravillosa aunque cara velada y podrás reírte de mí. No me importará.

Randy se metió el cheque en el bolsillo.

—¿Puedo avisar a alguien más? Hay unas cuantas personas...

—¿Tienes novia?

—No sé si es novia o no. Trato de descubrirlo. No la conoces. Son gente nueva de Cleveland. Su familia ha edificado en River Road.

Mark dudaba.

—No veo ninguna objeción. Es algo que la defensa civil debería haber hecho hace semanas... hace meses. Lo dejaré a tu propio criterio. Ser discreto.

Randy advirtió que las alas del reactor de transporte estaban libres de mangueras. Vio a los tres sedanes azules detenerse ante Operaciones. Vio al teniente general Heycock salir del primer coche. Notó la mano de Mark en su hombro y buscó las palabras que él sabía que tenían que venirle.

Mark habló muy tranquilo.

—¿Te cuidarás de Helen?

—Cierto.

—No te diré que seas un buen padre para los niños. Te quieren y creen que eres bueno y que no podía haber mejor padre para ellos. Pero te diré esto, sé bueno con Helen. Ella es... —Mark encontraba dificultades en hablar.

Randy trató de ayudarle.

—Ella es una chica guapa y maravillosa y no tienes porqué preocuparte. De todas las maneras, no hables con tanta finalidad. Aún no estás muerto.

—Ella es... más —dijo Mark—. Es mi brazo derecho. Llevamos casados catorce años y casi la mitad de ese tiempo he estado en el aire y fuera del país y nunca me preocupé jamás de Helen. Ella tampoco tuvo que preocuparse por mí. En catorce años nunca dormí con otra mujer. Ni siquiera deseo a ninguna, realmente, no; ni aun cuando estaba de servicio en Tokio, Manila, o Hongkong, y ella quedaba a medio muiído de distancia. Helen ha sido cuanta mujer necesité. Era así: Cuando yo fui capitán y nos trasladábamos de apartamento alquilado a apartamento alquilado cada año, recibí una oferta impresionante de Helen. Ella sabía lo que yo quería. No tenia que decírselo. Me dijo: «Quiero que permanezcas en C.E.A. Me parece que es lo mejor. Creo que podrías llegar a ser general y que lo serás». Hay un viejo refrán que afirma que cada uno puede convertirse en coronel, pero se necesita una esposa para ascender a general. Creo que no hubo bastante tiempo, pero de haberlo habido, ella habría salido con la suya.

Randy vio como el teniente general Heycock salía del edificio de Operaciones dirigiéndose al avión.

—Llegó la hora, Mark —dijo.

Salieron del coche y caminaron rápidamente hacia la puerta y Mark pasó un brazo en torno a los hombros de Randy.

—Lo que quiero decir es que ella tiene tremenda energía y valor. Si se lo permites, te dará la misma clase de lealtad que me dio a mí. Permítaselo, Randy. Ella es mi mujer y ese es su destino, para eso fue hecha.

—No te preocupes —dijo Randy. No entendía del todo y tampoco sabía qué decir.

El ayudante de Heycock vino por el extremo de la rampa.

—Todo el mundo está dentro, coronel —dijo—. El general le buscaba durante el almuerzo. El general se preguntaba qué le habría pasado. Estaba muy ansioso...

—Veré al general en cuanto estemos en el aire —le atajó vivamente Mark.

El ayudante se retiró dos pasos rampa arriba, allí aguardó tozudo.

Se estrecharon las manos y Mark dijo:

—Será mejor que trates de dormir un poco esta tarde.

—Lo haré. Cuando vuelva a casa llamaré a Helen y le diré que estás en camino.

—No. De nada serviría. El avión despega a las cinco cincuenta. Para esa hora tú habrás vuelto a Fort Repose, nosotros estaremos al oeste de Mississipi —se miró las desnudas rodillas—. Parece que tendré que ponerme el uniforme real en el avión. Tendría un aspecto muy gracioso en Omaha.

—Hasta la vista, Mark.

Sin alzar la cabeza. Mark contestó:

—Adiós, Randy —dio media vuelta y trepó por la rampa.

Randy se alejó del transporte, entró en el coche y condujo despacio a través de la base. En la puerta principal entregó su pase de visitante. Se metió en un camino solitario al,exterior de la base, cerca del pueblo de Pinecastle y detuvo el coche en un lugar abrigado por pequeñas palmeras. Cuando estuvo seguro de que nadie le miraba y que ningún otro vehículo se acercaba por ambas direcciones, apoyó la cabeza en el volante. Reprimió un sollozo y cerró los ojos para impedir el paso de las lágrimas.

Oyó cómo el viento agitaba las palmas y el canturreo de los pájaros entre el follaje. Se dio cuenta de que el reloj del salpicadero, enturbiado, le miraba. El reloj decía que sólo tenia tiempo para llegar al banco antes de que cerrase si aceleraba bastante y tenía suerte de cruzar el tráfico de Orlando. Puso en marcha el motor, salió en marcha atrás del camino y entró en la carretera y dejó que el coche corriese. Se daba cuenta de que no tenía tiempo que perder en lágrimas y que no volvería a tenerlo jamás.

P
ARTE
3
I

Edgar Quisenberry, presidente del banco, jamás perdía de vista su posición y responsabilidades como único representante de la comunidad financiera nacional en Fort Repose. Una estructura monolítica de piedra indiana construida por su padre en 1920, el banco se alzaba como una fortaleza gris a la esquina de Yulee y St. Johns. First National había aguantado el colapso de 1926 de la infracción de la tierra, no se conmovió por la caída del mercado del veintinueve y la depresión que siguió. «La única persona que tuvo éxito en cerrar el First National», solía fanfarronear a menudo Edgar, «fue Franklin D. Roosevelt, en el treinta y tres, y tuvo que cerrar todos los demás bancos del país para lograrlo. No volverá a ocurrir, porque jamás volveremos a tener otro hijo de perra como él».

Edgar, a los cuarenta y cinco años, había crecido hasta tomar un aspecto parecido al de su banco, achaparrado, sólido e impresionante. Era el único hombre en Fórt Repose que siempre llevaba chaleco y que nunca vestía ropas deportivas, ni siquiera en las partidas de golf. Cada año, cuando asistía a la convención de la Sucursal de la Reserva Federal, en Atlanta, se hacía dos nuevos trajes: uno azul, cruzado; otro grts, con finas listas; ambos diseñados para minimizar, o cuando menos dignificar, lo que él llamaba «mi corporación».

El First National empleaba dos vicepresidentes, un cajero, y un ayudante de cajero y cuatro contables, pero era banco de un solo hombre. Uno podía ingresar en cualquier ventanilla, pero antes de sacar como préstamo, o hacer efectivo un cheque de fuera de la ciudad, era preciso ver a Edgar. Todos los préstamos de Edgar estaban basados en el carácter, y el carácter se basaba solamente en el balance efectivo, en el valor de las posesiones no hipotecadas, en la propiedad de bonos y acciones y en valores del Estado sólidos. Puesto que Edgar era la única persona en la ciudad que podía, y lo hacía, mantener un índice mental de todas estas variables, se consideraba a sí mismo el único juez seguro del carácter. Se decía que se podía calibrar la cosecha de un propietario por el modo en que Edgar le saludaba en Yulee Street. Si Edgar le estrechaba la mano y charlaba, entonces el individuo acababa de recibir un gran precio por su fruto. Si Edgar hablaba, giraba la cabeza y agitaba la mano, el hombre era razonablemente próspero. Si Edgar asentía pero no hablaba, el pobre diablo estaba casi en la ruina. Si Edgar no le veía, es que su cosecha había quedado destruida por una helada.

Cuando Randolph Bragg entró en el banco cuatro minutos antes de las tres, Edgar pretendió no verle. Su antipatía por Randy estaba más profundamente enraizada que si el joven estuviese en la bancarrota. Inclinado sobre un escritorio como si examinase un documento legal, Edgard vio cómo Randy garrapateaba su nombra Al dorso del cheque, sonreía a la señora Estes, la contable decana, y pasaba el cheque por la ventanilla. Los modales de Randy, su atuendo, su actitud todo parecían conjuntar. Randy no tenía respeto para las instituciones, las personas, ni siquiera el dinero. Entraría de esta manera, en el último minuto, y exigiría el servicio tan deferente como si el banco fuese un bar. Era perezoso, insolente, con ideas políticas peligrosas, y jamás hacia el menor esfuerzo por invertir o ahorrar. Dos veces en los pasados años dejó seca su cuenta. La gente llamaba a los Braggs «vieja familia». Bueno, también eran los menorquines vieja familia... más viejos, descendientes de isleños de un Mediterráneo que se habían instalado en la costa siglos atrás. Los menorquines eran inquietos y malos y los Bragg no mejores. Edgar sentía antipatía por Randy por todas estas cosas y por otro motivo secreto.

Edgar vio a la señora Estes abrir el cajón del dinero, dudar y hablar a Randy. Vio cómo Randy se encogía de hombros. La señora Estes salió de la cabina y Edgar supo que iba a preguntarle si daba el visto bueno al cheque. Cuando ella llegó a su lado la ignoró a propósito durante un momento, para hacer que Randy se diese cuenta de que el banco le consideraba de poca importancia. La señora Estes le dijo: —¿Quiere usted dar el visto bueno, por favor, señor Quisenberry?

Edgar sostuvo el cheque con ambas manos y a cierta distancia, examinándolo concienzudamante a través de la parte baja de sus lentes bifocales, como si se oliese a falsiñcación. Cinco mil, firmado por Mark Bragg. Si Randy irritaba a Edgar, Mark le ponía furioso. Mark Bragg invariablemente y de manera abierta le llamaba por su apodo escolar, «Ojo de pescado». Se alegró de que Mark estuviese en la Fuerza Aérea y raras veces en la ciudad.

—Diga a ese joven que venga —dijo a la señora Estes. Quizás ahora tendría oportunidad de pagar al juez Bragg la humillación de una partida de póker.

Cinco años antes, Edgar fue invitado a sentarse en la partida de cada sábado del St. Johns Country Club en San Marco, sede del condado y mayor ciudad de Timucuan. Sentóse enfrente del juez Bragg, un hombre delgado, erguido, anciano. Excepto por una pequeña cuenta de gastos, el juez operaba y negociaba en Orlando y Tallahassee, asi que Edgar apenas le conocía.

BOOK: Ay, Babilonia
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