Bajo la hiedra (46 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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La estancia situada en lo alto del campanario era fría y estaba a la intemperie, pero el lugar encajaba con el humor de Gair. Aquella noche había tardado un buen rato en dormirse, y cuando finalmente lo logró, tuvo sueños oscuros y perturbadores, tanto que acabaron despertándolo mucho antes del alba. Abandonó la práctica con la espada al cabo de una hora; incluso la charla del refectorio estuvo a punto de sacarlo de sus casillas. Cuando un adepto anunció en público que ese día se habían cancelado las clases, se sintió irritado ante la falta de algo que lo distrajera y absurdamente aliviado al no tener que lidiar con el canto estando de un humor de perros.

A cubierto de la pared, Gair se envolvió con la capa. Gránulos de hielo empujados por el viento le herían la piel desnuda como la picadura del tábano. De niño había salido con el poni en días así, cuando no podía estarse quieto. A veces se hacía acompañar por uno de los perros, y ambos vagabundeaban por las borrascosas cumbres de Valle Largo hasta que a fuerza de andar se libraba de la angustia. En la casa materna disfrutó de la grada superior del campo dispuesto para la liza, y también de la herbosa cumbre de la Cima del Templo los días libres. Siempre que sentía esa inquietud en el alma buscaba las alturas, lugares abiertos al viento y al cielo, como si verse envuelto por ambos bastara para procurarle un espacio en su interior.

Con aire ausente buscó los colores de Aysha, repasando las relucientes pautas del resto de los residentes de la casa capitular. Un globo denso de intenso color azul envolvía el despacho de Alderan, sólido como el hierro. La estancia, cuyo interior albergaba el claustro de profesores, seguía cerrada, guardada por un encantamiento de protección que era consciente de que ni siquiera podía soñar con desentrañar.

Cualquiera que fuese el mensaje que había traído consigo el barco elfo, por fuerza tenían que ser malas noticias. Había requerido la velocidad de esa nave, y había bastado para reunir a todo el consejo después de la cena, en una sesión que, al menos que él supiera, se había prolongado hasta altas horas de la noche. La guerra, quizá. Puede que los esfuerzos de lord Kierim de mantener la paz en Gimrael hubiesen fracasado del todo, tal como había predicho Alderan, y el Imperio se estuviera preparando para afrontar una revuelta. Tal vez la Iglesia declarase otra crisis de fe y enviara a los caballeros a la batalla.

Si las cosas hubieran sucedido de forma distinta, habría cabalgado con ellos, habría entregado su sudor y su sangre y, si fuera necesario, habría muerto por el blanco y el oro. Claro que si las cosas hubieran sucedido de otra manera no estaría ahí, en la otra punta del Imperio, intentando hacerse un lugar en una orden diferente. Y jamás habría conocido a Aysha.

La echaba de menos. Llevaban menos de un día separados por apenas un centenar de yardas y unas cuantas paredes, pero la añoraba. Le dolía más de lo que podía haber imaginado. Se había dicho que ella tenía responsabilidades como miembro del consejo, que era su deber asistir como hacían los demás, pero no pudo silenciar la vocecilla egoísta que susurraba que sus deberes y responsabilidades la mantenían apartada de él.

Madre misericordiosa. Hundió la cabeza en las rodillas. ¿Qué le estaba pasando? No podía pensar en nada más que en ella, ni siquiera podía disfrutar de la inesperada libertad de un día sin clases sin esconderse en un rincón y lamentar su ausencia. Dos meses atrás hubiera dado casi cualquier cosa a cambio de unas pocas horas de asueto, lejos de los maestros. Y ahora, cuando las tenía, ni siquiera se le ocurría nada mejor que hacer que congelarse el culo en el frío suelo de piedra y compadecerse de sí mismo.

Oyó pasos abajo, en el suelo de madera encerada. Gair apenas tuvo tiempo de llevarse las manos a las orejas antes de que el imponente mecanismo de la campana iniciase el movimiento que la llevaría a anunciar la hora. Fue como si durase una eternidad, hizo temblar el suelo bajo sus pies, incluso lo dejó sin aire en los pulmones, antes de que los ecos se perdieran en la espantada regañina de las gaviotas.

Apartó las manos de las orejas y se puso en pie. No podía quedarse mucho allí o acabaría sordo. Estiró las extremidades para combatir el entumecimiento de los músculos y se inclinó en la balaustrada. Desde ahí arriba, las islas presentaban un aspecto muy diferente de las esmeraldas que eran en verano. Todas y cada una estaban cubiertas por un manto blanco, nieve ajena a la estación, oscurecida en las costas por un pardo barroso, como si hubieran arrastrado el bajo de la falda en un charco. La nieve guardaba escaso parecido con la que él tenía por costumbre ver en el norte. Era más fácil soportar el frío limpio e intenso de Laraig Anor, que aquella húmeda gelidez.

La mayoría de los puertos y calas que veía estaban a rebosar de embarcaciones, aunque las pocas velas que distinguía recortadas en el horizonte le dieron a entender que eran pocas las almas esforzadas que arriesgaban sus barcas con la esperanza de hacer una buena captura antes de que el tiempo se volviera de nuevo inclemente. Frente a Pencruik, las barcas se alineaban en hileras, roma la proa, con palos cortos entre los cuales el barco elfo fondeaba como una sulqa gimraeliana en un campo lleno de asnos.

Gair se arrojó de la balaustrada de la torre, transformado en gaviota manchada, y planeó hacia el barco. En una o dos ocasiones, de niño, había visto embarcaciones elfas en Leahaven, y una vez un barco como aquél navegando a la orza para doblar el promontorio de Drumcarrick, pero nunca había visto una de esas naves tan de cerca. Era extraordinaria, toda ella curvas pulidas, tanto que parecía algo que hubiese crecido de forma natural, en lugar de hecho a mano. Desde la serviola hasta el codaste, todas sus líneas fluían con la suavidad del agua. En el yugo, donde figuraba pintado su nombre, había una hilera de caracteres dorados que no había visto en la vida, a pesar de lo cual sabía que se llamaba
Estrella matutina
. Al menos ésa era toda la información que había llegado procedente del pueblo. Eso era todo. Ni siquiera conocía el nombre del patrón.

Cayó sobre un ala sobrevolando los altos palos del
Estrella
, y pasó junto al costado de babor. Dos elfos marinos lo observaron desde el alcázar. Ambos tenían el pelo largo, blanco, y rostros de rasgos angulosos, atemporales. El hombre vestía un jubón de piel de foca y ceñía sendos cuchillos largos en los costados. Lo miraba ceñudo. A su lado, la mujer vestía con ropa de tonos verdes, e inclinó la cabeza con seriedad al pasar Gair. Una suave pero firme presión, parecida a una ráfaga de viento, pero sin serlo, lo empujó mar adentro.

De modo que también los elfos marinos tenían el don. La mujer de cubierta había caído en la cuenta de que, si bien parecía una gaviota, no lo era, y a la vez lo había saludado con elegancia. Sin embargo, también le había dado a entender con la misma firmeza que no era bienvenido en las proximidades del barco. Se preguntó hasta qué punto se debía a su amor por la intimidad y hasta qué punto al pasajero que habían desembarcado en tierra.

La elfa marina lo había empujado hacia un rumbo que lo llevase lejos del fondeadero de Penglas, hacia las islas exteriores, en dirección a Cinco Hermanas, que surgían como colmillos de las tétricas aguas. El sol invernal refulgió en lo alto del oleaje, de modo que siguió su camino hacia las islas lejanas. Volar en un ambiente tan gélido era excitante, y la concentración exigida para evitar el violento oleaje le impidió sumirse en pensamientos funestos. Más allá de la Hermana más pequeña distinguió otra vela, procedente del norte. Probablemente correspondía a una barca de pesca que había salido a pescar caballa, pero supuso una buena excusa para ejercitar un poco más las alas antes de darse la vuelta. Inclinó el cuerpo y puso rumbo norte.

Poco a poco el barco asomó de la bruma. Tenía un mascarón alto, bien trabajado, que representaba a alguna especie de bestia desafiante con la lengua fuera, aparejo de velas cuadras y una bandera imponente, grande como una sábana, que ondeaba a popa. La bandera era toda de color azul marino, exceptuando la estrella blanca que destacaba en mitad. Gair sintió extrañeza, pero el mascarón despertó su curiosidad y se acercó para poder verlo más de cerca. En cuestión de segundos se vio cara a cara con la cabeza de un dragón, pintada con todo lujo de detalle. Ojos de cristal. Fauces de marfil.

Un barco cuyo mascarón de proa era un dragón. Una bandera con una estrella, la más brillante, la estrella blanca, la Polar, que montaba la empuñadura en cruz de la constelación conocida como la Espada de Slaine. Gente del norte. Gair cambió su rumbo. Los guerreros de las islas del Norte, gente de barba trenzada, se tocaban con yelmos adornados con cuernos y empuñaban hachas de doble hoja, y rara vez eran vistos en el Imperio, puesto que pocos de ellos se prestaban a comerciar con los habitantes del continente. La mayoría prefería el pillaje de comunidades isleñas del océano Oriental; Gair nunca había oído que hubiesen surcado antes las aguas del Gran Mar. Un rostro de barba pelirroja apareció en el coronamiento, sobresaliendo de un cuerpo enorme cubierto con un manto a cuadros; decidió no esperar más. Cuando se disponía a alejarse del barco, una salpicadura amarilla le llamó la atención. Era una camisa de seda, abierta a la altura del cuello. La llevaba puesta un hombre de pelo negro y piel muy blanca que no parecía acusar lo más mínimo el frío.

La incomodidad de Gair adquirió el sabor amargo del miedo. Había algo que no marchaba bien. La música dulce del canto había adquirido una tonalidad discordante, como si otra mente rozase sus colores. El hombre de la camisa dorada se cogió del obenque para compensar el balanceó y se subió a la batayola tras poner un pie en el pasamano, sin importarle que la sal le salpicase las botas relucientes.

«Vaya, vaya, vaya. —La voz era fría, el tono sardónico, familiar—. «Ha venido a saludarnos un emisario. Ven aquí, pajarillo. —Una mano invisible asió a Gair—. Juguemos…»

27

CINCO HERMANAS

S
avin.

Gair dobló las alas y cayó en picado sobre el seno de la siguiente ola. ¿Qué estaría haciendo allí? Unos dedos invisibles de tacto untoso tiraron de él, obligándolo a efectuar un viraje brusco para recuperar altura. Savin no podía acercarse a las islas, ¡estaban protegidas! La mano levantó de nuevo a Gair, pero éste se las ingenió para liberarse. Echó la vista atrás y comprendió que se había alejado bastante de Cinco Hermanas. Apenas las distinguía en el horizonte, nudos en el tejido que formaba la línea donde el cielo besaba el mar. Por la diosa, ¿cuánto se había alejado volando? Tenía que emprender una carrera muy apretada para ganar las islas.

Savin volvió a arremeter, pero no logró más que rozarle la cola. Gair se desvió con brusquedad y voló en línea recta hasta un sólido muro de aire que lo devolvió al punto de partida. Batió con fuerza las alas e intentó ganar altura para imponerse a él, pero era transparente como cristal e implacable como la muralla de una fortaleza. Savin le propinó un empujón, apartó la mano y Gair quedó dando tumbos en el aire revuelto.

Una risotada burbujeó en los pensamientos de Gair.

«Tú puedes hacerlo mucho mejor, pajarillo, estoy seguro. Muéstrame de qué eres capaz si recibes el estímulo necesario.»

La mano lo empujó de un golpe hacia el mar agitado. Gair recurrió al canto en busca de la forma del ave más veloz que conocía. Aysha había intentado enseñarle el truco de cambiar de una forma a otra estando en movimiento, pero no había llegado a perfeccionar esa técnica. En ese momento tendría una oportunidad más para demostrar que la dominaba, a riesgo de acabar ahogado. Mantuvo la aguda melodía del azor, permitió que la forma de gaviota se desenhebrara y se entregó de lleno a la nueva.

Cayó a plomo hasta quedar a sólo unas pulgadas del oleaje. Batió con fuerza las alas y su forma de ave rapaz bastó para salvar la presión que sentía en el lomo y ganar cielo abierto. No era la forma ideal estando sobre el agua, pero no sabía qué otra cosa podía hacer. El corazón le latía con fuerza en el pecho cuando puso rumbo a la más próxima de las islas Cinco Hermanas.

Vio que estaban más cerca. Distinguió sus contornos, el collar de espuma blanca que rompía en las rocas. Si ganaba más distancia, si durante unos segundos más lograba mantener el trecho que los separaba, quizá tuviera una oportunidad. Dedos invisibles le pellizcaron de nuevo la cola. Savin seguía tras él, pegado como su sombra. Gair tenía que hallar la fuerza necesaria para dejarlo atrás.

La más pequeña de Cinco Hermanas se dibujó debajo de él, escarpada y hostil. A esas alturas del año, la temperatura del mar era algo superior a la que había en tierra, y donde ambas se encontraban la confusión reinaba en el aire. Una gaviota habría bregado con facilidad en esas condiciones, pero el azor era una criatura de las tierras altas. Tuvo dificultades con las corrientes enfrentadas, y batió desesperado las alas para ganar sustento. En cuanto alcanzó la altura suficiente, sobrevoló el canal rocoso en dirección a la siguiente isla.

Gair sintió a su espalda la presencia de Savin, como un resuello hediondo en el cogote. No estaba seguro de si la persecución era física, o si sencillamente Savin lo acechaba con la mente. No se atrevió a perder una décima de segundo volviendo la vista para comprobarlo. Lo único que podía hacer era volar recto en dirección a la casa capitular, y confiar en que hubiera tiempo suficiente.

«Ven aquí, pajarillo —canturreaba Savin—. ¡Sé quién eres!»

Gair sobrevoló la segunda isla, dispuesto a ganar más altura, pero le costó hacerlo. No tenía costumbre de volar tan rápido durante tanto tiempo; era completamente distinto a planear con suavidad y de las maniobras de las que era capaz el águila encarnada. Sentía cansancio en las alas y no podía permitirse el lujo de tomarse un respiro.

Sobre el canal que separaba las dos islas principales, notó que unas garras se clavaban en su lomo y se precipitó hacia las rocas cubiertas de espuma. Lo inundó un dolor lacerante a lo largo del cuello y perdió algunas plumas. Chilló. Logró librarse y cobrar altura sobre la isla. Otro azor surgió ante su campo de visión con un chillido desafiante. De inmediato, Gair sintió el eco del canto en su interior. Savin. Un calambre de temor en las entrañas. Savin, y era muy fuerte.

El azor cayó en círculos sobre él. De nuevo le clavó las garras en el lomo, lo cual le hizo perder altura. Gair efectuó un viraje brusco, pero no pudo recuperarse a tiempo. La isla estaba demasiado cerca y se hundió de cabeza en la nieve.

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