Bangkok 8 (39 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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La habitación 967 está en una esquina. La puerta cede con una sola patada y me encuentro en un compartimento familiar. En algún lugar debe de haber una directriz gubernamental que habla sobre el poco espacio que puede esperarse que ocupe un tailandés sin volverse loco o hacerse comunista. Las dimensiones son exactamente las mismas que las de mi agujero, pero Fatima disfrutaba de la ventaja inestimable de tener ventanas en dos lados. A la descontrolada expansión urbana y al horizonte. La tierra es llana y no hay monumentos de verdad, sólo la combinación inevitable de grandes urbanizaciones de viviendas y chabolas y pequeñas casas con tejados de cinc, todas ellas un poco irreales e insustanciales en la calina. Parece como si el ocupante de la propia habitación simplemente la hubiera abandonado, sin haber procurado hacer una mudanza metódica. Supongo que ningún ladrón iba a subir doce pisos para comprobar las pertenencias de un chapero pobre. Fatima, en esta etapa de su vida, dormía sobre una esterilla de bambú, fumaba Marlboro Reds y porros y tenía fotografías de chicos jóvenes que se estaban muriendo de sida. Son estudios en blanco y negro colgados en las paredes: rostros y pechos demacrados, esqueléticos, con la marca del sarcoma de Kaposi. Uno de los chicos tiene uno en un ojo. Si miro desde la esquina que hay enfrente de la puerta, veo esta galería en ambas direcciones. Ahora soy Ussiri, mucho antes de que se convirtiera en Fatima, con la espalda apoyada en la pared, contemplo fumando mi futuro inevitable: el fallo del sistema inmunológico, afecciones respiratorias que degenerarían rápidamente en neumonía o cáncer de pulmón, fallos en el cuerpo para curarse por dentro y por fuera, pérdida progresiva de las facultades mentales, tumores cerebrales, desconcierto: todo esto para… ¿qué?

En el suelo, cerca del retrete, encuentro una tarjeta de un centro médico que no está lejos de Pat Pong. Conozco la clínica, que, igual que casi todas las de esa zona, está especializada en realizar pruebas para detectar enfermedades de transmisión sexual. Allí van las putas para someterse a sus chequeos mensuales.

En la Soi 7, tocando con Silom, me siento pacientemente en la pequeña sala de espera mientras mujeres, hombres y transexuales de edades comprendidas entre los dieciocho y los treinta van y vienen, para entregar muestras de sangre o para que les den los resultados de las muestras que dejaron ayer. La gran mayoría son mujeres. Puedo leer sus rostros sin esfuerzo. Sólo unas pocas corrieron algún riesgo el mes pasado —quizá cedieron a las peticiones de un cliente que no quería usar condón (hay muchos
farangs
que se quejan de que les da gatillazo)— o quizá permitieron algún otro abuso; la mayoría de las chicas están bastante alegres, están confiadas de que han tomado las precauciones adecuadas: gomas, duchas de agua fría antes y después, enjuagues bucales con Listerine.

No es tan fácil infectarse con el VIH y la mayoría de las chicas son fanáticas de la higiene, ahora que el gobierno ha hecho una labor tan buena al explicar la mecánica del contagio. Hace diez años las cosas eran distintas, por supuesto, cuando el joven Ussiri Thanya sacaba fotos a sus amigos moribundos y esperaba en su agujero a que le llegara la muerte. Luego, parecía que la misteriosa enfermedad asolaba Tailandia en particular (Nong y yo realizamos tristes visitas a amigos en esos hospitales especiales que parecen psiquiátricos Victorianos, y que se asigna a los pobres para que mueran allí. Quizá nos cruzamos con Fatima sin saberlo).

La clínica la dirige su dueño, un tailandés de mediana edad lleno de energía que entra y sale sin parar de su consulta con su bata blanca. La gente que trata con prostitutas cada día aprende a
seducir a las putas
, que es lo mismo que decir que aprende una forma especial de hablar a las chicas que neutraliza su tendencia a la irritabilidad y que, por lo general, hace que se sientan bien consigo mismas. El doctor domina este arte, lo que sin duda explica el éxito de su clínica (se sabe que acepta pagos en especie de vez en cuando, si una chica ha tenido un mes malo). Les pregunta cuándo «trabajaron» por última vez en un tono de voz serio, lleno de respeto, les aconseja que no abusen de sus activos deán» forma que hace que suelten risitas nerviosas, les hace prometer por enésima vez que usarán protección, les vende Lis— terine y pildoras anticonceptivas y las felicita si la prueba sale negativa: «Nos vemos el mes que viene». Espero a que la sala esté vacía antes de mostrar mi placa y pedirle que me enseñe el historial médico de Ussiri Thanya. Para mi sorpresa, reconoce el nombre al momento y me lleva a su consulta, que consiste en un sofá rojo tapizado, paquetes de agujas hipodérmicas, probetas y papel de burbujas. En una esquina, hay una nevera grande.

—¿Aún está vivo?

—¿Le sorprende?

Una pausa para pensar.

—No exactamente. Incluso hace diez años, la mayor parte no moría, aunque todos andaban metidos en el juego y casi lo esperaban. Ussiri era de esos que desarrollaron una auténtica fobia a la enfermedad, era una reacción común en esa época. Recuerdo que hubo una época en que venía a hacerse una revisión una vez a la semana. Le decía: «Mira, la enfermedad tarda un tiempo en manifestarse, puedes venir tranquilamente una vez al mes», pero era un neurótico. Lo que era extraño en él era que a veces uno tenía la sensación de que quería estar infectado. Que odiaba el suspense. Quizá quería reunirse con sus amigos. Afectó mucho más a los chaperos que a las chicas. Fue una época bastante mala. Hoy en día, no hay muchos profesionales de verdad que lo pillen, son los amateurs, los que se dedican a ello el fin de semana y que no toman las precauciones adecuadas, quienes se infectan. En general, el sida ha tenido un efecto fantástico en nuestra sanidad nacional. Se dan muy pocos casos de sífilis o de gonorrea hoy en día, incluso no hay muchos herpes. Y, por supuesto, todo el mundo se ha vuelto un fanático de las revisiones.

—¿Sus resultados siempre dieron negativo?

—Sí. Como le he dicho, era un neurótico. Una vez me dijo que había perdido a la mitad de sus clientes porque estaba tan obsesionado con la enfermedad que los desanimaba. ¡ Me traía a sus amigos, a los que tenían demasiado miedo para hacerse la prueba sin tener a alguien que les cogiera de la mano. Era casi como un médico, aprendió mucho sobre la enfermedad. Era inteligente, pilló enseguida la naturaleza del virus y hablaba de él mejor que yo.

—¿Deseaba morir?

Se encoge de hombros.

—Para mí, ésa es una idea occidental. Los humanos somos el único animal que es consciente de la muerte, así que se podría decir que todos nosotros debemos o bien sentirnos fascinados por ella o bien ser incapaces de enfrentarnos a ella. Si realmente hubiera deseado morir, estaría muerto, ¿no cree? No es difícil para un chapero morir en Bangkok, si eso es lo que quiere.

—¿Pero era una persona extraña?

—Estaba obsesionado con la enfermedad. Obsesionado con no pillarla, pero era imposible que cambiara de profesión, incluso si hubiera podido. No deseaba la muerte, quizá estaba obsesionado con ella.

—¿En el sentido budista?

—Quizá. Me dijo que meditaba sobre la muerte. Era la única realidad. Me dio la sensación de que ya no podía más, ¿sabe? ¿A cuántos de tus amigos puedes ver morir cuando tienes dieciocho años?

—¿Cuándo dejó de venir a verle?

Me lanza una mirada rápida, luego aparta la vista.

—Tendría que comprobarlo. Creo que no le he visto en ocho o nueve años. Espere, lo comprobaré. Fue antes de que tuviera este maldito ordenador, así que tendré que mirarlo en los archivos.

—Puede que no sea tan importante. ¿No le vio nunca con

un norteamericano negro? ¿Un hombre muy corpulento, un marine?

—No. Nunca.

—¿No le dijo nunca que se estaba cambiando de sexo? Levanta las cejas.

—¿Eso ha hecho?

—¿Le sorprende? Frunce el ceño.

—Pues sí, me sorprende.

—¿Por qué? No es tan raro, ¿verdad?

—No, no lo es, por aquí no. Pero intuyes algo en estas criaturas, tanto en los hombres como en las mujeres. Se presentan en todas las formas y tamaños. Algunos de ellos son empresarios astutos que entran en el juego hasta que amasan el capital suficiente para abrir un bar o una peluquería. Otros son los mismos inadaptados que hay en las calles de todo el mundo, que no sólo venden su cuerpo sino también su personalidad, esclavos. Esos son los que se operan, por regla general. Al no tener identidad alguna, no tienen nada que perder. Nunca me pareció que Ussiri fuera uno de ésos. Bueno, era maricón perdido, pero era fuerte mentalmente. Tenía la cabeza bien amueblada. Sabía quién era. —¿No era el típico que se operaría?

—Mire, yo no soy psiquiatra, ¿qué sabré yo? Ya ni siquiera practico la medicina, me parece demasiado estresante, así que sólo hago análisis de sangre.

—Había fotos de chicos muriéndose de sida colgadas en la pared de su piso. Algunos ya parecían estar muertos.

—Suena típico de él.

—Creo que se pasó horas y horas sentado en su agujero mirándolas.

—Por supuesto que sí.

Fuera en Silom, paso por delante de una librería que tiene una nueva biografía de Pol Pot. Dice aberraciones sobre el

Camino Budista, como pasa con todas. Pol Pot fue monje antes de que decidiera matar a un millón de los suyos. A veces la realidad de la muerte es sobrecogedora, y convincente.

En River City, me detengo antes de subir por las escaleras mecánicas que llevan a la tienda de Warren. Estoy nervioso, y no sé por qué. Bueno, supongo que sí lo sé. Fatima mató a Bradley, y a Pichai. Se supone que tengo que matarla, ¿no? ¿Cómo puedo matar a un chico que se sentaba en un pisucho igual de minúsculo que el mío, llorando por sus amigos muertos, igual que yo, preguntándose qué sentido tiene todo, como yo? Cuando me tranquilizo para coger el ascensor, ella no está. Un dependiente distinto, un joven muy bien vestido que puede ser o no ser gay, me lanza una mirada de desaprobación cuando entro. Le presento mis disculpas y me voy deprisa, aliviado por no tener que matar a nadie hoy. De vuelta en mi agujero, vuelvo a ser Ussiri, de vuelta en su agujero, meditando sobre la muerte. Apuesto a que ya había profundizado mucho en su interior para cuando conoció a Bradley.

Ahora, la mente, en su divagar inexplicable, toma una dirección más práctica. Es lunes, uso mi móvil para llamar a un funcionario del Departamento de Tierras que está dispuesto a dejarse persuadir. Prometo darle mil bahts para que haga unas comprobaciones sencillas en su ordenador. Me llama al cabo de media hora con una dirección muy distinta.

Si se quiere encontrar a una puta en casa, incluso a una que esté retirada, hay que ir a verla por la mañana. Cuesta dejar los viejos hábitos. Después de llevar más de una década retirada, Nong, por ejemplo, nunca se levanta antes de las once.

A mediados de los noventa, Tailandia se había consolidado como un tigre asiático genuino, con un gran rugido y el precio del suelo por las nubes. Familias que habían tenido en sus manos trozos inútiles de tierra durante generaciones vieron cómo agentes inmobiliarios y promotores les hacían la corte y se convirtieron en millonadas de la noche a la mañana. Bangkok era el centro de toda esta actividad, y eso es lo mejor que le puede pasar a una dudad, ¿ no creéis? Las palabras mágicas «economía en desarrollo» atrajeron a cientos de miles de extranjeros, los cuales necesitaban vivir en lugares de calidad internadonal. Los bloques de pisos surgían de los campos húmedos como hongos. Algunos de los mejores se encuentran cerca de Sukhumvit, entre las Sois 33 y 39, donde los apartamentos se regodjan en esa atendón por los detalles por la que nuestros primos japoneses son famosos con razón. Uno de cada dos restaurantes y supermercados de la zona es japonés, se puede comprar sushi, tapanyaki, tofu, harami, tempura, kushikatsu, otumani a cualquier hora del día y de la noche. Al final de la Soi 39, cerca de Petchaburi Road, las tres torres gigantescas del complejo Supalai se elevan para besar el délo bochornoso. El guarda del mostrador del vestíbulo quiere llamar al inquilino del ático de lujo de tresdentos setenta metros cuadrados, y puedo disuadirle sólo con quinientos bahts y la promesa de meterle en la cárcel si me causa más problemas.

Ahora estoy subiendo en el ascensor hasta el piso trece, preguntándome si hoy será el día en que la mataré. Por otro lado, he tenido la precaución profesional de traer conmigo un pequeño dictáfono.

Son las diez y treinta y dnco de la mañana y, de pie frente a las impresionantes puertas dobles de roble guardadas por dioses chinos de porcelana verde, roja y blanca, oigo un televisor cuando toco el timbre. Se hace un silendo repentino al apagarse el televisor. Sólo el oído neuróticamente sensible de un policía como yo podría perdbir el suave caminar de unos pies descalzos por el suelo. Ahora me están observando por la mirilla. Alguien está pensando seriamente qué hacer.

Pasan cinco minutos, luego se oye el ruido sordo y apagado de un cerrojo pesado, un par de clics de otras cerraduras, y me encuentro cara a cara con un icono.

Incluso habiéndola pillado por sorpresa en casa a esta hora infame, está espléndida. Un kimono de seda verde y rojo atado despreocupadamente a la cintura, su abundante pelo negro cayéndole sobre los hombros, perlas en las orejas, anillos en los dedos, cuerpo de diseño, sonrisa modesta…

-Sawadee ka.

—Buenos días, Fatima. Bonito apartamento.

—Pasa, por favor.

Es un dúplex. Una escalera de teca pulimentada conduce a los dormitorios del piso de arriba mientras que la mirada se centra en las ventanas que van del suelo al techo y que ofrecen unas vistas magníficas de la ciudad.

Cuarenta y tres

A pesar de sus posturas impecables, tengo la sensación de que el caparazón se ha agrietado. Sonrisas, ceños fruncidos, gestos de las manos (fragmentos de personalidad) vienen y van, como si los desenterrara de la memoria, mientras algo bastante distinto, más allá de lo humano, parece controlarla. De vez en cuando, creo que me está mirando, hasta que me doy cuenta, cuando las posturas fallan, de que hay una oscuridad total en sus ojos.

—Nos conocimos en un tren a Chiang Mai. No hace falta que te diga por qué iba a Chiang Mai. Tenía veintisiete años y estaba harta de los bares de Bangkok. Para entonces, la mayoría de los chicos ya no morían de sida, pero ya no quedaba romance. La mayoría de clientes eran unos cerdos, cerdos blancos. Los gays blancos que vienen a arrasar el sureste asiático no siempre son tipos considerados. Cogí el tren a Chiang Mai porque se suponía que allí arriba el panorama era distinto. Todo el mundo iba tan colocado de opio y heroína, o eso es lo que decían, que en realidad uno no tenía que trabajar en absoluto. Así era yo, un chapero, una criatura sin dignidad, un tipo femenino con una polla, pobre y delgaducho, uno de los perdidos del mundo, alguien insignificante. ¿Qué otra cosa podía ser, siendo medio negro y habiendo crecido aquí? Los tailandeses son el pueblo más racista del mundo, desprecian a los negros. Incluso miran por encima del hombro a los tailandeses de sangre pura si tienen la piel oscura. Y mira, yo soy bastante morena.

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