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Authors: John Norman

Bestias de Gor (9 page)

BOOK: Bestias de Gor
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Hice un gesto a las dos chicas que acompañaban a la mujer libre. Una de ellas levantó ligeramente su velo.

—Pagaré bien por el uso de una de esas esclavas —le dije a la mujer.

—Son mis esclavas personales —dijo ella.

—Daré un tarsko de plata por usar a una, la que tú me indiques.

Los guerreros se miraban uno a otro. La oferta era muy generosa. No era probable que ofrecieran tanto por la compra de ninguna de ellas.

—No —dijo la mujer con frialdad.

—Entonces permíteme que compre una por un tarn de oro.

Los hombres se miraron entre sí. Las esclavas también. Con esa moneda se podría comprar en el mercado una belleza digna de los jardines de un Ubar.

—Hazte a un lado —dijo la mujer libre.

Incliné la cabeza.

—Muy bien, señora. —Me aparté.

—Me considero insultada —dijo.

—Perdóname, señora, pero no era ésa mi intención. Si he dicho o he hecho algo que pudiera dar esa impresión, te ruego aceptes mis más profundas disculpas.

Me aparté un poco más para permitir que pasara la comitiva.

—Debería hacer que te azoten —dijo la mujer.

—Te he saludado en paz y amistad —dije yo hablando muy despacio.

—Azotadle.

Cogí el brazo del capitán, que se puso pálido.

—¿Has alzado el brazo contra mí? —pregunté.

Le solté el brazo y él retrocedió. Entonces blandió el escudo con un brazo y sacó la espada que llevaba al cinto.

—¿Qué pasa? —preguntó la mujer.

—Silencio, mujer loca —dijo el capitán.

Ella gritó de furia. ¿Pero qué sabía ella de los códigos?

Paré su ataque y lo devolví. Él cayó a mis pies. Decidí no matarle.

—¡Aiii! —gritó una de las esclavas.

—¡Matadle! ¡Matadle! —gritaba la mujer libre. Las esclavas chillaban.

Los hombres también gritaban de furia.

—¿Quién es el próximo? —pregunté.

Se miraron unos a otros.

—¡Ayudadme! —dijo el capitán. Dos hombres fueron hacia él y le ayudaron a ponerse en pie. Sangraba. Me miró, apoyándose en sus dos hombres.

Yo estaba preparado.

Me miró y sonrió.

—No me has matado —dijo.

Me alcé de hombros.

—Estoy agradecido —dijo.

Incliné la cabeza.

—Conozco las habilidades de mis hombres —añadió el capitán—. No son malos guerreros, ya entiendes.

—Estoy seguro de que no lo son.

—No voy a mandarlos contra ti. —Me miró—. Eres un tarnsman.

—Sí.

—¡Mátale! —gritaba la mujer libre—. ¡Mátale!

—Has confundido a este hombre —dijo el capitán—. Y él ha actuado dentro de los códigos.

—¡Te ordeno que le mates! —gritó la mujer señalándome.

—¿Nos permitirás pasar, guerrero? —preguntó el capitán.

—Me temo que, dadas las circunstancias, ya no es posible.

Asintió.

—Claro que no.

—¡Mátale! —gritó la mujer.

—Ahora somos seis los que podemos luchar —dijo el capitán—. Es cierto que podríamos matarle. No lo sé. Pero yo nunca he cruzado el acero con alguien como él. Hay una rapidez, una magia, una furia en su acero que no he encontrado en cien combates a muerte. Y aun así, todavía estoy vivo para explicarte esto a ti, que eres incapaz de entenderlo.

—Le sobrepasamos en número —señaló ella.

—He cruzado el acero con él. Nos retiraremos.

—¡No! —gritó la mujer libre.

El capitán se dio la vuelta, sostenido por sus dos hombres.

—¡Cobardes! —gritó ella.

El capitán la miró.

—No soy un cobarde, milady. Pero tampoco soy un estúpido.

—¡Cobardes!

—Sólo mandaría a los hombres contra alguien como él para defender la Piedra del Hogar.

—¡Cobardes! ¡Cobardes!

Guardé mi espada.

—Dad la vuelta —dijo la mujer libre a los esclavos que la llevaban. Quería seguir a los guerreros.

—No deis la vuelta —dije.

Me obedecieron. La silla no se movió.

—¿Por qué no les has matado? —preguntó uno de los esclavos.

—¿Tú eras de los guerreros? —pregunté.

—Sí.

—No parece adecuado que estés encadenado a la silla de una dama.

Hizo una mueca y se encogió de hombros.

—¿No permitirás que me retire, guerrero? —preguntó la mujer libre.

—Éstos parecen buenos hombres —dije—. Sin duda estarás en posesión de las llaves de estas cadenas.

—Sí —dijo ella.

—Dáselas a ella —le dije señalando a una de las esclavas. La mujer obedeció y la esclava liberó a los esclavos porteadores.

Los esclavos se frotaron las muñecas y movieron las cabezas, libres de los collares.

Aún llevaban la silla en sus hombros. Me miraron complacidos.

—Bajad la silla —les dije a los esclavos.

Obedecieron.

—Liberadles —dije refiriéndome a los esclavos.

Ellos estaban de pie junto a la mujer. La miraban. Ella se sentaba, nerviosa, en la silla.

—Sois libres —dijo.

Ellos sonrieron, pero no se movieron.

—Podéis iros. Sois libres.

Yo asentí, y entonces se marcharon, sonrientes.

Las dos esclavas se miraron la una a la otra.

—Quitaos los velos —dijo la mujer libre.

Las dos chicas se quitaron los velos. Eran muy bonitas.

Les sonreí y ellas se sonrojaron.

—Son tuyas, si quieres —dijo la mujer señalando a las esclavas con la cabeza.

Una de las chicas me miró y yo asentí.

—¡No! —gritó la mujer. Una de las chicas había alzado el primero de sus velos, y la otra le había apartado la primera capucha—. ¡No! —gritó.

Entonces, a pesar de sus protestas, una esclava quitó el último velo que escondía sus rasgos, y la otra apartó la última capucha, dejando ver sus cabellos, que eran rubios. Los ojos azules de la mujer libre me miraron con miedo. Le habían desnudado el rostro. Vi que era hermosa.

—En pie —le dije.

Ella se levantó.

—Te pagaré bien si me llevas a algún lugar seguro —dijo con labios temblorosos.

—Si la belleza de tu cuerpo iguala la de tu rostro, mereces un collar —dije.

—¡Daphne! ¡Fina! —gritó ella—. ¡Protegedme!

—¿Es que todavía no sabes arrodillarte ante tu amo, estúpida esclava? —se burló Fina.

Lady Constance se arrodilló.

—Allí entre mis pertenencias hay un collar —le dije a la esclava llamada Daphne—. Tráemelo.

—Sí, amo —dijo ella alegremente, y salió corriendo hacia donde yo le indicaba.

—A gatas, con la cabeza gacha —le dije a lady Constance.

Ella asumió la postura, su largo pelo rubio colgando hacia delante sobre su cabeza.

Le puse rudamente el collar y ella se dejó caer gimiendo sobre su estómago.

Entonces até las manos de las dos esclavas y las hice arrodillarse junto a la silla. Cogí todo lo que había de valor en la silla y lo colgué en bolsas a los cuellos de las esclavas. Estaba sorprendido. La dueña de la silla era realmente rica. Allí había una fortuna.

—En pie —les dije a las esclavas.

Ellas se levantaron obedientes. Señalé hacia la distancia. Aún se veía a los esclavos liberados.

—¿Veis a esos hombres? —pregunté.

—Sí, amo —respondieron.

—Si os dejo aquí solas, moriréis.

—Sí, amo —dijeron asustadas.

—Seguid a los hombres. Suplicadles que se queden con vosotras.

—Sí, amo —gritaron.

Me reí al verlas trastabillar, obstaculizadas por el peso de las riquezas, corriendo tras los que habían sido esclavos.

Volví junto a la otra esclava, que yacía boca abajo en la hierba. Ella sintió que yo estaba cerca.

—¿Soy una esclava? —preguntó.

—Sí.

—¿Qué vas a hacer conmigo, amo?

—Lo que quiera.

—Ordené a mis hombres que te mataran. ¿Me vas a matar por ello?

—Claro que no —dije—. Aquello lo hizo lady Constance, que ya no existe.

—Yo no sé ser una esclava.

—Los hombres te enseñarán.

—Intentaré aprender deprisa.

—Eso es muy sabio.

—¿Mi vida depende de ello? —me preguntó.

—Por supuesto. —Sonreí. Los hombres goreanos no son pacientes con sus mujeres.

—Soy virgen —dijo.

—Eres seda blanca.

—Por favor, no utilices conmigo esa expresión tan vulgar.

—No temas. Pronto será inapropiada.

—Ten piedad conmigo —suplicó.

—Extiende las pieles.

—Por favor...

—No tengo ningún látigo a mano, pero confío en que mi cinturón servirá.

Se levantó de un salto.

—Extenderé las pieles, amo.

—Luego túmbate sobre ellas.

—Sí, amo.

Extendió las pieles sobre la hierba bajo un árbol y luego se tumbó en ellas boca abajo.

—Échate el pelo por encima de la cabeza.

Ella obedeció. Podía verse el collar en su cuello. Me quedé junto a ella, y tiré mis armas a un lado.

—¿Por qué me has esclavizado? —musitó.

—Porque me complace.

Me agaché junto a ella y la cogí del brazo derecho y de los cabellos. Le hice darse la vuelta en las pieles. Era muy bonita.

—En Torvaldsland se dice que las mujeres de Kassau son magníficas esclavas. —La miré—. ¿Es verdad?

—No lo sé, amo —dijo asustada.

—Qué hermosa eres.

—Por favor, sé amable conmigo —suplicó.

—No he tenido a ninguna mujer en cuatro días —le dije. Entonces ella gritó.

Las tres lunas estaban altas.

La noche era fresca. Sentí los besos de la chica en el muslo.

—Por favor, amo —susurró—. Sométeme otra vez a la violación de esclava.

—Tienes que merecerlo.

—Sí, amo —dijo besándome.

—Quieta —le dije. Me quedé escuchando. Me aparté de su lado entre las pieles. Ahora estaba seguro de haberlo oído. Me puse la túnica y me até el cuchillo al hombro izquierdo. Ella se acurrucó en las pieles, a mi lado.

Saqué el puñal.

Ahora podía verle acercándose, corriendo por los campos a trompicones.

Era un hombre alto, exhausto. Llevaba unos jirones a la cintura. Al cuello tenía un collar con una cadena rota.

Llegó junto a nosotros y de pronto se detuvo. Parecía intranquilo.

—¿Estás con ellos? —preguntó.

—¿Con quién? —dije yo.

—Con los cazadores.

—No.

—¿Quiénes sois?

—Un viajero y una esclava. —Ella se acurrucó aún más entre las pieles.

—¿Eres de los guerreros? —dijo el hombre.

—Sí.

—¿No me matarás ni me entregarás a ellos?

—No.

—¿Les has visto? —preguntó.

—¿Una mujer y cuatro guardias? —dije yo.

—Sí.

—Esta mañana. ¿Eres tú el esclavo perseguido?

—Sí —respondió—. Perseguido desde los corrales de Lydius.

Recordé a la chica de pelo y ojos oscuros, con su traje de caza, la túnica y la capucha, las botas y la gorra con una pluma. Era un atuendo muy atractivo.

—Lo has hecho bien para conseguir llegar hasta aquí eludiéndolos —dije—. ¿Quieres comida?

—Por favor —dijo él.

Le arrojé un trozo de carne. Se sentó con las piernas cruzadas. Pocas veces he visto un hombre abalanzarse tan ansioso sobre la comida.

—Ya veo que estás decidido a sobrevivir.

—Ésa es mi intención.

—Tus posibilidades son pocas.

—¿Llevan eslín? —preguntó.

—No. Parecía que se lo tomaban realmente con deportividad.

—Esa gente bien armada y montada puede permitirse el lujo de ser noble.

—Pareces decirlo con amargura —le dije.

—Si no me encuentran esta noche, volverán por la mañana con el eslín.

—Eso sería el final.

—Tengo una oportunidad —dijo.

—¿Cuál es?

—Han formado una línea de caza, con la chica en el centro. Dejé en su camino un jirón de ropa, y no he querido esconder mi rastro. Ahora ya debe haber mordido el cebo.

—Llamará a sus guardias, y estarás acabado.

—Es muy vanidosa. Y ésta es su cacería, no la de los hombres. Se apartará de la guardia para ser la primera en alcanzar la presa.

—Ellos la seguirán.

—Naturalmente.

—Tendrás poco tiempo —dije.

—Es cierto.

—¿Y crees que yendo a pie podrás eludir a un arquero montado, aunque sea una mujer? —pregunté.

—Eso creo.

—Hay pocos sitios donde escudarse —dije mirando los campos.

—Será suficiente. —El hombre se levantó y se limpió las manos en los muslos. Luego caminó hacia el estanque, se tumbó y bebió agua.

La esclava a mi lado me tocó tímidamente.

—¿Puedo moverme para ganarme tu contacto, amo? —preguntó.

—Sí.

Sonreí para mí. Los fuegos de esclava, que habitan en cada mujer, habían aflorado muy fácilmente en esta chica.

—¡Muy desagradable! —dijo la mujer con el atuendo de cazador. Montaba un tharlarión.

Me di la vuelta y alcé la mirada. La esclava gritó afligida, sin atreverse a mirar a los ojos a su hermana libre.

—Saludos —dije yo.

—No quisiera interrumpir tus placeres —dijo ella fríamente.

—¿Has encontrado ya a tu esclavo? —pregunté.

—Pronto le atraparé —dijo ella—. No está muy lejos. —Hizo que el tharlarión diera la vuelta—. Vuelve a los placeres de tu zorra.

La mujer libre estaba a la orilla del estanque. No había desmontado. Tenía el arco listo. Estudió las huellas que encontró junto al estanque. Metió al tharlarión en el agua. Sin duda pensó que el hombre había vadeado el estanque para borrar las huellas, y que habría salido al otro lado. Si hubiera sido un cazador más experimentado, habría rodeado el estanque para asegurarse.

De pronto surgió del agua la figura de un hombre, justo al lado del tharlarión. Su mano agarró el brazo de la chica y la tiró de la silla. Ella gritó asombrada y cayó de cabeza al agua. El hombre la agarró bajo el agua.

—Sabía demasiado poco de los hombres para tenerles miedo —dije.

Al momento reapareció la figura, moviendo la cabeza para sacudirse el agua de los ojos. Tenía en la mano derecha el cuchillo de la chica; con la mano izquierda mantenía en el agua su cabeza. Miró a su alrededor. Dejó que la chica sacara la cabeza del agua, y ella salió resoplando y escupiendo. Cuando intentó gritar él volvió a meterla bajo la superficie. La sacó otra vez. La mujer escupió agua, tosió y vomitó. El hombre entonces se quitó el cinturón y con él le ató las manos a la espalda. Luego arrancó una caña. Ella le miraba asustada. Vi en la distancia a cuatro guardias que se movían rápidamente, intentando alcanzar a la mujer que se había separado de ellos por la vanidad de caer la primera sobre la presa. Al parecer había roto la línea de caza sin avisarles. Tal vez su tharlarión fuera más rápido que los otros; cargaba menos peso. Vi que el hombre le metía a la mujer en la boca el trozo de caña que había cortado, luego le puso el cuchillo en la garganta. Vi los aterrorizados ojos de la mujer a la luz de la luna. El hombre se puso otra caña en la boca y los dos desaparecieron bajo el agua.

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