Bitterblue (6 page)

Read Bitterblue Online

Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Bitterblue
3.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Bitterblue retiró los montones de documentos que había en el escritorio colocándolos de forma que sujetaban las esquinas del plano; lo hizo con una satisfacción resentida por hallarles una utilidad que no conllevaba tener que leerlos. Después se acomodó para examinar el mapa, decidida —por fin— a tener una mayor orientación geográfica la próxima vez que se escabullera de palacio.

«Todos son raros, en verdad», pensó para sus adentros más tarde, tras un nuevo encuentro con el juez Quall. Se había cruzado con él en el vestíbulo al que daban las oficinas del piso de abajo; el juez apoyaba el peso ora en un pie, ora en otro, y miraba ceñudo al vacío.

—Fémures —masculló, sin reparar en ella—. Clavículas. Vértebras.

—Para ser alguien que no quiere oír hablar de huesos, Quall, usted los saca a colación cada dos por tres —dijo Bitterblue sin más preámbulo.

Los ojos del hombre habían pasado por encima de ella, vacíos; entonces se avivaron y adquirieron una expresión confusa.

—Claro que lo hago, majestad —respondió; pareció calmarse—. Le pido perdón. A veces me quedo absorto y pierdo la noción del tiempo.

Más tarde, mientras tomaba la cena en la sala de estar, Bitterblue le hizo una pregunta a Helda.

—¿Has notado un comportamiento peculiar en gente de la corte?

—¿Un comportamiento peculiar, majestad?

—Como hoy, por ejemplo: Holt cargó con Thiel y Deceso y los sacó de mi despacho a cuestas porque me estaban irritando —le explicó—. ¿No es eso un poco extraño?

—Mucho —convino Helda—. Me gustaría verlo intentar eso conmigo. Tenemos un par de vestidos nuevos para usted, majestad. ¿Le gustaría probárselos esta noche?

A Bitterblue no le quitaban el sueño los vestidos, pero siempre accedía a probárselos porque le resultaba relajante que Helda se preocupara por ella; sus suaves y rápidos toques y sus palabras masculladas a través de los labios apretados para sujetar los alfileres; sus ojos atentos y sus manos, que examinaban el cuerpo de Bitterblue para después tomar las decisiones correctas. Esa noche Raposa también ayudó sosteniendo la tela o alisándola cuando Helda se lo pedía. El contacto físico era como un catalizador que la ayudaba a centrarse.

—Me encantan las faldas de Raposa, divididas de forma que son como pantalones —le dijo a Helda—. ¿Podría probar con alguna?

Más tarde, después de que Raposa se hubo marchado y de que Helda se retirara para acostarse, Bitterblue desenterró los pantalones y la capelina de Raposa del suelo del vestidor. Llevaba un puñal en la bota durante el día, y dormía con cuchillos enfundados, uno en cada brazo, por la noche; era lo que Katsa le había enseñado. Esa noche, Bitterblue se guardó las tres armas, como medida de seguridad contra algo impredecible.

Justo antes de salir rebuscó en el baúl de Cinérea, donde no solo guardaba las joyas de su madre, sino también las suyas. Tenía tantas cosas inútiles… Bonitas, seguramente, pero no estaba en su naturaleza lucir joyas. Encontró una sencilla gargantilla de oro que su tío le había enviado desde Lenidia y se la metió en la camisa, debajo de la capelina. Debajo de los puentes había sitios llamados «casas de empeño». Se había fijado en ellos la noche anterior, y tomó nota de que uno o dos no habían cerrado a esas horas.

—Solo trabajo con personas que conozco —le dijo el hombre en la primera casa de empeño.

En la segunda, la mujer que estaba detrás del mostrador le dijo exactamente lo mismo. Todavía plantada en la puerta, Bitterblue sacó la gargantilla y la sostuvo en alto para que la mujer la viera.

—Mmmmm. Déjame echar un vistazo a eso —dijo.

Medio minuto después, Bitterblue había cambiado la gargantilla por un enorme montón de monedas y un cortante «No me digas de dónde la has sacado, chico». Eran muchas más monedas de lo que Bitterblue había calculado y llevaba los bolsillos caídos por el peso, además de que tintineaban al caminar por las calles, hasta que se le ocurrió la idea de meter algunas en las botas. No era una solución cómoda, pero sí mucho menos llamativa.

Contempló una pelea callejera que no entendió, un asunto desagradable, repentino y sangriento: los hombres de dos grupos apenas habían empezado a empujarse unos a otros cuando salieron a relucir los cuchillos, que centellearon y apuñalaron. Echó a correr, avergonzada, pues no quería quedarse para ver cómo acababa aquello. Katsa y Po habrían sabido cómo frenarlos. Ella, como reina, tendría que haber podido, pero en ese momento no era una reina y sabía que era una locura intentarlo.

El relato de esa noche debajo del Puente del Monstruo lo narraba una mujer menuda de voz potente que permanecía inmóvil en el mostrador, aferrándose la falda con las manos crispadas. No era una graceling, pero de todos modos Bitterblue estaba fascinada y le aguijoneaba la sensación de haber oído ese relato antes. Era sobre un hombre que había caído en unas aguas termales hirvientes, en las montañas orientales, y fue rescatado por un enorme pez dorado. Se trataba de una historia dramática en la que intervenía un animal de un color increíblemente raro, como los cuentos que le relataba Leck. ¿Era por eso por lo que le sonaba? ¿Porque se lo había narrado Leck? ¿O es que lo había leído en un libro de pequeña? Si lo había leído, ¿era una historia real? Si se lo había contado Leck, ¿era falsa? ¿Quién iba a saber, al cabo de ocho años, si era lo uno o lo otro?

Un hombre que había cerca del mostrador le rompió una copa en la cabeza a otro hombre. En el breve intervalo que le costó reaccionar a Bitterblue y sobreponerse a la estupefacción se armó un alboroto. Observó sin salir de su asombro que todos los parroquianos de la taberna parecían estar metidos en el jaleo. La mujer menuda encaramada en el mostrador se aprovechó de su posición aventajada en lo alto para descargar unas cuantas patadas dignas de admiración.

En el perímetro de la pelea, donde una minoría civilizada intentaba mantenerse apartada de la trifulca, alguien chocó con otra persona de pelo castaño, quien le vertió la sidra en la pechera a Bitterblue.

—Oh, ratas asquerosas. Mira, chico, lo siento mucho —dijo Pelo Castaño mientras cogía de una mesa una especie de servilleta de aspecto más que dudoso. Trató de enjugar lo que le había derramado a Bitterblue para sobresalto de esta.

Lo reconoció. Era el compañero del ladrón graceling de ojos púrpura al que había visto en su anterior visita. También descubrió a este en ese momento, detrás de Pelo Castaño, enzarzado alegremente en la refriega.

—Ve con tu amigo —le dijo Bitterblue al tiempo que le apartaba las manos de manera brusca—. Deberías ayudarle.

Él insistió en llevar de nuevo el paño hacia ella, con determinación.

—Espero que mi amigo lo esté pasando en grande —dijo, acabando con una nota de asombro en la voz cuando destapó un trozo de trenza debajo de la capucha de Bitterblue. Los ojos bajaron hacia el torso, donde, al parecer, encontró evidencia suficiente para despejar la incógnita—. ¡Por los grandes ríos! —exclamó al tiempo que retiraba la mano con rapidez. Por primera vez enfocó la vista en la cara de Bitterblue, aunque sin mucho éxito, ya que ella se bajó más la capucha—. Perdón, señorita. ¿Se encuentra bien?

—Perfectamente bien. Déjeme pasar.

El graceling y el hombre que intentaba matar al graceling chocaron con Pelo Castaño por detrás, de modo que este chocó más contra ella. Era un tipo de aspecto agradable, con una cara de rasgos asimétricos y unos bonitos ojos color avellana.

—Permítanos a mi amigo y a mí escoltarla y sacarla de este sitio sana y salva, señorita —le dijo.

—No me hace falta una escolta. Solo necesito que se aparte y me deje pasar.

—Es más de medianoche y usted es menuda.

—Demasiado para que alguien se tome el trabajo de molestarme.

—Ojalá las cosas fueran así en Burgo de Bitterblue. Deme un momento para que recoja a mi entusiasta amigo —le pidió mientras recibía otro empujón por detrás—. Nos ocuparemos de que llegue bien a casa. Me llamo Teddy. Él es Zaf, y en realidad no es tan zopenco como parece ahora mismo.

Teddy se volvió y se metió heroicamente en la tangana. Mientras, Bitterblue se abrió paso deprisa a lo largo del perímetro del salón y logró escapar. Una vez fuera, empuñando un cuchillo en cada mano, echó a correr, atajó por un cementerio y entró en un callejón tan estrecho que tocaba las paredes con los hombros.

Trató de situar las calles y puntos de referencia del mapa que había memorizado, pero era difícil hacerlo en terreno real en vez de en el papel. Se dirigió, más o menos, hacia el sur. Aflojó la marcha y entró a una calle con edificios que parecían derruidos. Decidió que jamás se volvería a poner en una situación en la que tuviera que correr con tantas monedas en las botas.

Parecía como si en algunos de aquellos edificios se hubiera desmantelado la madera para reutilizarla. Un bulto tirado en la cuneta, que se concretó en un cadáver, la sobresaltó y después la asustó más cuando roncó; el hombre olía a muerto pero, aparentemente, no lo estaba. Una gallina echaba una cabezada contra el torso del tipo, que la rodeaba con el brazo de manera protectora.

Cuando se encontró con un sitio nuevo donde narraban relatos, de algún modo supo lo que era. Tenía el mismo patrón que el anterior: una puerta en una calleja sin salida, gente que accedía al salón o lo abandonaba y dos personajes con pinta de tipos duros plantados junto a la puerta, cruzados de brazos.

No fue ella, sino su cuerpo el que decidió. Los perros guardianes se erguían amenazadores ante Bitterblue, pero no le cerraron el paso. Al otro lado de la entrada, unos escalones descendían y se hundían en el suelo hasta otra puerta que, una vez abierta, la condujo a un salón resplandeciente de luz que olía a bodega y a sidra y resultaba acogedor con la voz hipnotizadora de otro narrador de cuentos.

Bitterblue pagó una copa.

Esta vez, la historia era sobre Katsa. Era una de las horribles historias reales de la infancia de Katsa, cuando el tío de la joven, Randa, rey del país más céntrico de los siete reinos, Terramedia, la utilizó por su destreza en la lucha y la obligó a que matara y mutilara en su nombre a sus enemigos.

Bitterblue conocía esas historias; las había oído de labios de la propia Katsa. Partes de la versión del narrador eran correctas: Katsa había odiado tener que matar por Randa. Pero otras escenas eran exageradas o falsas. Los combates en este relato eran más sensacionalistas, más sangrientos de lo que Katsa había permitido que llegaran en ninguna ocasión, y a ella la retrataba de un modo melodramático, mucho más de lo que Bitterblue podría imaginar que hubiera sido nunca. Tenía ganas de gritarle a ese narrador por describir a una Katsa irreal, gritar en su defensa. La desconcertaba que a la audiencia pareciera encantarle esa versión caricaturesca. Para ellos, esa era la Katsa real.

Al acercarse a la muralla oriental del castillo esa noche, Bitterblue reparó en varias cosas a la vez. En primer lugar, dos de los faroles de la parte alta de la muralla estaban apagados y dejaban ese sector sumido en una oscuridad tan profunda que Bitterblue echó una ojeada a la calle, con desconfianza, y descubrió que sus sospechas eran justificadas. Las lámparas de la calle a lo largo de ese tramo también estaban apagadas. Lo siguiente fue un movimiento casi imperceptible a media altura de la oscura y vertical muralla. Una figura —seguramente una persona— se quedó inmóvil mientras un miembro de la guardia monmarda pasó por encima haciendo su ronda. El movimiento se reanudó hacia arriba una vez que el guardia se perdió de vista.

Bitterblue comprendió que estaba viendo trepar a alguien por la muralla oriental del castillo. Se metió al amparo del umbral de una tienda y trató de decidir si debería gritar en ese momento o esperar hasta que el perpetrador hubiese llegado a lo alto de la muralla, donde se encontraría atrapado y los guardias tendrían más posibilidades de apresar al intruso.

Pero, al final, resultó que la persona no trepó a lo alto de la muralla, sino que se paró justo antes de alcanzar el remate, debajo de la pequeña sombra de una piedra que Bitterblue dedujo, desde su posición, que sería una de las muchas gárgolas que se asomaban en equilibrio desde salientes o se cernían desde el borde para observar el suelo, allá abajo. Empezaron a oírse una especie de arañazos que fue incapaz de identificar y que cesaron, momentáneamente, mientras el guardia pasaba otra vez por encima. Se reanudaron de nuevo cuando el guardia desapareció. Esa pauta se repitió durante un rato. El desconcierto de Bitterblue estaba dando paso al aburrimiento cuando, de repente, oyó un «¡Uf!» que soltó la persona, a lo que siguió una especie de crujido, y la sombra se deslizó en una caída un tanto controlada, muralla abajo de nuevo, con la gárgola a cuestas. Otra persona, a la que Bitterblue no había visto hasta ese momento, salió de las sombras al pie de la muralla y agarró —más o menos— a la primera, aunque se oyeron un gruñido y una serie de maldiciones susurradas, lo que sugería que una de ellas se había llevado la peor parte en el encontronazo. La segunda figura sacó una especie de saco en el que el primero metió la gárgola, y entonces, con el saco cargado al hombro, ambos se escabulleron juntos.

Pasaron justo por delante de Bitterblue, casi pegados al umbral de la puerta donde estaba escondida. Los reconoció con facilidad. Eran el agradable joven de cabello castaño, Teddy, y su amigo graceling, Zaf.

Capítulo 4


M
ajestad —dijo Thiel, severo, a la mañana siguiente—. ¿Está siquiera prestando atención?

No, no lo estaba. Intentó idear la forma de abordar un tema inabordable. «¿Qué tal estáis todos hoy? ¿Habéis dormido bien? ¿Se ha echado de menos alguna gárgola?».

—¡Pues claro que presto atención! —espetó.

—Si le pidiera que describiese los últimos cinco documentos que ha firmado, no me sorprendería que su majestad se quedara en blanco.

Lo que Thiel no entendía era que ese tipo de trabajo requería un mínimo de atención; o ninguna.

—Tres fueros para tres ciudades costeras, un encargo para hacer una puerta nueva para la cámara fortificada del tesoro real y una carta para mi tío, el rey de Lenidia, pidiéndole que traiga al príncipe Celaje cuando venga —enumeró Bitterblue.

Thiel se aclaró la garganta con aire abochornado.

—Reconozco mi error, majestad. Pero fue vuestra determinación al firmar lo que me extrañó.

—¿Y por qué iba a vacilar? Me cae bien Celaje.

Other books

Cookie Cutter Man by Anderson, Elias
A Covenant with Death by Stephen Becker
The Master and Margarita by Mikhail Bulgakov
The Family Jensen by William W. Johnstone, J. A. Johnstone
El despertar de la señorita Prim by Natalia Sanmartin Fenollera
Damage by Robin Stevenson
Legacy of the Sword by Jennifer Roberson