Bocetos californianos (16 page)

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Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
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Revestido de dignidad el socio de Tennessee dijo pausadamente:

—Digan; cuando un hombre ha estado corriendo en libertad todo el día, ¿qué es natural que haga? Pues volver a casa. Pero si no puede volver a casa por sí mismo, ¿qué es lo que debe hacer su mejor amigo? ¡Claro que traerle a ella! Y aquí tenéis a Tennessee que ha estado corriendo en libertad y de sus peregrinaciones lo traemos al hogar.

Aquí, como para concentrar sus ideas, calló, bajóse a tomar un fragmento de cuarzo, y frotándolo pensativo contra su manga, continuó:

—Otras veces lo había cargado sobre mis espaldas como ahora habéis visto; otras veces lo había traído a esta cabaña, cuando no se podía valer por sí mismo; más de una vez yo y el borriquito lo habíamos esperado allá arriba, recogiéndolo y trayéndolo a casa cuando no podía hablar, ni le era posible reconocerme. Y hoy, que es el último día… ya veis…

Callóse otra vez y frotó el cuarzo contra su manga.

—Como puede verse, el caso es duro para su socio… Y ahora, señores —añadió bruscamente, recogiendo su pala de largo mango—, se acabó el entierro; les doy las gracias y… Tennessee se las da también por la molestia que les ha ocasionado.

Oponiéndose a cuantas ofertas de ayudarlo se le hicieron, comenzó a llenar la tumba, dando la espalda al gentío, que, después de algunos momentos de indecisión, se retiró poco a poco. Al doblar la pequeña cresta que ocultaba a su vista Sandy Bar, algunos, volviéndose hacia atrás, creyeron ver al socio de Tennessee, terminada ya su obra, sentado sobre la tumba, con la pala entre las rodillas y la cara sepultada en su rojo pañuelo de seda; pero otros arguyeron que, a tal distancia, no era posible distinguir la cara del pañuelo, y este punto no se esclareció jamás.

En medio de la calma que siguió a la agitación febril de aquel día, el socio de Tennessee no fue echado en olvido por los habitantes del campamento. Cierta rigurosa requisitoria que se hizo en secreto lo libró de la supuesta complicidad en el crimen de Tennessee, pero no de cierta sospecha sobre si estaba o no en su cabal juicio. La población de Sandy Bar hizo caso de conciencia el visitarlo, ofreciéndole varios regalos toscos, aunque inspirados en sinceros sentimientos. Pero, desde el fatídico día, aquella salud y enorme fuerza parecieron declinar visiblemente, y entrada ya la estación de las lluvias, cuando las hojillas de hierba comenzaron a asomar por entre el pedregoso montículo que cubría la tumba de Tennessee, se dejó vencer por la enfermedad.

Metióse en cama.

Aquella noche, los pinos que rodeaban la cabaña, sacudidos por la tempestad, arrastraban sus esbeltas ramas por encima del techo, y a lo lejos se oían el rugido y los embates de la impetuosa corriente del río. El socio de Tennessee se incorporó y dijo:

—Ya es hora, voy en busca de Tennessee; engancharé el carrito.

Y se hubiera levantado de la cama a no habérselo impedido su criada. Sin embargo, haciendo extraños movimientos, continuó en su singular delirio:

—¡Ven acá, borriquita! ¡So, so! ¡quieta! ¡Qué oscuro está! Alerta con los baches, y cuida también de él, vieja. Ya sabes que a veces, cuando está borracho, rueda como un tronco hasta la cuneta. Corre, pues, en derechura hasta el pino de allá arriba, en la colina. Bueno… ¡no lo dije!… ¡ahí está!… ya viene… solo… sereno… ¡Cómo brillan sus ojos! ¡Tennessee!

Y así fue a su encuentro…

UN POBRE HOMBRE

En el año 1852, vino con nosotros a California, a bordo del
Skiscraper
, un individuo llamado Fag, David Fag. Opino que el espíritu aventurero no influyó mucho en su partida; probablemente no tendría otro lugar a donde ir. Por las tardes, cuando reunidos los jóvenes, ponderábamos las magníficas colocaciones que habíamos abandonado, y cuán tristes habían quedado nuestros amigos al vernos partir; cuando enseñábamos daguerrotipos, y bucles de cabello, y hablábamos de María y de Susana,
el pobre hombre
solía sentarse entre nosotros y nos escuchaba penosamente humillado, aunque sin decir esta boca es mía. Quizá no tenía nada que decir. Carecía de camaradas, excepto cuando nosotros lo protegíamos, y en honor de la verdad, nos divertía bastante. No hacía viento para hinchar una gorra, y ya se mareaba; nunca pudo acostumbrarse a la vida de a bordo. Jamás olvidaré cuánto nos reímos cuando Abelardo le trajo un pedazo de tocino en un cordel, y… pero ya conoce todo el mundo esta chanza clásica; luego bromeamos a sus costas con gran regocijo. La señorita Engracia no podía sufrirlo; le hacíamos creer que se había encaprichado con él, y le enviábamos al camarote libros y golosinas. Era de ver la chistosa escena que tuvo lugar cuando, tartamudeando y luchando contra el mareo, subió a darle las gracias por los obsequios. ¡Menudo enfado tuvo ella! Parecíase a Medora, según dijo Abelardo, que sabía a Byron de memoria, y ¡no estaba poco sofocado el viejo Fag! Sin embargo, no nos guardó rencor, y cuando Abelardo cayó enfermo en Valparaíso, el viejo Fag lo cuidó esmeradamente. Era, en resumen, un chico de buena pasta, pero le faltaban valor y empresa. Carecía en absoluto de todo sentimiento estético, pues alguna vez llegó a vérsele sentado remendando su ropa vieja, mientras que Abelardo recitaba los conmovedores apóstrofes de Byron al Océano. En cierta ocasión, preguntó muy serio a Abelardo si creía que Byron se hubiese mareado en alguna ocasión. No recuerdo la respuesta de Abelardo, pero sí que todos nos reímos, y creo que no dejaría de ser buena, pues Abelardo no carecía de humorismo.

El día que el
Skiscraper
llegó a San Francisco, celebramos un gran banquete. Convínose en reunirnos todos los años y perpetuar tal acontecimiento. Por supuesto, que no convidamos a Fag. Fag era un pasajero de tercera, y como se comprenderá, era necesario, ya que estábamos en tierra, ser un poco prudentes. Pero el viejo Fag, como lo llamábamos, aunque no tendría más allá de veinticinco años (sea dicho entre paréntesis), fue para nosotros aquel día objeto de gran guasa. Según parece, concibió la idea de ir a pie a Sacramento, y realmente partió en dicha forma. La fiesta fue cabal: nos dimos todos un buen apretón de manos, y cada uno fuese por su lado. ¡Ay de mí! No hace de ello ocho años, y, sin embargo, algunas de aquellas manos, estrechadas entonces amistosamente, se han alzado de unos contra otros, y han entrado furtivamente en nuestros bolsillos. No comimos ya juntos al año siguiente, porque el joven Baker juró que no sentaría jamás en la misma mesa que ocupase un canalla tan despreciable como Remigio, y a Colás, el que pidió dinero prestado en Valparaíso al joven Lupo, que servía de mozo en un restaurant, no le gustaba encontrarse con gente de tal ralea.

Habiendo comprado una cantidad de acciones del Cayote's Tunnel, en Mugginswille, el 54, se me ocurrió subir hasta allí y examinarlo. Me hospedé en la Fonda del Imperio, y después de comer, busqué un caballo, di la vuelta al pueblo y me dirigí a las minas. Se me indicó uno de aquellos individuos a quienes los corresponsales de los periódicos llaman «nuestro inteligente noticiero» y que en las comunidades pequeñas se toman fácilmente el derecho de dar toda clase de informes. La fuerza del hábito le permitía ya trabajar y hablar a un tiempo, sin olvidar jamás una cosa por otra. Hízome una especie de historia del criadero, y añadió:

—Mire usted (y se dirigía al banco que tenía ante sí), de allí debe salir seguramente oro (y aquí interpuso una coma con su pica), pero el anterior propietario (sacó a retortijones la palabra de su pica) era un pobre hombre (y subrayó la frase con la pica), un infeliz que carecía de toda autoridad, que permitía a los chicos que se le subiesen a las barbas… (el resto lo confió a la operación de quitarse el sombrero, a fin de enjugar su frente varonil con un pañuelo de grandes cuadros azules.)

La curiosidad me llevó a preguntarle quién era el primitivo propietario.

—Se llamaba Fag.

Me apresuré a hacerle una visita; me pareció más viejo y más feo. Había trabajado mucho, según dijo, y sin embargo, la cosa sólo le marchaba así, así. Toméle afición y hasta cierto punto lo protegí. Si lo hice, porque empezara a sentir desconfianza para chicos como Abelardo y Remigio, no es preciso decirlo.

Todo el mundo recuerda cómo lo del Cayote's Tunnel se vino abajo y cuán ignominiosamente fuimos estafados. Pues, bien; lo primero que supe fue que Abelardo, uno de los principales accionistas, se veía reducido en Migginswille a guardar la cantina del hotel, y que el viejo Fag se había enriquecido, al fin, y vareaba la plata. Remigio me enteró de todo ello cuando volvió de arreglar sus asuntos. Me dijo también que Fag le hacía cocos a la hija del propietario del mencionado hotel. Así es que, por habladurías y por cartas, vine a saber que Robins, el dueño del hotel, trataba de arreglar el casamiento entre su hija Rosita y Fag. Era Rosita una chiquilla muy linda y regordeta, y que no haría más que lo que su padre mandase. Me pareció muy conveniente para Fag que se casara y estableciese, pues, como hombre casado, podría adquirir toda otra autoridad. Resolví, pues, un día subir a Mugginswille, para cuidar yo mismo del asunto.

Allí tuve la gran satisfacción de que Abelardo me sirviese las bebidas; sí, porque se trataba de Abelardo, el alegre, el brillante, el invencible Abelardo, que hacía dos años había tratado de despreciarme. Habléle del viejo Fag y de Rosita, precisamente, porque creí que el asunto no le sería grato. Declaróme que nunca le había gustado Fag, y que estaba seguro de que a Rosita tampoco le agradaba: acaso otra persona ocupaba los pensamientos de Rosita.

En seguida volvióse hacia el espejo del mostrador y se atusó el cabello; comprendí al vanidoso bribón, y pensé poner en guardia a Fag a fin de que se diera prisa en formalizar su unión. En el curso de una larga conversación que tuvimos y por el tono en que se expresó, eché de ver que el pobre chico estaba perdidamente enamorado de la muchacha. Suspiró y prometióme revestirse de valor para llevar el asunto a una crisis. Comprendí también que ésta, de excelente corazón, sentía una especie de silencioso respeto por Fag; pero le habían vuelto la cabeza las cualidades superficiales de Abelardo, que eran agradables y cortesanas. No creo que Rosita fuera peor que tú y yo: estamos más dispuestos a juzgar de los conocidos por su valor aparente que por su valor interno. Nos da menos trabajo y es más cómodo, excepto cuando necesitamos fiarnos de ellos. Lo difícil para con las mujeres está en que en ellas el sentimiento se interesa más pronto que en nosotros, y ya comprenden ustedes que en este caso se hace imposible la reflexión. Esto es lo que se le hubiera ocurrido al viejo Fag si hubiera sido un hombre dotado de la más ligera psicología. Pero no era así. La cosa no tenía remedio.

Algunos meses después, estaba sentado en mi despacho cuando se me apareció el viejo Fag. Después de un efusivo apretón de manos, hablamos de los asuntos corrientes, de aquella manera mecánica, propia de gente que sabe que tiene algo que decir, pero que se ve obligada a llegar a ello por medio de las ceremonias acostumbradas. Después de una pausa, Fag, con su naturalidad acostumbrada, me dijo:

—Me vuelvo a mi casa.

—¿A tu casa?

—Sí; es decir, me parece que haré una excursión a los Estados del Atlántico. Te he venido a ver, pues, como sabes, tengo algunas propiedades y he otorgado poderes a tu nombre para que puedas administrarlas: traigo algunos papeles que desearía guardases en tu poder. ¿Deseas encargarte de ellos?

—Sí —dije—. ¿Pero, qué hay de Rosita?

Fag enmudeció; trató de sonreír, y de este juego resultó uno de los efectos más sorprendentes y grotescos que jamás haya presenciado. Por fin, dijo:

—No me casaré con Rosita; es decir —y parecía pedirse interiormente perdón de una frase tan categórica—, creo que haré mejor en no casarme.

—David Fag —dije con repentina severidad—, eres un pobre hombre.

Y con extrañeza mía, se animó su rostro.

—Sí —dijo—, eso es; soy un pobre hombre; eso me lo he sabido siempre; te diré, me pareció que Abelardo quería a la muchacha tanto como yo, y supe, además, que ella lo amaba más que a mí, y que tal vez sería más feliz con mi rival. Además, me constaba también que el viejo Robins me hubiese preferido al otro porque yo era rico, y que la chica habría obedecido a su padre; pero, ¿me entiendes?, se me figuró que estorbaba, como quien dice, de manera que opté por retirarme. Sin embargo —continuó cuando iba ya a interrumpirlo—, por temor de que el padre rechazara a Abelardo, le he prestado lo bastante para establecerse por su cuenta en Dogtown. Hombre emprendedor, activo, brillante, como sabes que es Abelardo, puede adelantar y hacerse otra vez con su antigua posición, y no hay necesidad alguna de que le apremien si no lo logra —alargóme nuevamente la mano para despedirse.

Sentíame hastiado de sobras por su modo de tratar al tal Abelardo para mostrarme amable; pero como el negocio era de provecho, prometí encargarme de él, y Fag partió.

Transcurrió algún tiempo. Llegó el próximo vapor de regreso, y durante algunos días, un terrible accidente ocupó la atención de los Estados Unidos. En todas las regiones del Estado leíanse con avidez los detalles de un terrible naufragio, y los que tenían amigos a bordo se reunían para leer con aliento comprimido la larga lista de las víctimas. Busqué los nombres de todos los seres interesantes, afortunados y queridos que habían perecido, y creo que fui el primero en descubrir, entre éstos, el nombre de David Fag.

El pobre hombre ¡había, pues, en realidad, vuelto a su casa!

LOS DESTERRADOS DE POKER FLAT

Al poner el pie don Jorge, jugador de oficio, en la calle Mayor de Poker Flat, en la mañana del día 22 de noviembre de 1850, presintió ya que, desde la noche anterior, se efectuaba un cambio en la atmósfera moral de la población. Algunos grupos donde se conversaba gravemente, enmudecieron cuando se acercó y cambiaron miradas significativas. Era de notar que dominaba en el aire una tranquilidad dominguera; lo cual en un campamento poco acostumbrado a la influencia del domingo, parecía de mal agüero, y sin embargo, la cara tranquila y hermosa de don Jorge no reveló el menor interés por estos síntomas. ¿Tenía conciencia acaso de alguna causa predisponente? Eso era cosa distinta.

—Sospecho que van tras de alguno —pensó—; tal vez tras de mí.

Introdujo en su bolsillo el pañuelo con que había sacudido de sus botas el encarnado polvo de Poker Flat, y con entera calma desechó de su mente toda conjetura.

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