Bocetos californianos (26 page)

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Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
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—Ahora podemos aproximarnos tanto como ustedes quieran —añadió a modo de explicación.

—Seguramente es un hijo de San Nicolás —dijo en voz baja Adelaida—, ¿no podríamos pedirle noticias de su padre?

—¡Silencio! —dijo Catalina con decisión—, puede que sea un ángel.

Y con deliciosa incoherencia perfectamente comprendida por su femenil auditorio, prosiguió:

—Estamos hechas tres visiones.

Saltaron cautelosamente los cercados y finalmente pararon a pocos pies de distancia de un sombrío muro. El desconocido ayudólas a apearse. La confusa y escasa luz de poniente reverberaba en la nieve, y a medida que el guía presentaba la mano a sus bonitas compañeras, cada una de éstas se veía sometida a un examen detenido, aunque respetuoso. Revestido de la mayor gravedad, ayudólas a abrir la ventana, retirándose luego discretamente al trineo hasta que terminó el difícil y un, si es no es, descompuesto acceso al interior. Después volvió hasta la ventana.

—Gracias: buenas noches —murmuraron las niñas a un tiempo.

Una de las tres figuras permanecía aún en la ventana, y el desconocido inclinóse sobre el pretil.

—Permítame que encienda aquí este cigarrillo, pues la luz del fósforo ahí fuera podría llamar la atención.

Con la ayuda de esta luz pudo ver a Catalina bonitamente encuadrada en la ventana. Consumióse la cerilla lentamente entre sus dedos, y una sonrisa picaresca asomó en los labios de Catalina. La astuta joven había comprendido tan pobre subterfugio. ¿De qué le había de valer, pues, el ser primera en su clase, y para qué si no, habrían sus padres satisfecho la matrícula durante tres años consecutivos?

Al día siguiente la tempestad había cesado, y el sol resplandecía vivo y alegre en la sala de estudio, cuando Catalina de Corlear, que tenía su sitio junto a la ventana, llevóse patéticamente la mano al corazón y se dejó caer sobre el hombro de su vecina Carolina, simulando un repentino desvanecimiento.

—Está aquí —suspiró.

—¿Quién? —preguntó con interés Carolina, que no comprendía nunca claramente cuándo Catalina hablaba formal.

—¿Quién? ¡Pues el hombre que nos salvó anoche! Acabo de verle hace un instante llegar a la puerta. Calla: dentro de un momento estaré mejor.

Y la hipócrita se pasó patéticamente la mano por la frente con ademán trágico.

—¿Qué es lo que querrá? —preguntó Carolina con curiosidad cada vez más acentuada.

—Pregúntaselo —dijo Catalina en tono despreocupado—. Quizá poner en el colegio a sus cinco hijas. Tal vez quiera perfeccionar la educación de su mujer y ponerla en guardia contra nosotras.

—Pues chica, no parece viejo, y menos casado —contestó Adelaida doctrinalmente.

—¡Pobre muchacha! ¡Eso nada significa! —contestó la escéptica Catalina—. No puede una nunca decir nada de estos hombres… ¡Son tan falsos! Además, yo siempre tengo tan mala fortuna.

—¡Pues… Catalina! —comenzó Carolina.

—¡Silencio! La señora va a decir algo —dijo Catalina, con una sonrisa.

—Las educandas harán el favor de prestar atención —dijo pausadamente una voz indolente—. En el locutorio preguntan por la señorita Carolina Galba.

Don Juan Príncipe, nombre estampado en la tarjeta y en varias cartas y credenciales sometidas al Reverendo señor Crammer, se paseaba impaciente por el severo aposento designado oficialmente con el nombre de sala de recepción, y privadamente entre las alumnas con el de purgatorio. Con escrutadora mirada examinaba los rígidos detalles de la sala, desde el pulimentado calorífero de vapor parecido a un enorme soda-cracker barnizado, que calentaba un extremo del cuarto, hasta el busto monumental del doctor Crammer, que daba escalofríos en el opuesto, desde el padrenuestro dibujado por un ex maestro de caligrafía, con tal variedad de elegantes rasgos de escritura, que disminuía notablemente el valor de la composición, hasta tres vistas de la población, tomadas del natural desde el Instituto por el profesor de dibujo, y que nadie hubiese sido capaz de reconocer; desde dos citas ilustradas del Antiguo Testamento, escritas en letra inglesa, tan horriblemente remotas que helaban todo humano interés, hasta una gran fotografía de la clase superior, en la cual las niñas más bonitas tenían el color etiópico, sentadas, al parecer, unas sobre las cabezas y hombros de las otras. Hojeó maquinalmente las páginas de catálogos escolares, los
Sermones
del doctor Crammer, los
Poemas
de Henry Kirke White, las
Leyendas del Santuario
y
Vidas de mujeres célebres
; su ya viva imaginación, nerviosamente acrecentada por su situación especial, le representó las tiernas reuniones y conmovedoras despedidas que debían haber tenido lugar allí, y extrañase de que el aposento no guardara algo que pudiese expresar tales humanos sentimientos, y hasta había olvidado casi el objeto de su visita, cuando se abrió la puerta para dejar paso a Carolina Galba.

El rostro del visitante que había vislumbrado la noche anterior le pareció más bonito aún de lo que le había parecido entonces, y sin embargo, estaba como desorientado o descontento, aun cuando no podía esperar encontrarse con tan bella criatura. Conservaba su abundante y ondulado cabello el tinte dorado metálico de antes; su color, de extraña delicadeza como el de una flor, y sus ojos, castaños del color de algas marinas en aguas profundas. No era, pues, su belleza la que le desilusionaba.

Carolina se encontraba, por su parte, como violenta, sin ser tan impresionable como él. Ante sí tenía a uno de estos hombres a quien su sexo califica en términos vagos de simpáticos, esto es, correcto en todos los superficiales accesorios de moda, vestido, ademanes y de figura agradable. Sin embargo, había en él una distinción excepcional; no se parecía a nadie que ella pudiera recordar, y como la originalidad suele tan a menudo asustar a las gentes como atraerlas, no se sintió predispuesta en su favor.

—No puedo apenas esperar —principió en amable tono—, que me recuerde usted. Hace once años era una niña muy pequeña. Tal vez ni siquiera pueda reivindicar en mi favor el haber disfrutado de la familiaridad que podía existir entre una niña de seis años y un joven de veintiuno. Creo que no era muy amigo de los niños. Sin embargo, conocí muy bien a su madre, pues cuando ella le llevó a San Francisco era yo editor de
El Alud
en Fiddletown.

—Quiere usted decir mi madrastra; ya sabe usted que no era mi madre —interpuso Carolina con viveza.

—Quise decir su madrastra —dijo gravemente—. Nunca he tenido el gusto de encontrarme con su madre de usted.

—No; hace doce años que mamá no ha estado en California.

El tono de aquel título y la distinción que establecía era tan intencionado, que principió a interesar a Príncipe, después que se hubo repuesto de su primera sorpresa.

—Perfectamente, pero como ahora vengo de parte de su madrastra —prosiguió sonriendo—, tengo que rogarle que por algunos momentos vuelva a aquel punto de partida. Su señora madre, digo, su madrastra, reconoció que su madre, la primera Galba, era legal y moralmente su tutora, y aunque muy a pesar de sus inclinaciones y afectos, la colocó de nuevo bajo la tutela de aquélla.

—Mi madrastra se volvió a casar antes de cumplir el mes de la muerte de mi padre, y me envió a casa —dijo Carolina, alzando ligeramente la cabeza y con mucha intención.

El señor Príncipe sonrióse tan dulcemente, y al parecer con tanta simpatía, que principió a gustar a Carolina. Sin contestar a la interrupción, prosiguió:

—Una vez realizado este acto de simple justicia, pusiéronse de acuerdo su madre y su madrastra para costear los gastos de su educación hasta que cumpliese diez y ocho años, época en que deberá usted elegir cuál de las dos ha de ser en adelante su tutora. Me parece que a la sazón se le comunicó a usted todo eso y que por lo tanto tiene reconocimiento del citado convenio.

—Entonces, yo no era más que una criatura —dijo Carolina.

—Ciertamente —dijo el señor Príncipe, con la misma sonrisa—. Con todo, me parece que las condiciones jamás han sido molestas a usted ni a su señora madre, y la única vez que quizá le causen alguna inquietud, será cuando llegue a decidir en la elección de su tutora, lo cual será al cumplir los diez y ocho años… creo que el día 20 del mes corriente.

Carolina permaneció en silencio.

—Sentiría creyese que he venido aquí para conocer su decisión, aun cuando esté hecha ya. Tan sólo he venido a manifestarle que su madrastra, la señora de Ponce, estará mañana en la ciudad y pasará algunos días en ella. Si es su deseo verla antes de decidir, ella se alegrará de poder estrecharla en sus brazos, sin que ello implique la más remota intención de influir en su decisión, libre de todo punto.

—¿Sabe madre que ella viene? —dijo apresuradamente Carolina.

—No podría contestarlo —dijo Príncipe gravemente—. Sólo sé que si ve usted a la señora de Ponce será con permiso de su madre, pues ella sabrá respetar sagradamente esta parte del convenio hecho hace ocho años. Su salud es muy delicada, y el cambio de aires y quietud del campo durante unos días le serán altamente beneficiosos.

Príncipe posó la mirada de sus vivos y penetrantes ojos sobre la joven, y contuvo el aliento hasta que ella anunció:

—Madre llegará hoy o mañana.

—¡Ah!—dijo Príncipe con dulce y lánguida sonrisa.

—¿El coronel Roberto está aquí también? —preguntó Carolina después de una pausa.

—El coronel Roberto ha muerto; por segunda vez ha enviudado su madre.

—¡Muerto! —repitió Carolina.

—Sí —contestó Príncipe—, su madrastra ha tenido la singular desgracia de sobrevivir a sus afectos más caros.

No pareció comprenderlo Carolina, pero Príncipe, sin dar explicaciones, se sonrió con dulzura.

Dos lágrimas temblaron al poco rato en los párpados de Carolina.

El señor Príncipe aproximó su silla hacia ella dulcemente.

—Temo —dijo con extraño brillo en su mirada y retorciendo las guías de su bigote—, temo que se preocupa usted demasiado del asunto. Pasarán algunos días antes que se le pida una resolución. Hablemos de otra cosa; supongo que no se resfrió ayer noche.

El rostro de Carolina adquirió con una sonrisa su gracia peculiar.

—¡Le pareceríamos sin duda tan alocadas!… ¡Y dímosle tanta molestia!…

—En manera alguna, se lo aseguro. Mis sentimientos de las conveniencias sociales —añadió con gazmoñería—, se hubieran alarmado quizá con cierta justicia si me hubiesen propuesto que ayudara a tres señoritas a salir de noche por la ventana de la clase, pero ya que se trataba de entrar nuevamente en ella…

Sonó con fuerza la campanilla de la puerta de entrada y el señor Príncipe se puso en pie.

—En fin; tómese todo el tiempo que necesite, y reflexione bien antes de resolver.

Sin embargo, el oído y la atención de Carolina estaban fijos en las voces que sonaban en la entrada. De repente, se abrió la puerta y el criado anunció:

—La señora Galba y el señor Robinson.

V

Don Juan Príncipe se dirigía a través de los arrabales del pueblo hacia el hotel, mientras el tren de la tarde lanzaba en un silbido su habitual e indignada protesta al tener que pararse en Génova.

Estaba fatigado y de mal humor: un paseo de una docena de millas en coche a través de los pueblos circunvecinos nada pintorescos, y por entre pequeñas y económicas casas de labranza y otros edificios del campo que molestaban su delicado gusto, había dejado a este caballero en un pésimo estado de ánimo. Habría incluso evitado a su taciturno posadero a no acecharle en la entrada misma del hotel.

—Hay una señora en la sala que le está esperando.

Apresuróse Príncipe a subir la escalera, y al entrar en el cuarto, la señora de Ponce voló a su encuentro.

A decir verdad, habíase desmejorado mucho en los últimos diez años. Su arrogante talle habíase reducido; las seductoras curvas de su busto y espaldas estaban quebradas o perdidas; el brazo, antes lleno de plasticidad, encogíase en su manga, y los brazaletes de oro que cercaban sus níveas muñecas casi se le escurrieron de las manos cuando sus largos y huesosos dedos sacudieron convulsivamente las manos de Juan. Pintaba sus mejillas el abrasado calor de la fiebre; sus brillantes ojos aún eran hermosos, su boca sonreía dulcemente aún, pero en los hoyos de aquellas mejillas demacradas estaban sepultados los graciosos hoyuelos de antaño y los labios se entreabrían para facilitar la respiración fatigosa exponiendo los blancos dientes, más aún de lo que acostumbraba hacerlo en tiempos ya lejanos. La aureola de su rubio cabello persistía aún; era más fino, más etéreo y sedoso, pero, a pesar de su abundancia, no ocultaba los huecos de las sienes cruzadas de azules venas.

—Clara —dijo Juan en tono de reproche.

—¡Te ruego me perdones, Juan! —dijo, dejándose caer en una silla, pero asida aún de su mano—, perdóname, amigo mío, pero ya no podía aguardar más; me hubiera muerto. Juan, muerto sin que acabaran estos días. Te pido conmigo un poco más de paciencia; no va a ser largo, pero deja que me quede aquí. Sé que no debo verla, no le hablaré; pero es tan dulce sentir que por fin estoy cerca de ella, que estoy respirando el mismo aire que mi amada… Me siento mejor ya, Juan, te lo aseguro. Y ¿la has visto hoy? ¿Qué tal estaba? ¿Qué dijo? Dímelo todo, todo, Juan. ¿Estaba hermosa? Dicen que lo es. ¿Ha crecido mucho? ¿La hubieras reconocido?… ¿Vendrá, Juan? Acaso ha estado ya aquí; quizá…

Se había puesto de pie, excitada, trémula y miraba hacia la puerta de entrada.

—Acaso esté aquí ahora. ¿Por qué no hablas, Juan? ¡Por Dios! Explícate.

Unos penetrantes ojos se fijaron vivamente en ella, con una ternura que quizá ella sola era capaz de comprender.

—Amiga Clara —dijo afectando alegría—, tranquilízate. El cansancio te ha rendido y la excitación del viaje te ha puesto en un estado lamentable. He visto a Carolina; está buena y hermosa. Por ahora, esto es bastante.

El grave tono y suave firmeza con que subrayó estas palabras la sosegaron, como a menudo lo hacía en otros tiempos. Acariciando su delgada mano, dijo después de un corto intervalo:

—¿Te ha escrito alguna vez Carolina?

—Sí, en dos ocasiones, dándome las gracias por algunos presentes; no eran más que cartas de colegiala —añadió impaciente, contestando a la interrogadora mirada de Juan Príncipe.

—¿Ha llegado alguna vez a saber tus penas? Tus aprietos, los sacrificios que hiciste para pagar sus cuentas, que empeñaste alhajas y la ropa…

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