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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (6 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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Abrí el cajón superior de mi mesa buscando un amuleto contra el dolor. Se me escapó un gruñido al comprobar que los había gastado todos. Golpeé con la frente el borde metálico de la mesa y me quedé así, mirando a través de la maraña de pelo rizado rojo, más abajo del dobladillo de los pantalones, a mis botines. Me había vestido de forma más conservadora que habitualmente por deferencia a mi marcha: una camisa roja metida por dentro de unos pantalones rectos. No más cuero ajustado en una temporada.

La noche pasada había sido un tremendo error. Había bebido más de la cuenta, tanto como para darles oficialmente mis dos deseos restantes a Ivy y a Jenks. Ya contaba con esos dos deseos. Cualquiera que sepa algo de deseos sabe que no puedes pedir tener más deseos. Lo mismo pasa con la riqueza. El dinero no aparece sin más. Tiene que provenir de algún sitio y a menos que desees que no teran, siempre te acaban pillando por robo.

Los deseos son algo peliagudo. Por eso la mayoría de inframundanos habían hecho presión para que fuesen solo tres cada vez. Pensándolo en retrospectiva, no lo había hecho tan mal. Al desear que no me pillasen por dejar escapar a la leprechaun me había garantizado abandonar la SI con un expediente limpio. Si Ivy tenía razón y me liquidaban por romper mi contrato, tendrían que hacer que pareciese un accidente. Pero ¿para qué iban a molestarse?

Las amenazas de muerte resultaban caras y en el fondo deseaban que me largase.

Ivy tenía un vale para pedir su deseo más tarde. Parecía una moneda antigua, con un agujero en el centro por el que había pasado un cordón morado, y se la había colgado al cuello. En cambio Jenks pidió su deseo allí mismo en el bar, y salió luego disparado para contarle la buena noticia a su mujer. Debí marcharme cuando lo hizo Jenks, pero Ivy parecía no tener ganas de irse. Hacía mucho tiempo que no salía a divertirme con amigas y pensé que quizá encontraría en el fondo de una copa el valor para decirle a mi jefe que me marchaba. Pero no fue así.

A los cinco segundos de empezar mi ensayado discurso, Denon abrió un sobre de estraza, sacó mi contrato y lo rompió en dos. Luego me dijo que debía estar fuera del edificio en media hora. Mi placa y las esposas de la SI estaban sobre su mesa, los amuletos que las decoraban estaban en mi bolsillo.

Mis siete años en la SI me habían dejado un desordenado montón de morralla y memorandos anticuados. Con dedos temblorosos recogí un jarrón barato de gruesas paredes que no había visto una flor en meses. Fue a parar a la basura, igual que el cretino que me lo regaló. Metí en una caja el cuenco de disoluciones. La pieza de cerámica azul incrustada de sal arañó el cartón. Se había quedado reseco la semana anterior y el reborde de sal dejado por la evaporación acumulaba ya polvo.

Un palo de madera de secuoya, le hizo compañía. Era demasiado grueso para servir de varita, aunque tampoco era suficientemente bueno como para molestarse de todas formas. Lo había comprado para hacer una serie de amuletos para detectar mentiras, pero nunca encontré el momento. Era más fácil comprarlos hechos. Estirándome un poco alcancé mi agenda de teléfonos de contactos antiguos. La escondí junto al cuenco de disoluciones, tapándola con mi reproductor de música y los auriculares.

Los libros de referencia eran para devolvérselos a Joyce al otro lado del pasillo, pero el contenedor de sal que los sujetaba había sido de mi padre. Lo metí en la caja, preguntándome qué pensaría mi padre de mi renuncia. Estaría como unas pascuas, murmuré apretando los dientes por la resaca.

Levanté la vista y miré por encima de las feas separaciones amarillas. Fruncí el ceño al comprobar que mis colegas evitaban mirarme. Estaban agrupados de pie cuchicheando, haciendo ver que estaban ocupados. Sus murmullos me irritaban. Tomando aire alcancé la foto en blanco y negro de Watson, Crick y la mujer responsable de todo, Rosalind Franklin. Estaban posando delante de su modelo del adn, y la sonrisa de Rosalind tenía el mismo misterio que la de la Mona Lisa. Se podría pensar que ella ya sabía lo que pasaría. Me pregunto si fue una inframundana. Mucha gente lo pensaba. Tenía la foto para recordarme a mí misma que el mundo giraba gracias a los detalles que la mayoría no veían.

Hacía casi cuarenta años desde que un cuarto de la humanidad había muerto por culpa de la mutación de un virus, el T4 Ángel y a pesar de lo que las teorías evangelistas proclamaban en la tele, no había sido culpa nuestra. Todo había empezado —y terminado— por la ancestral paranoia humana.

En los años cincuenta, Watson, Crick y Franklin unieron sus mentes para resolver el misterio del adn en seis meses. La cosa pudo haberse quedado ahí, pero entonces los soviéticos robaron la información. Espoleados por el miedo a una guerra, se invirtió mucho dinero para desarrollar el descubrimiento. En los sesenta ya habían logrado que una bacteria produjese insulina. Lo siguiente fue toda una panoplia de medicamentos creados mediante ingeniería biológica, que invadieron además el mercado con armas de bioingeniería procedentes de la cara más oscura de los EE. UU.

Nunca llegamos a pisar la luna. Usamos la ciencia para matarnos a nosotros mismos en lugar de para avanzar. Y entonces, hacia el final de la década, alguien cometió un error. El debate sigue siendo si fueron los americanos o los rusos. En algún lugar de los fríos laboratorios del Ártico se escapó una cadena letal de adn. Dejó un modesto rastro de muerte hasta Río de Janeiro, donde fue identificado y solucionado. La mayoría de la opinión pública siguió viviendo ignorante e inconsciente. Pero mientras los científicos escribían sus conclusiones en sus informes para el laboratorio y los archivaban, el virus mutó.

Se unió a un tomate creado por ingeniería genética a través de un enlace débil en su adn modificado y que los investigadores consideraron demasiado minúsculo como para preocuparse por él. El tomate era conocido oficialmente como T4 Ángel (la identificación del laboratorio) y de ahí provenía el nombre del virus.

Ajenos al hecho de que el virus usaba el tomate Ángel como huésped intermediario, este fue transportado en avión. Dieciséis horas después ya era demasiado tarde. Los países del tercer mundo fueron diezmados en unas terroríficas tres semanas y EE. UU. en cuatro. Las fronteras se militarizaron y se implantó la política de estado del «Lo siento, no podemos ayudarte». Los EE. UU. se vieron muy afectados y mucha gente murió, pero no fue nada comparado con la masacre que se vivió en el resto del mundo.

Pero la principal razón por la cual la civilización subsistió fue porque la mayoría de las especies de inframundanos eran resistentes al virus Ángel. Las brujas, los no muertos y las pequeñas criaturas como los troles, pixies y hadas eran totalmente inmunes. Los hombres lobo, los vampiros vivos y los leprechaun pillaron una gripe. Los elfos sin embargo desaparecieron casi por completo. Se cree que la práctica de entrecruzarse con los humanos para aumentar en número se volvió contra ellos, haciéndolos susceptibles al virus Ángel.

Cuando las aguas volvieron a su cauce y el virus fue erradicado, el número de nuestras diversas especies casi igualaba al de humanos. Fue una oportunidad que supimos aprovechar. La Revelación, como se vino a denominar, comenzó a mediodía con un único pixie. Terminó a medianoche con la humanidad acurrucándose bajo las mesas, intentando hacerse a la idea de que habían estado viviendo junto a brujas, vampiros y hombres lobo desde antes de la época de las pirámides.

La primera reacción visceral de los humanos de erradicarnos de la faz de la tierra se disolvió bastante rápido cuando les hicimos ver que gracias a nosotros la estructura de su civilización seguía en pie y funcionando mientras el mundo se desmoronaba. De no ser por nosotros, las muertes habrían sido mucho más numerosas.

Pero aun así, los primeros años tras la Revelación fueron una locura. Por miedo a arremeter contra nosotros, los humanos prohibieron toda investigación médica, considerándola el origen de todos sus males. Los biolaboratorios fueron arrasados y los bioingenieros que escaparon a la plaga se enfrentaron a juicios y murieron en lo que se podrían llamar asesinatos legalizados. Hubo una segunda oleada menos visible de muertes cuando se destruyó la fuente de nuevas medicinas junto con la biotecnología.

Fue solo cuestión de tiempo antes de que la humanidad insistiese en crear una institución puramente humana para controlar la actividad del inframundo. Nació así la Agencia Federal para el Inframundo, que disolvió y reemplazó a las fuerzas del orden público locales en todo EE. UU. Los agentes de policía y federales inframundanos que se habían quedado sin trabajo fundaron su propia fuerza policial, la SI. La rivalidad entre ambos cuerpos sigue vigente hoy en día, lo que ayuda a mantener atados en corto a los inframundanos más agresivos.

Había cuatro plantas en la sede central de la AFI de Cincinnati, dedicada a encontrar los biolaboratorios ilegales que aún quedaban y en los que por un módico precio se podía conseguir insulina o algo para evitar la leucemia. La AFI, controlada por los humanos, está tan obsesionada con encontrar tecnología prohibida como lo está la SI con limpiar las calles del azufre psicotrópico.

Y todo empezó cuando Rosalínd Franklin notó que habían movido su lápiz y que había alguien donde no debía estar
, pensaba mientras me rascaba mi dolorida cabeza.
Las pequeñas pistas, los pequeños indicios; eso es lo que hace girar al mundo
. Eso era lo que me hacía una cazarrecompensas tan buena. Devolviéndole la sonrisa a Rosalind borré las huellas que había dejado en la foto y la puse en mi caja.

Oí un estallido de risas nerviosas detrás de mí y abrí de un golpe el siguiente cajón. Rebusqué entre las notas adhesivas sucias y los clips. Mi cepillo para el pelo estaba justo ahí, donde siempre lo dejaba. Un nudo de preocupación se me deshizo al echarlo a la caja. El pelo podía usarse para hacer hechizos personalizados. Si Denon pensara acabar conmigo, se lo habría llevado.

Mis dedos tropezaron con la pesada suavidad del reloj de bolsillo de mi padre. Del resto nada más era mío, así que cerré de un golpe el cajón, y me incorporé de un salto al notar la cabeza a punto de explotar. Las manecillas del reloj estaban paradas a las doce menos siete minutos. Mi padre solía decirme para fastidiarme que se había parado la noche que fui concebida. Me senté hundida en la silla y me metí el reloj en el bolsillo. Casi podía ver a mi padre de pie en la puerta de la cocina, mirando su reloj de bolsillo y el de encima del fregadero, con una sonrisa curvando sus labios en su alargado rostro mientras pensaba dónde se habrían metido los momentos perdidos.

Coloqué al
señor Pez
(un pez beta en su pecera que me regalaron en la fiesta de Navidad de la oficina del año pasado) en mi cuenco de disoluciones con la esperanza de que evitase que tanto el agua como el pez se derramasen. Luego eché el bote de comida para peces. El ruido de un golpe amortiguado al otro lado de la oficina captó mi atención más allá de las separaciones y tras la puerta cerrada de Denon.

—No vas a salir ni un metro más allá de esa puerta, Tamwood —se le oyó gritar a lo lejos, silenciando el murmullo de las conversaciones.

Al parecer Ivy acababa de entregar su dimisión.

—Firmaste un contrato, trabajas para mí y no al revés. Si te vas… —Se escuchó un repiqueteo tras la puerta cerrada—. ¡Hostias! —se oyó más bajito—. ¿Cuánto hay ahí?

—Lo suficiente para liquidar mi contrato —dijo Ivy con tono frío—. Lo suficiente para ti y para los estirados del sótano. ¿Hay trato?

—Sí —dijo Denon con una exclamación avariciosa—. Claro que sí, estás despedida.

Notaba como si tuviese la cabeza rellena de algodón, así que la hundí en mis manos. ¿Ivy tenía dinero?, ¿por qué no me había dicho nada anoche?

—Que te den, Denon —soltó Ivy con voz clara en el silencio absoluto de la oficina—. Me voy yo, tú no me echas. Tendrás mi dinero, pero no puedes comprar mi clase. Eres de segunda y ni todo el dinero del mundo puede remediarlo. Aunque tuviera que vivir en cloacas llenas de ratas, seguiría siendo mejor que tú y te mata la idea de que ya no puedes darme más órdenes.

—No te pienses que con esto compras tu seguridad —dijo furioso el jefe. Ya me imaginaba esa vena hinchada de su cuello explotando—. Suceden muchos accidentes a su alrededor, si te acercas demasiado puede que te despiertes muerta.

La puerta de Denon se abrió de pronto e Ivy salió hecha una furia, dando un portazo tan fuerte que las luces temblaron. Su rostro estaba tenso y creo que no llegó a verme al pasar como un rayo junto a mi cubículo. En algún momento desde que me dejó anoche y ahora se había cambiado de ropa para ponerse un guardapolvo de seda hasta la rodilla. Estaba lo suficientemente segura de mis preferencias sexuales como para afirmar que estaba muy guapa. El dobladillo ondeaba tras ella al cruzar toda la planta con grandes zancadas. En su rostro pálido podían verse aún gestos de rabia. La tensión que la rodeaba era tan fuerte que casi se sentía.

No se estaba haciendo la vampiresa, simplemente se enfadaba para soltar la tensión. Aun así, dejó un silencio helador tras ella que ni la luz del sol que entraba por la ventana se atrevía a perturbar. En el hombro llevaba una bolsa de loneta vacía y su deseo colgaba todavía de su cuello.
Chica lista
, pensé.
Ahorrando para el invierno
. Ivy bajó por las escaleras y yo cerré los ojos sufriendo con el ruido de la puerta antiincendios al golpear la pared.

Jenks apareció en mi cubículo, zumbando alrededor de mi cabeza como una polilla loca, presumiendo del vendaje que le habían puesto en el ala.

—Hola, Rachel —dijo, insufriblemente contento—. ¿Qué se cuece por aquí?

—Habla más bajito —le susurré. Hubiera dado cualquier cosa por una taza de café, pero no creí que mereciera la pena dar los veinte pasos que me separaban de la cafetera. Jenks iba vestido de paisano, con colores chillones que no pegaban entre sí. El morado no iba con el amarillo, ni ahora ni nunca. Dios mío, el vendaje del ala también era morado.

—¿Tú no tienes resaca? —logré susurrar.

Hizo una mueca, posándose sobre mi cubilete para bolígrafos.

—No, el metabolismo de los pixies es muy rápido. El alcohol se convierte en azúcar enseguida, ¿no es estupendo?

—Maravilloso.

Con cuidado, envolví con un pañuelo una foto de mi madre y mía y la puse junto a la de Rosalind. Por un momento sopesé la idea de contarle a mi madre que me había quedado sin trabajo, pero decidí no hacerlo por motivos obvios. Esperaría hasta encontrar uno nuevo.

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