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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (9 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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Asentí apoyándome en la pared y dejándome caer hasta que mi trasero golpeó el suelo. Mi ropa, mis zapatos, mi música, mis libros… ¡mi vida!

—¡Oh, no! —dijo Jenks bajito—. Tu disco de
Lo mejor de Takata
también está maldito.

—Y está firmado —murmuré. El zumbido de sus alas se hizo menos intenso. El plástico aguantaría un baño en agua salada, pero el papel se estropearía. Me preguntaba si Takata me mandaría otro si se lo pedía. Quizá me recordaba. Pasamos una noche salvaje cazando sombras por las ruinas de los antiguos biolaboratorios de Cincinnati. Creo que escribió una canción sobre aquello: «Sale la luna nueva, sin examinar, las sombras de la fe crean una vacuna arriesgada». Estuvo en la lista de los veinte éxitos durante dieciséis semanas seguidas. Fruncí el ceño.

—¿Queda algo a lo que no hayan echado una maldición? —pregunté.

Jenks aterrizó sobre la guía de teléfonos y se encogió de hombros. La habían dejado abierta por la página de forenses.

—Estupendo. —Con un nudo en el estómago me puse en pie y mis pensamientos volvieron a lo que Ivy había dicho anoche acerca de León Bairn. Lo de sus trocitos repartidos por todo el porche. Tragué saliva. No podía irme a casa. ¿Cómo iba a saldar mi cuenta con Denon?

La cabeza volvía a dolerme. Jenks se posó en mi pendiente sin abrir su bocaza, recogí mi caja del suelo y bajé las escaleras. Lo primero era lo primero.

—¿Cómo se llama el tío ese que conoces? —pregunté al llegar a la entrada del edificio—, el del almacén. Si le doy una propina, ¿le echará la disolución a mis cosas?

—Si le explicas cómo hacerlo… él no es brujo.

Volví a concentrarme, intentando pensar con claridad. Mi teléfono estaba en mi bolso, pero la batería estaba descargada. El cargador estaba entre el montón de cosas malditas.

—Lo llamaré desde la oficina —dije.

—No tiene teléfono —dijo Jenks descolgándose de mi pendiente y volando a la altura de mis ojos. Se le había despegado el vendaje del ala y me preguntaba si debía ofrecerme a arreglárselo.

—Vive en los Hollows —añadió Jenks—. Hablaré con él por ti, es que es tímido.

Estaba a punto de abrir la puerta cuando me detuve. Pegando la espalda a la pared aparté con cuidado la cortina amarilla raída por el sol para poder mirar por la ventana. El triste jardín estaba tranquilo a esta hora de la tarde, vacío y en calma. El zumbido de un cortacésped y el ruido de los coches al pasar quedaban amorti guados por el cristal. Con los labios apretados decidí quedarme allí hasta oír acercarse el autobús.

—Prefiere que le paguen en metálico —dijo Jenks descendiendo y sentándose en el alféizar—. Lo llevaré a la oficina una vez haya echado un ojo a tus cosas.

—Te refieres a lo que quede cuando venga —dije, aunque sabía que mis cosas estaban relativamente seguras. Se suponía que las maldiciones, especialmente las de magia negra, estaban dirigidas a una persona en particular, pero nunca se sabe. Nadie se arriesgaría por mis baratijas—. Gracias, Jenks. —Ya era la segunda vez que me salvaba el culo. Me sentía incómoda y un poquito culpable.

—Bueno, para eso están los socios —dijo, poniéndomelo aún peor. Sonreí vagamente ante su entusiasmo y dejé mi caja en el suelo mientras esperábamos.

Capítulo 5

El autobús estaba casi vacío, ya que la mayoría de la gente salía de los Hollows a esta hora del día. Jenks había salido volando por la ventana poco después de cruzar el río, cuando entrábamos en Kentucky. En su opinión la SI no me atacaría en un autobús con testigos. Yo no estaba tan segura, pero tampoco pensaba pedirle que se quedase conmigo.

Le había dicho al chófer la dirección y quedó en avisarme cuando llegásemos allí. Era un humano delgaducho a pesar de las galletas de vainilla que se iba metiendo en la boca como si fuesen gominolas. El uniforme azul desvaído le quedaba muy holgado.

La mayoría de los conductores de transportes públicos de Cincinnati se sentían cómodos en presencia de inframundanos, pero no todos. Las reacciones de los humanos hacia nosotros variaban mucho. Algunos sentían miedo, otros no. Algunos deseaban ser como nosotros, otros querían matarnos. Algunos se aprovechaban de la reducción de impuestos y se mudaban a los Hollows, pero la mayoría no se atrevía.

Poco después de la Revelación, sucedió una inesperada migración. Casi todos los humanos que se lo podían permitir se fueron al centro de las ciudades. Los psicólogos de la época lo llamaron «síndrome del nido» y, viéndolo en perspectiva, el fenómeno a escala nacional era algo comprensible. Los inframundanos estaban más que dispuestos a quedarse con las propiedades de los barrios periféricos, atraídos por la perspectiva de poseer un pedazo más de tierra al que llamar suyo, por no mencionar la drástica bajada de los precios de la vivienda en esas zonas.

La demografía no había comenzado a equilibrarse hasta hacía poco, cuando los inframundanos adinerados se mudaron de nuevo a las ciudades y los humanos menos afortunados y mejor informa dos preferían vivir en un bonito barrio inframundanos que en un mal barrio humano. En general, sin embargo, aparte de una pequeña zona alrededor de la universidad, los humanos vivían en Cincinnati y los inframundanos al otro lado del río, en los Hollows. No nos importaba que la mayoría de los humanos evitasen nuestros barrios como si fuesen guetos de la época anterior a la Revelación.

Los Hollows se había convertido en el bastión de la vida inframundana, un lugar cómodo y despreocupado en apariencia con sus potenciales problemas escondidos cuidadosamente. La mayoría de los humanos se sorprendían de lo normal que parecía los Hollows, algo que, si te parabas a pensar, era muy lógico. Nuestra historia es la misma que la de los humanos. No caímos del cielo en el 66. Nosotros también emigramos a este país y desembarcamos en la isla de Ellis. Luchamos en la Guerra de Secesión, en la Primera y la Segunda Guerra Mundial (algunos incluso en las tres). Sufrimos la Gran Depresión y esperamos, como todos, para saber quién había disparado a J. R. Pero existían peligrosas diferencias y muchos inframundanos mayores de cincuenta pasaron sus primeros años ocultándose, una tradición que aún permanece en nuestros días.

Las casas eran modestas, pintadas de blanco, amarillo y ocasionalmente de rosa. No había mansiones encantadas, excepto el castillo Loveland en octubre, cuando lo conviertían en la más terrorífica mansión encantada a ambas orillas del río. Había columpios, piscinas inflables, bicicletas en el jardín y coches aparcados en la acera. Había que fijarse mucho para darse cuenta de que las flores eran antimaldiciones y que las ventanas de los sótanos estaban tapiadas. La realidad más salvaje y peligrosa florecía únicamente en las profundidades de la ciudad, donde se reunía la gente para dar rienda suelta a sus emociones: parques de atracciones, clubes nocturnos, bares, iglesias… nunca en nuestros propios hogares.

Y era una zona tranquila, incluso de noche, cuando todos sus moradores están despiertos. Los humanos siempre destacaban la tranquilidad en primer lugar. Era lo que les ponía nerviosos y disparaba sus instintos.

Yo, sin embargo, notaba cómo desaparecía mi tensión mirando por la ventana y contando las persianas negras completamente opacas. La tranquilidad del barrio parecía infiltrarse en el autobús. Hasta los pocos viajeros que aún llevaba estaban más relajados. Había algo en el ambiente de los Hollows que recordaba al hogar.

Mi pelo se movió hacia delante cuando el autobús paró de golpe. Con los nervios de punta, di un respingo cuando el hombre de detrás me golpeó en el hombro al salir de su asiento. Con un repiqueteo de sus botas bajó corriendo los escalones y salió a la calle. El chófer me dijo que mi parada era la siguiente y me puse en pie mientras el buen hombre giraba lentamente en una calle lateral para dejarme en la acera. Bajé en una zona umbría y me quedé allí de pie, abrazando mi caja e intentando no respirar los humos del tubo de escape del autobús, que pronto desapareció por una esquina, llevándose su ruido y los últimos vestigios de humanidad consigo.

Poco a poco se fue haciendo el silencio. El sonido de los pájaros se hizo entonces audible. En algún lugar cercano había niños hablando, no, niños chillando, y un perro ladraba. Las aceras estaban decoradas con runas hechas con tizas multicolores y una muñeca olvidada con colmillos dibujados en la boca me miraba con los ojos en blanco. Había una pequeña iglesia de piedra al otro lado de la calle cuyo campanario se elevaba por encima de los árboles.

Me di la vuelta para contemplar lo que Ivy había alquilado para nosotros: una casa de una planta que podía convertirse fácilmente en una oficina. El tejado parecía nuevo, pero la chimenea parecía estar desmoronándose. Tenía césped delante y parecía que lo habían cortado la semana pasada. Incluso tenía un garaje con la puerta abierta que dejaba entrever un cortacésped oxidado.

Nos serviría, pensé abriendo la puerta en la verja metálica que cerraba el jardín. Había un anciano negro sentado en el porche, meciéndose mientras veía pasar la tarde. ¿
Será el casero
?, pensé sonriéndole. Me preguntaba si sería un vampiro, puesto que llevaba gafas oscuras cuando apenas quedaba ya sol. Tenía un aspecto desaliñado a pesar de ir bien afeitado. Empezaban a salirle canas en las sienes de su rizada cabellera. Tenía barro en los zapatos y también en las rodillas de sus vaqueros azules. Parecía cansado y debilitado, descartado como un viejo caballo de labranza que aún deseaba seguir siendo útil otra temporada más.

Cuando me acercaba por el camino, apoyó su vaso largo de cristal en la barandilla del porche.

—No lo quiero —dijo quitándose las gafas y guardándolas en el bolsillo de la camisa. Su voz era áspera.

Titubeé un momento y me quedé mirándolo desde el pie de la escalera.

—¿Cómo dice?

Tosió aclarándose la garganta.

—Sea lo que sea lo que me quieras vender de esa caja no lo quiero. Ya tengo suficientes velas para conjuros, caramelos y revistas y no tengo dinero para un nuevo porche, un purificador de agua o un solarium.

—Yo no vendo nada —le dije—, soy la nueva inquilina.

Se incorporó en su asiento, lo que le daba un aspecto aun más desaliñado.

—¿Inquilina? Ah, debe de ser enfrente.

Confundida, me cambié la caja a la otra cadera.

—¿No es aquí el 1597 de la calle Oakstaff?

—Es en el otro lado de la calle —dijo entre risas.

—Siento haberle molestado. —Me di la vuelta para marcharme, subiéndome la caja un poco más.

—Sí —dijo el hombre y me detuve para no parecer mal educada—, los números en esta calle están al revés. Los impares en el lado de los pares. —Sonrió haciendo aparecer más arrugas alrededor de sus ojos—. Pero a mí no me preguntaron cuando pusieron los números. —Extendió la mano—. Soy Keasley —continuó, esperando a que yo subiese la escalera para estrechársela.

Vecinos
, pensé levantando la vista mientras subía las escaleras. Lo mejor era ser amable.

—Rachel Morgan —dije sacudiéndole el brazo una vez. El sonrió ampliamente, dándome paternalistas palmaditas en el hombro. La fuerza de su mano me sorprendió, casi tanto como el aroma a secuoya que despedía. Era un brujo, o al menos un hechicero. No me sentía cómoda con estas demostraciones de familiaridad, así que di un paso atrás y me soltó. Hacía más fresco bajo el porche y el techo bajo me hacía parecer más alta.

—¿Eres amiga de la vampiresa? —dijo, haciendo un gesto con la barbilla hacia el otro lado de la calle.

—¿Quién, Ivy? Sí.

Asintió lentamente, como si fuese algo importante.

—¿Las dos lo dejasteis a la vez?

—Las noticias vuelan —dije algo extrañada.

Soltó una carcajada.

—Sí, y las de ese tipo más —dijo.

—¿No le da miedo que me maldigan estando en su porche y que lo arrastre conmigo?

—No. —Se reclinó en su mecedora y tomó su vaso—. Te acabo de quitar esto de encima —dijo, sujetando entre los dedos un diminuto amuleto con forma de palillo. Dejándome boquiabierta, lo echó dentro de su vaso. Lo que yo creía que era limonada comenzó a burbujear disolviendo la maldición. Un humo amarillo ascendió desde el vaso y él agitó la mano teatralmente.

—¡Madre mía! Este era bastante fuerte —dijo el anciano.

¿
Agua salada
?, pensé. Hizo una mueca ante mi evidente asombro.

—Ese hombre del autobús… —balbuceé retrocediendo en el porche. El azufre amarillo formó un remolino por la escalera, como si me persiguiese.

—Me alegro de conocerla, señorita Morgan —dijo el hombre mientras yo salía tambaleante a la acera bajo el sol de la tarde—. Puede que una vampiresa y un pixie le salven la vida unos días, pero debe tener más cuidado.

Me giré para mirar a la calle, hacia donde había desaparecido el autobús hacía ya rato.

—El tío del autobús…

Keasley asintió.

—Tiene razón en eso de que no intentarán nada mientras haya testigos, al menos al principio, pero debe tener cuidado con los amuletos que no se activan hasta que uno está solo —dijo.

No me había acordado de las maldiciones de efecto retardado. ¿De dónde sacaría Denon todo este dinero? Se me torció el gesto al imaginarme la respuesta: el dinero del soborno de Ivy estaba pagando mis amenazas de muerte. Estupendo.

—Estoy en casa todo el día —continuó diciendo Keasley—, venga a verme si necesita hablar. No salgo mucho últimamente por la artritis —dijo dando una palmada en su rodilla.

—Gracias —dije—, por encontrar ese amuleto.

—Un placer —replicó dirigiendo la mirada al techo, al ventilador que giraba lentamente.

Tenía un nudo en el estómago mientras caminaba hacia la acera. ¿Es que acaso toda la ciudad sabía ya que lo había dejado? Quizá Ivy había hablado antes con él. Me sentía vulnerable en la calle desierta. Crucé la calzada buscando los números de las casas.

—Mil quinientos noventa y tres —murmuré frente a una casita amarilla con dos bicicletas tiradas en el césped—. Mil seiscientos uno —dije leyendo el número sobre una bonita casa de ladrillo. Fruncí los labios. Lo único que había entre ambas era la iglesia de piedra. Me quedé helada… ¿una iglesia?

Un zumbido inesperado me pasó junto a la oreja e instintivamente me agache.

—¡Hola, Rachel! —dijo Jenks frenando en seco justo fuera de mi alcance.

—¡Maldita sea, Jenks! —grité enfadándome aun más al oír la risa del anciano desde el otro lado de la calle—. ¡No hagas eso!

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