Read Carolina se enamora Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (9 page)

BOOK: Carolina se enamora
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—¡Venga, venga, que ya casi hemos llegado!

Y yo corro y me río y trato de seguirle el paso, y al final nos paramos delante de la
fontana
como dos perfectos turistas.

—¿Estás lista? Toma.

Me da una moneda y a continuación se da media vuelta, cierra los ojos y tira la suya hacia atrás por encima del hombro. Lo imito. Cierro los ojos, expreso un deseo y mi moneda vuela muy alta, gira y gira y, acto seguido, cae lejos en el agua y lentamente, describiendo un extraño remolino, toca fondo. Nos miramos a los ojos. Puede que hayamos expresado el mismo deseo. Él, en cambio, parece más seguro que yo. Es más, no tiene ninguna duda.

—Estoy convencido de que hemos pensado el mismo deseo…

Y me mira con intensidad. Y para mí es como si, de golpe, tuviese dieciocho años. Me avergüenzo por un instante. Mucho. Me ruborizo. Y el corazón me late a mil por hora. Y agacho la cabeza y jadeo y miro alrededor en busca de una balsa. Dios mío, estoy naufragando… Y, de repente, de la misma forma en que me ha hecho acabar, bajo el agua, me salva.

—Por cierto, me llamo Massimiliano.

—Hola… Carolina.

Y nos damos la mano y nos miramos a los ojos durante un rato. Después me dedica una sonrisa preciosa.

—Me gustaría volver a verte.

Y yo querría decir que a mí también…, sólo que no puedo. Me siento muy torpe.

—Sí, claro —me limito a decir.

¿Os dais cuenta? «Sí, claro»… ¡¿Qué quiere decir eso?! Dios mío, cuando Clod y Alis se enteren. Y después me da su número de teléfono. Pero lo hace de forma extraña, lo escribe en el cristal del escaparate de una tienda con un rotulador. Mientras nos reímos, yo lo copio en mi móvil.

—Apúntate también el mío.

Massimiliano me sonríe.

—No. No quiero molestarte. No quiero que me des el tuyo…, te llamaría a todas horas. Búscame tú cuando tengas ganas de reírte como esta tarde.

Y se marcha así, dándome la espalda. Tras alejarse un poco, sube a una moto. Se vuelve por última vez y esboza esa maravillosa sonrisa. Y me deja allí, así, con dos únicas certezas. Una: ¿será por pura casualidad que mientras buscaba un libro sobre educación sexual lo he conocido a él? Y dos: el Lore de este verano ha dejado de gustarme de repente o, mejor dicho, ha pasado de buenas a primeras al segundo puesto.

Cojo al vuelo el autobús 311, que me lleva hasta casa. En medio de la gente, de tanta gente, me siento casi sola. Agradablemente sola. Perdida en mis pensamientos. Sonrío. Me gustaría mandarle ya un mensaje: «El destino ha hecho que nos encontráramos». No, demasiado fatalista. «¡Gracias por el helado!». Práctica. «¿Será amor?». Excesivamente soñadora. «¿Sabes que estás muy bueno?» ¡Excesivamente realista! «Gracias por esta estupenda tarde…». Demasiado clásica, diría que hasta casi vieja. «¿Has visto?, no puedo resistir…». Chica fácil. «Aquí tienes mi número. Llámame cuando quieras». Una que abandona porque teme tomar la iniciativa. ¡Menudo palo! Nada. No se me ocurre nada. Resoplo y me encojo de hombros. Y al final opto por no mandarle ningún mensaje.

De improviso, un hombre se apea y deja un asiento libre. Hago ademán de sentarme, pero entonces veo a una mujer tan anciana como mi abuela, aunque mucho más gorda, con varios paquetes en la mano. Está cansada. Me mira por un instante y yo le indico el sitio con la mano.

—Por favor…

Ella me lo agradece y se acomoda esbozando una sonrisa y alzando las piernas. Lleva unos calcetines de media que le llegan por debajo de la rodilla. Sólo se ven ahora que la falda se ha levantado, resopla, tiene las piernas cortas, por lo que debe echar el culo hacia atrás y apoyarse en un codo para alcanzar el respaldo. Acto seguido levanta todos los paquetes para colocárselos sobre las piernas y, por fin, parece sentirse cómoda. Exhala un hondo suspiro, satisfecha de haberlo conseguido a pesar de sus dificultades.

Y yo miro afuera, a los chicos que pasan, a la tarde que va tocando a su fin. Massimiliano… Eso es, ya tengo el mensaje: «Massi, eres lo máximo». Chica superbanal.

¿Qué hora es? Miro el reloj, las ocho y diez. Qué lata. Mis padres estarán a punto de sentarse a la mesa y yo llegaré tarde. Alguien a mi espalda se inclina y toca el timbre. Se enciende la señal de la próxima parada. Ahí está. El autobús se detiene. Alguien me golpea para bajar. De nuevo. Me empuja contra la barra de la puerta. Otra persona se apoya en mí, esta vez durante más tiempo. No consiguen apearse. Un último empellón y salen. Los veo bajar de un salto del autobús. Son dos chicos. Tienen el pelo corto. Parecen extranjeros, quizá sean rumanos. Uno da una palmada al otro en la espalda y éste asiente con la cabeza y los dos se vuelven hacia mí sonriendo. El autobús arranca. Se escabullen corriendo. Me entretengo mirando por la ventanilla las últimas tiendas que están cerrando, las dependientas cansadas que bajan las persianas metálicas, una sube a un coche. Alguien cruza rápidamente la calle, una mujer se ríe mientras organiza su velada hablando por teléfono y un señor espera en medio de la acera, irritado por el retraso de alguien. Me apeo del autobús y me apresuro en llegar a casa. No me paro ni siquiera un segundo. Corro, corro, calle, plaza, derecha, izquierda, miro, cruzo, verja abierta. Bien. Llamo para que me abran el segundo portón.

—¿Quién es?

—¡Soy yo!

Abren de inmediato. Y subo por la escalera, primero, segundo y cuarto piso. Superaría incluso a una atleta de las más premiadas. La puerta está abierta, la cierro a mis espaldas.

—Aquí estoy. ¡Ya he llegado!

—Lávate las manos y ven a sentarte a la mesa.

Veo pasar a mi madre con una fuente de pasta humeante. La deposita en medio de la mesa tratando de que no se menee, pero no lo consigue.

Alessandra está ya con ellos, R. J. no. Papá se sirve el primero. Voy a lavarme las manos. Y antes de pulsar el tapón para que salga el jabón me viene a la mente una cosa. Ya tengo la idea. Por fin la he encontrado. Me toco los vaqueros. Nada. ¿Cómo es posible? Me toco el otro bolsillo, luego los de delante. De nuevo. Nada, nada, nada. Y, sin embargo, lo puse ahí. Corro a mi dormitorio y abro el bolso. Nada. Sólo tengo el CD, las llaves, una gorra y algo de maquillaje, eso es todo. No me lo puedo creer. No, no. No es posible. Me encamino a la cocina. Rusty James acaba de llegar.

—Os dije que llegaría tarde.

—Sí, tú siempre haces lo que te da la gana. Ni siquiera nos has avisado… A fin de cuentas… estamos aquí para servirte, ¿verdad? Esto parece un hotel.

No me lo puedo creer. No me puedo creer, siempre el mismo sermón, incluso las mismas frases.

—¿Verdad que te lo dije, mamá?

R. J. mira a mi madre. Ella le sonríe y baja la mirada.

—Sí —lo dice en voz baja mientras coge un plato de la mesa, simulando que tiene algo que hacer. Mi madre es incapaz, de mentir.

—¡Por supuesto! Tú siempre encubriéndolo. ¡Faltaría más! ¡Sólo que yo ya estoy harto! ¿Lo entiendes? ¡¡Harto!!

—Papá, ¿podrías gritar un poco más bajo? —Mi hermana Alessandra. Siempre igual. ¿Cómo se puede gritar más bajo? O se grita o no se grita, ¿no?

—Estoy en mi casa y grito lo que me da la gana, ¿está claro?

Rusty James se levanta de la mesa.

—Ya no tengo hambre.

—De eso nada, tú no te mueves de aquí.

Papá se levanta de la mesa y prueba a aferrarlo por el suéter, pero R. J. es más rápido, se lo quita y escapa, casi resbala sobre la alfombra del salón, pero después se recupera en la curva, esquiva una silla y en un visto y no visto cierra la puerta a sus espaldas.

Alessandra empieza a comer en silencio, mi padre se enoja con mi madre.

—Muy bien, pero que muy bien… Supongo que estarás contenta. Felicidades… Se está educando de maravilla.

Mi madre trata de aplacarlo sirviéndole algo en el plato. Mi padre se pone a comer sin dejar de farfullar, pero ya no se entiende nada de lo que dice, las palabras se pierden entre un bocado y otro, sólo se oyen fragmentos de frases.

—Claro, era de suponer… Por supuesto, porque aquí el imbécil soy yo…

En mi opinión, sólo se entiende lo que él realmente quiere que se entienda. Aparto la silla y me siento también. No me atrevo a decirlo.

Mi madre me sonríe. Y me sirve. Mmm. Qué rico, qué bien huele. Ha preparado
tagliatelle
con tomate y el aroma es muy dulce. Respiro profundamente y hago acopio de valor.

—He perdido el móvil.

Todos dejan de comer al mismo tiempo y me miran. Mi padre deja caer el tenedor en el plato y extiende los brazos.

—Claro, claro…, a ella también le importa un comino. ¡A saber dónde lo habrá dejado!

Mi madre me coge la mano.

—¿Era el que te regalamos para tu cumpleaños, cariño?

Alessandra nunca puede quedarse callada.

—Sí, mamá, era ese. El Nokia 6500 Slide, el que cuesta trescientos setenta euros —lo dice esbozando una sonrisa que no puede ser más falsa—. Sí, el que es más pequeño que el tuyo.

Alessandra se encoge de hombros.

—Claro —mi padre empieza de nuevo a comer—, qué más da, a fin de cuentas el que paga soy yo. Como si el dinero lo cogiese de los árboles.

A pesar de que en nuestro barrio, por desgracia, no hay muchos árboles, la imagen se me antoja, de todas formas, adecuada. Mi madre me aprieta la mano.

—Tal vez si piensas un poco en dónde has estado, la vuelta que has dado…

En un instante recuerdo toda la tarde y caigo en la cuenta de que la última vez que cogí el móvil estaba con Massimo, cuando… ¡cuando copié su número! ¡Es cierto! Ahí lo tenía. ¿Y ahora? ¿Qué hago ahora? Ya no lo tengo. No puedo llamarlo. Y veo pasar al ralentí la escena. Él, que sonríe… «No quiero que me des el tuyo…, te llamaría a todas horas. Búscame tú cuando tengas ganas de reírte como esta tarde». Y cierro los ojos. No me reiré más. No me puedo reír. Y, por encima de todo…, ¡no puedo llamarlo! La escena pasa por mi mente en un instante. Yo, que me meto el móvil en el bolsillo de los vaqueros como siempre y subo al autobús y, después, un detalle: la mano… Una mano que se desliza en mi bolsillo. Y la gente que me empuja para apearse del autobús. ¡Me empujan adrede! Y acto seguido esos dos chicos, los dos extranjeros, la puerta del autobús que se cierra, su mirada, la palmada en la espalda, ellos que se vuelven y me sonríen.

—¡Joder! ¡Ese tipo tiene mi móvil!

—¡Carolina!

Mi madre se queda boquiabierta. Mi padre apoya de nuevo el tenedor en el plato.

—Muy bien, muy bien, ¿has visto? ¿Qué te he dicho? Tú sigue así y verás cómo crecen estos chicos. Y luego te sorprendes cuando en el telediario dan esas noticias sobre hijos que matan a sus padres ¿De qué te asombras? ¿Eh? ¿De qué?

Sólo me faltaba eso. No lo soporto más. Me levanto y me encamino hacia mi habitación.

—¿Y tú adónde vas? ¿Eh? ¿Adónde vas?

—Tienes razón, papá. —Vuelvo sobre mis pasos y me siento—. ¿Puedo ir a mi habitación?

—Cuando hayas acabado de comer.

Empiezo a engullir un bocado tras otro.

—Come despacio. Despacio, debes comer despacio.

Alessandra, como no podía ser menos, se entromete.


Prima digestio fil in ore
.

La fulmino con la mirada. Ella, en cambio, me sonríe. Bromista. En lugar de una hermana, me ha tocado en suerte una enemiga. Pero ¿por qué será tan gilipollas? Además, ni siquiera sé lo que significa la frasecita. ¡Que para hacer la digestión se necesita una hora!

Por fin me como el último bocado. Me limpio educadamente la boca con la servilleta…

—¿Puedo levantarme, por favor?

Mi padre ni siquiera me contesta, me hace un ademán con la mano como si quisiese decir «vete, vete». Y yo escapo y me encierro en mi dormitorio. Me tumbo sobre la cama.

Sé que no debería decirlo pero, a veces, cuando discuto en casa como hoy, pienso que Alis tiene mucha suerte. Y no porque sea una ricachona y viva en una megacasa, sino porque sus padres están separados. Si, lo sé. Es horrible que los padres de una estén separados, pero, uf, al menos ves a uno cada vez y no a los dos juntos. Por ejemplo, ¿cómo es posible que mi hermana pueda hacer lo que le venga en gana y que nadie le diga nunca nada? Anoche volvió a las tres. Y no había avisado. ¡A las tres, y eso que era martes! Y esta mañana tenía que ir a clase. Como no podía ser menos, tenía sueño y no se ha levantado. Le ha dicho a mi madre que le dolía la cabeza porque está constipada. ¡Pobrecita! Mientras me preparaba para salir, oía que parloteaban en la habitación. Mi madre le decía que no podía ser, que no podía dejar de ir al colegio sólo por haber llegado tarde la noche anterior. Y ella, mamá, perdona, ¿sabes?, ¿cómo podía saber que Ilenia iba a sentirse mal y que íbamos a tener que llevarla a urgencias? ¡Eso es! ¡El golpe de efecto! Cuando no lo consigue con las excusas normales, pasa a las barbaridades. Se pasa la vida inventando justificaciones para hacer lo que le viene en gana. ¡Y mi madre incluso la cree! Porque es demasiado buena. Eso me da mucha rabia, por mi madre… Se mata trabajando todo el día, siempre está a disposición de todos, lista para decir una palabra conciliadora, para entender a los demás y, por si fuera poco, en casa se ocupa de infinidad de cosas, ¿y mi hermana qué hace? Le toma el pelo.

Sea como sea, y dejando a un lado a mi hermana, el problema es realmente serio. No me lo puedo creer, ¡tenía de todo en ese móvil! Música: Green Day, Mika, Linkin Park, Elisa, Vasco, The Fray y el guapo de Paolo Nutini… Y luego un vídeo de Clod, Alis y yo durante la excursión del año pasado, las zambullidas del verano y, además, todos los mensajes. Incluso el de Lore del verano pasado… Pero, por encima de todo, estaba el número de Massimiliano. Que acababa de copiar. Es decir, ¡que nada más grabarlo en el móvil, van y me lo roban! Intento recordar el número por un instante. El prefijo empezaba por 335; no, 338; mejor 334; no, era un 339; no, un 328; mejor un 347; no, no, era un 380. No, ¡eso es!, era un 393… Pero ¿por qué habrá tantas compañías telefónicas? ¿No era mejor una sola? ¿No? ¡¿Eh?! Cada vez que se puede ganar dinero con algo, todo el mundo se tira de cabeza… Pero, en fin, ¿de qué sirve decirlo? Y, luego, ¿cómo era el número? Tenía varios 2, luego otro 2 y también algunos 8… Quizá un 7…

De manera que cojo un folio y empiezo a escribir números y compongo todo tipo de soluciones. Parezco Russell Crowe en esa película, ¿cómo se titulaba? Ah, sí,
Una mente maravillosa
, en la que pegaba folios por todas partes y veía a unas personas que estaban siempre con él, ¡pero que en realidad no existían! Socorro, era un loco, un matemático chiflado… ¿Acabaré yo como él? ¡Me recuerda también a ese juego al que Gibbo quería jugar siempre!

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