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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (8 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Todavía se está sacudiendo la hierba cuando me acuerdo de que los otros dos muchachos también existen; al haberse marchado puedo concentrarme de lleno en Sophie. La chica está haciendo lanzamiento de peso y el chico se ha ido a jugar a soldados con un niño de cara fea llamado Kieren.

—¿Puedo ir con Kieren, mamá, por favor?

—De acuerdo, pero estate atento a tus pruebas. Falta poco para los setenta metros.

—De acuerdo. Vamos, Kieren.

Por un momento me alegro de que me llamen simplemente Ed. Ni Edward ni Edmund, ni Edwin. Sólo Ed. A veces la mediocridad está bien, para variar.

Al levantarse, Sophie me ve y en su cara se dibuja una leve mueca de satisfacción. Parece contenta de verme, pero sigue desviando la mirada de mí casi al instante. Pone rumbo al punto de encuentro con unas viejas zapatillas de clavos en la mano (deduzco que los mayores tienen permitido usarlas en las carreras largas), cuando su padre la llama.

—Oye, Soph.

Se vuelve hacia él.

—Sé que puedes ganar, si quieres.

—Gracias, papá.

Se aleja con paso rápido y se vuelve una vez más hacia mí, que estoy sentado al sol y llevándome un Lamington a la boca. Tengo trocitos de coco rallado en las comisuras de los labios, pero ya es tarde para retirarlos. De todos modos, tampoco puede verlos. No desde esa distancia.

Me lanza una mirada rauda y sigue su camino.

Ahora ya sé lo que tengo que hacer.

Si fuera un tío fantasma os diría que esto es pan comido. Pero no soy un fantasma.

No me veo capaz de decirlo porque todavía pienso en Edgar Street. Soy consciente de que por cada mensaje bueno siempre habrá otro que me lleve de cabeza. O sea, que estoy agradecido por esto. Hace un día agradable y esa chica me gusta. Y me gusta aún más cuando corre con otra chica alta y flaca que siempre parece ir un paso por delante de ella. Corren juntas, pero el esfuerzo final de la otra chica es más enérgico. Sus zancadas se alargan y un hombre le grita constantemente: «¡Vamos, Annie! ¡Vamos, Annie! ¡Ataca! ¡Ataca! ¡Machácala, cariño, tú puedes!».

Preferiría quedar segundo a que me gritaran eso. El padre de Sophie es diferente.

Para la carrera baja hasta la valla y observa su avance con atención. No grita. Sólo observa. A veces noto que se tensa, como si estuviera ayudando a su hija a adelantar a la otra chica. Cuando ésta se coloca en cabeza mira brevemente al otro padre, pero eso es todo. Cuando gana, le aplaude, y también aplaude a Sophie. El otro padre se limita a contemplar la escena con orgullo obsceno, como si hubiera sacado él la barriga y ganado la carrera.

Cuando Sophie se acerca a su padre, éste la rodea con el brazo. Sophie lleva la decepción escrita en los hombros.

Su padre me recuerda un poco al mío, con la diferencia de que mi padre nunca me rodeaba con el brazo. Y era alcohólico. Me lo recuerda en sus gestos y su discreción. Mi padre era un hombre discreto que nunca tenía una mala contestación para nadie. Iba al pub y se quedaba hasta la hora del cierre. Deambulaba por las calles para que se le pasara la mona, aunque casi nunca le funcionaba. No obstante, debo decir que al día siguiente, sin falta, se levantaba e iba a trabajar. Mi madre despotricaba, echaba pestes y le insultaba por pasarse la noche en el pub, pero él nunca respondía. Nunca le gritaba.

Dejando a un lado el asunto del alcohol, el padre de Sophie se parece a mi padre. En otras palabras, parece un caballero.

Regresan a la ladera y se sientan junto a la madre. El padre y la madre se dan la mano mientras Sophie toma una de esas bebidas isotónicas. Parece la clase de familia en la que se dicen que se quieren cuando se acuestan y cuando se levantan o se marchan a trabajar.

Las zapatillas de clavos escapan de los pies de Sophie. Se queda mirándolas y suspira.

—Se suponía que debían darme buena suerte.

Deduzco que se las ha dado su madre, o puede que otro pariente triunfador.

Tiradas en el suelo, las observo detenidamente. Son azules y amarillas. Están viejas y gastadas. Y son inadecuadas.

La chica se merece algo mejor.

La caja de zapatos

—Cuánto tiempo sin verte.

—He estado ocupado.

Audrey y yo nos encontramos en mi porche bebiendo, como siempre, alcohol barato.
Doorman
sale y pide un poco, pero le doy una palmada.

—¿Has recibido más naipes? —Siempre ha sabido que mentí cuando dije que había tirado el As de diamantes. Nadie en su sano juicio tiraría unos diamantes, ¿o sí? Son valiosos. Si algo hay que hacer con ellos es protegerlos.

«Milla —pienso—. Sophie. La mujer de Edgar Street y su hija Angelina».

—No. Todavía voy por el primero.

—¿Crees que habrá más?

Lo medito y no sé decir si me gustaría o no recibir otro.

—Con uno ya tengo suficiente.

Bebemos.

Paso por casa de Milla a menudo y ella vuelve a enseñarme sus fotos y yo sigo leyéndole
Cumbres borrascosas
. De hecho, estoy empezando a pillarle el gusto. Por fortuna, nos terminamos el bizcocho hace algunas noches, pero la anciana sigue dulce como siempre. Tremendamente frágil, pero dulce como siempre.

La semana siguiente Sophie vuelve a perder, esta vez en ochocientos metros. No corre igual con esas viejas zapatillas. Necesita algo mejor para correr siquiera la mitad de bien que corre por las mañanas. En ese momento es realmente ella. Está separada de todo. Casi fuera de sí misma.

El siguiente sábado voy a su casa temprano por la mañana y llamo a la puerta. Me abre su padre.

—¿Qué desea?

Estoy nervioso, como si hubiera venido para convencerle de que me deje salir con su hija. Sostengo una caja de zapatos en la mano derecha y el hombre se queda mirándola. La levanto y digo:

—Tengo un paquete para su hija Sophie. Espero que sean de su número.

La caja de zapatos pasa de mis manos a las del padre, que me mira desconcertado.

—Simplemente dígale que un tipo le trajo unas zapatillas nuevas.

El hombre me mira como si estuviera borracho.

—Bien. —Se esfuerza por no reírse en mi cara—. Se lo diré.

—Gracias.

Me doy la vuelta y echo a andar, pero me llama de nuevo.

—Un momento —dice.

—¿Sí, señor?

Alarga la caja con cara de pasmo.

—Lo sé —digo.

La caja está vacía.

No me he afeitado y me estoy achicharrando aquí, en la pista de atletismo. No he devuelto el taxi hasta las seis de la mañana. Luego fui directamente a casa de Sophie y de ahí a la explanada. He desayunado un hojaldre de salchicha y un café.

La convocan para los mil quinientos metros y Sophie acude descalza.

Sonrío.

«Zapatillas descalzas…».

—Sólo tienes que procurar que no te saque ventaja —digo.

Minutos más tarde su padre se acerca a la valla. Comienza la carrera.

El padre capullo empieza a gritar.

Y al cabo de una vuelta Sophie tropieza y cae en la recta de fondo.

Se separa del grupo de cinco que va en cabeza y éste continúa y abre una brecha de unos veinticinco metros. Cuando Sophie se recupera, me recuerda a la escena de
Carros de fuego
en la que Eric Liddell cae al suelo pero luego adelanta a todo el mundo y gana.

Quedan dos vueltas y Sophie sigue muy rezagada.

Adelanta fácilmente a dos chicas, y está corriendo como corre por las mañanas. Sin tensión. Cuanto ves en ella es sensación de libertad, de vigor. Sólo necesita la capucha y el pantalón rojo. Sus pies descalzos la llevan por delante de la tercera corredora y pronto se encuentra junto a su antagonista. La adelanta a sólo doscientos metros de la meta.

«Igual que por las mañanas», pienso, y la gente se ha parado a mirar. La han visto caer, levantarse y continuar. Ahora la ven en cabeza, algo que supera todas las proezas conseguidas en un fin de semana normal en este pueblo. El lanzamiento de disco se ha detenido, y también el salto de altura. Todo se ha detenido. Sólo existe la chica del pelo como el sol.

La otra chica acorta distancias.

Lucha por el primer puesto.

Las rodillas de Sophie sangran por la caída y se le ha clavado algo, creo, pero así son las cosas. Los últimos doscientos metros casi acaban con ella. Puedo ver cómo el dolor le contrae la cara. Sus pies descalzos sangran sobre la hierba pelada. El dolor, su belleza, casi la hacen sonreír.

Está fuera de sí.

Descalza.

Más viva que cualquier persona que conozco.

Se dirigen a la meta.

Y la otra chica gana.

Como siempre.

Tras cruzar la meta Sophie cae desplomada al suelo, rueda sobre la espalda y se queda mirando el cielo. Hay dolor en sus brazos, en sus piernas y en su corazón. Pero en su rostro está la belleza de la mañana, y creo que por primera vez la reconoce.

El padre de Sophie aplaude, como siempre, sólo que esta vez no está solo. El padre de la otra chica también aplaude.

—Tiene una hija fuera de serie —dice.

El padre de Sophie asiente con modestia y responde:

—Gracias. Usted también.

Otro estúpido ser humano

Tiro a la papelera la taza de poliestireno y el envoltorio del hojaldre de salchicha y me dispongo a marcharme. Como de costumbre, tengo salsa pegada en los dedos.

Puedo oír sus pisadas detrás de mí pero no me vuelvo. Quiero oírle la voz.

—¿Ed?

Inconfundible.

Me vuelvo y sonrío a la chica que tiene sangre en las piernas y los pies. La sangre brota de su rodilla izquierda y desciende sinuosamente por la espinilla. La señalo y digo:

—Tienes que ir a que te curen.

Con calma, contesta:

—Lo haré.

De pronto se crea cierta incomodidad entre los dos y comprendo que éste ya no es mi lugar. Sophie lleva el pelo suelto, y es un pelo precioso. Sus ojos me invitan a ahogarme en ellos y su boca me habla.

—Quería darte las gracias —dice.

—¿Por conseguir que te hicieras daño?

—No. —No acepta mi mentira—. Gracias, Ed.

Cedo.

—De nada. —Al lado de la suya, mi voz suena áspera.

Cuando me acerco un poco más, advierto que esta vez no desvía la mirada. No ladea la cabeza ni clava los ojos en el suelo. Se permite mirar y estar conmigo.

—En ti hay belleza —le digo—. Lo sabes, ¿verdad?

Se sonroja ligeramente mientras acepta la observación.

—¿Volveré a verte? —me pregunta, y, para ser franco, creo que lamentaré lo que digo a continuación.

—No a las cinco y media de la puñetera mañana.

Retuerce un pie mientras ríe en silencio, para sí.

Me dispongo a marcharme cuando me pregunta:

—¿Ed?

—¿Sophie?

Le sorprende que sepa su nombre pero prosigue:

—¿Eres una especie de santo o algo por el estilo?

Río para mis adentros.

«¿Yo? ¿Un santo?».

Hago un repaso de lo que soy.

«Taxista. Zángano. Pilar de la mediocridad. Pésimo amante. Patético jugador de cartas».

Le digo mis últimas palabras.

—No, Sophie, no soy un santo. Sólo otro estúpido ser humano.

Compartimos una última sonrisa y me alejo.

Noto sus ojos clavados en mí, pero no miro atrás.

Otra visita a Edgar Street

Parece que las mañanas den palmadas.

Para despertarme.

En los amaneceres de mis ojos veo siempre tres cosas.

Milla.

Sophie.

Edgar Street, 45.

Las dos primeras me elevan con la salida del sol. La tercera me desnuda y proyecta escalofríos por mi piel, por mi carne y mis huesos.

Las noches van pasando.

Conduzco el taxi con un dolor de cabeza que acecha detrás de mí. Cada vez que me vuelvo, ahí está.

—Gracias, amigo —digo—. Son dieciséis con cincuenta.

—¿Dieciséis con cincuenta? —se queja el tipo maduro y trajeado. Sus palabras son como espuma en mi cabeza, hierven, se elevan y caen.

—Pague y punto. —Hoy no estoy para tonterías—. Si le parece caro, la próxima vez camine. —Además, estoy seguro de que se lo cobra a su empresa.

Me tiende el dinero y le doy las gracias.

«No ha sido tan difícil, ¿a que no?», pienso.

Cierra la portezuela con violencia.

Siento como si mi cabeza hubiera estado ahí.

En cierto modo, estoy esperando otra llamada telefónica a casa diciéndome que debo regresar a Edgar Street cuanto antes. Dejo pasar algunas noches, pero nadie llama.

El jueves abandono pronto la timba en casa de Audrey. Un presentimiento hace que me levante y me marche sin apenas despedirme. Sé que ha llegado el momento de plantarme delante de esa casa de Edgar Street, una casa secuestrada por la violencia.

Por el camino me doy cuenta de que estoy apretando el paso. He tenido los éxitos que sentía que necesitaba.

Con Milla y Sophie.

Ahora me toca afrontar esto.

Doblo por Edgar Street con los puños apretados en los bolsillos de mi cazadora. Compruebo que no hay mirones. Con Milla y Sophie siempre me he sentido cómodo. Eran amables. Entrañaban un riesgo mínimo, a diferencia de esta casa, donde todas las respuestas parecen dolorosas. Para la esposa y la hija, para el marido. Y para mí.

Mientras espero, saco del bolsillo un pedazo de chicle olvidado y me lo llevo a la boca. Sabe a náusea, a miedo.

La sensación aumenta cuando veo al hombre acercarse por la calle y subir los escalones del porche. El silencio se acerca entonces un poco más. Me perfora.

Y ocurre.

La violencia se entromete. Clava sus garras en todo lo que encuentra a su paso y lo desgarra. Todo se desmorona y me detesto por haber esperado tanto tiempo para poner fin a esto. Me desprecio por haber elegido, noche tras noche, la opción más fácil. Un odio intenso crece y estalla en mi interior. Despedaza mi espíritu y lo obliga a arrodillarse a mi lado. Tose y se ahoga al tiempo que el odio hacia mí mismo se vuelve insoportable.

«La puerta —me digo—. Ve hasta la puerta. Está abierta».

Pero me quedo donde estoy.

Me quedo ahí porque la cobardía me aplasta contra el suelo incluso cuando intento enderezar el ánimo, pero mi espíritu pierde el equilibrio. Se tambalea y golpea la tierra con un ruido sordo. Alza la vista hacia las estrellas. Son estrellas que chorrean en el cielo.

«Ve», me digo una vez más, y esta vez voy.

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