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Authors: José Saramago

Tags: #Cuento,Relato

Casi un objeto (7 page)

BOOK: Casi un objeto
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Con el correr del tiempo, el muro del cementerio se volvió irreconocible: en vez de la lisa uniformidad inicial prolongada por cuarenta kilómetros, pasó a verse un denticulado irregular, variable también en la intensidad y en la altura, según el lado del muro. Nadie tiene ya memoria de cuándo fue considerado conveniente mandar colocar finalmente los portones del cementerio. El funcionario que había tenido la idea de ahorrar el gasto, había pasado muerto al lado de dentro y ya no podría defender su, en tiempos, buena tesis, insostenible ahora, como él mismo habría tenido la liberalidad de reconocer: habían empezado a circular historias de almas del otro mundo, de fantasmas y apariciones… Qué hacer sino instalar los portones?

Cuatro grandes ciudades se interpusieron así entre el reino y el cementerio, cada una vuelta a su punto cardinal, cuatro ciudades inesperadas que habían empezado por llamarse Cementerio Norte, Cementerio Sur, Cementerio Oriente, Cementerio Occidente, pero que después fueron más benignamente bautizadas y denominadas, por orden, Uno, Dos, Tres y Cuatro, visto que habían sido vanas todas las tentativas para atribuirles nombres más poéticos o conmemorativos. Estas cuatro ciudades eran cuatro barreras, cuatro murallas vivas con las que el cementerio se rodeaba y con ellas se protegía. El cementerio representaba cien kilómetros cuadrados de casi silencio y soledad, cercados por el hormiguero exterior de los vivos, por gritos, bocinas, risas, palabras sueltas, ruidos de motores, por el interminable susurro de las células. Llegar al cementerio era ya una aventura. En el interior de las ciudades, con el paso de los años, nadie habría conseguido reconstituir el trazado rectilíneo de las antiguas carreteras. Decir por dónde habían pasado era fácil: habría bastado ponerse en la dirección del portón principal de cada lado. Pero, exceptuando algunos trozos mayores de pavimento reconocible, lo restante se perdía en la confusión de las fincas y de las calles primero improvisadas y después sobrepuestas al primer trazado. Sólo en campo abierto la carretera era aún la carretera de los muertos.

Y lo ahora inevitable aconteció, quedando apenas por saberse, en definitiva, quién empezó y cuándo. Una investigación sumaria, hecha más tarde, verificó casos en la propia periferia exterior de la Ciudad Dos, la más pobre de todas, orientada al sur, como ya ha sido dicho: cuerpos enterrados en pequeños patios familiares, debajo de flores vivas que se renovaban todas las primaveras. Por esa misma época, como aquellas grandes invenciones que en varios cerebros irrumpen simultáneamente porque llegó el momento de su maduración, en lugares poco poblados del reino, ciertas personas decidieron, por muchas, diferentes y a veces opuestas razones, enterrar sus muertos allí al lado, en el interior de grutas, al lado de senderos en los bosques o en la ladera abrigada de los montes. La fiscalización andaba por entonces mucho menos activa y abundaban los funcionarios que consentían en dejarse sobornar. El servicio general de estadística informó, de acuerdo con los registros oficiales, que estaba verificándose una acentuada baja de la mortalidad, lo cual, lógicamente, empezó a ponerse en la cuenta de la política sanitaria del gobierno, bajo la suprema autoridad del rey. Las cuatro ciudades del cementerio sintieron las consecuencias del menor flujo de muertos. Ciertos negocios sufrieron perjuicios, hubo no pocas quiebras, algunas fraudulentas, y cuando por fin se reconoció que la real política de salud, por excelente que fuese, no iba camino de conceder la inmortalidad, fue promulgado un decreto ferocísimo para reconducir a la población a la obediencia. No sirvió de mucho: tras una breve llamarada de animación, las ciudades se estancaron y decayeron. Despacio, muy despacio, el reino empezó a poblarse de nuevo de muertos. El gran cementerio central, en fin, recibía apenas cadáveres de las cuatro ciudades circundantes, cada vez más abandonadas, más silenciosas. A esto, sin embargo, el rey ya no asistió.

Era muy viejo el rey. Un día, cuando estaba en la terraza más alta del palacio, vio, incluso teniendo ya cansados los ojos, la punta aguda de un ciprés que asomaba por encima de cuatro muros blancos, pudiendo ser tal vez de un patio, y quizá lo fuese, y no de muerte la señal del árbol. Pero hay cosas que se adivinan sin dificultad, sobre todo cuando se llega a ser muy viejo. El rey reunió en su cabeza las noticias y los rumores, lo que le decían y lo que le ocultaban, y entendió que había llegado la hora de comprender. Con un guardia detrás de él, como determinaba el protocolo, bajó al parque del palacio. Arrastrando su manto real, siguió despacio por una avenida que iba a dar al corazón cerrado del bosque. Allí se echó en un claro, sobre las hojas secas, y estando echado miró al guardia que se había arrodillado y dijo antes de morir: «Aquí.»

COSAS

La puerta, alta y pesada, al cerrarse, raspó el dorso de la mano derecha del funcionario y dejó un arañazo profundo, rojo, casi sin sangrar. La piel había quedado desgarrada, no por igual, levantada en algunos puntos desde luego dolorosos, porque el saliente o aspereza agresor, naturalmente, no había mantenido una presión continua y el arrastre de contacto que haría del arañazo herida abierta, con los labios separados y un correr rápido y extendido de sangre. Antes de entrar en el pequeño gabinete donde cumpliría su turno, que empezaría dentro de diez minutos y que se prolongaría durante cinco horas seguidas, el funcionario se dirigió al servicio médico (sm) para un tratamiento rápido: en sus funciones tenía que atender al público, y una lesión de tan feo aspecto no debía ser exhibida. Mientras desinfectaba la herida el enfermero, informado de las circunstancias del accidente, dijo que era el tercer caso ese día. Causado por la misma puerta.

—Supongo que van a quitarla.

—añadió. Con un pincel pasó sobre el arañazo un líquido incoloro que secó rápidamente, tomando el color de la piel. Y no sólo el color, la textura opaca que no dejaba adivinar lo que había sucedido. Sólo mirando de muy cerca se podría distinguir la sobreposición. A la vista no había señal de herida.

—Mañana ya puede retirar la película. Doce horas son suficientes. El enfermero se mostraba preocupado. x¿Sabe lo que pasa con el sofá?

—preguntó. El grande, el de la sala de espera.

—No. Acabo de llegar, para el turno de la tarde.

—Ha sido preciso traerlo aquí. Está en la sala de al lado.—¿Por qué?— La razón exacta no la sabemos. El médico lo observó inmediatamente, pero no dio un diagnóstico. Ni necesitaba hacerlo. Un ciudadano usuario fue a quejarse de que el sofá calentaba demasiado. Y tenía razón. Yo mismo lo verifiqué.—Algún defecto de fabricación.—Sí. Probablemente. La temperatura está demasiado alta. En otras circunstancias, y fue también lo que el médico dijo, sería un caso de fiebre.—Bien. No es novedad. Hace dos años supe de un caso igual. Un amigo mío tuvo que devolver a la fábrica un abrigo casi nuevo. Era imposible soportarlo puesto.—¿Y qué pasó después?—. Después, nada. La fábrica le entregó otro a cambio. No volvió a haber razón de queja. Miró el reloj: todavía diez minutos. ¿Sería posible? Estaba dispuesto a jurar que en el momento en que se había arañado faltaban precisamente los mismos diez minutos. O había fallado esta vez su hábito de consultar el reloj al entrar en el edificio.—¿Puedo ver el sofá? El enfermero abrió una puerta translúcida:—Está ahí. El sofá era grande, de cuatro cuerpos, ya con señales de uso, pero en buen estado general.

—¿Quiere probar?

—preguntó el enfermero. El funcionario se sentó.

—¿Qué le parece?

—Es muy desagradable, en verdad. ¿Vale la pena el tratamiento?

—Le estoy aplicando inyecciones cada hora. Por el momento no noto diferencia. Y es el momento de otra inyección.

Preparó la jeringuilla, aspiró en su interior el contenido de una gran ampolla y clavó rápidamente la aguja en el sofá.—¿Y si no se pone bueno?

—preguntó el funcionario.

—El médico dirá. Éste es el tratamiento específico. Cuando no resulta, caso perdido, vuelve a la fábrica.

—Bien. Voy a mi trabajo. Gracias.

En el pasillo vio otra vez la hora. Continuaban faltando diez minutos. ¿Estaría parado el reloj? Lo acercó al oído: el tic tac sonaba con nitidez, aunque un poco amortiguado, pero las manecillas no se movían. Comprendió que iba a llegar muy atrasado. Detestaba eso. Es cierto que el público no se vería perjudicado, ya que el compañero a quien tendría que sustituir no podía abandonar el gabinete mientras él no llegase. Antes de empujar la puerta, echó una nueva mirada al reloj: lo mismo. Al oírlo entrar, el compañero se levantó, dijo algunas palabras a las personas que aguardaban detrás de la ventanilla, del lado de fuera, y la cerró. Era el reglamento. La sustitución de los funcionarios se hacía con brevedad, pero siempre a puerta cerrada.

—Viene tarde.

—Creo que sí. Disculpe.

—Pasan quince minutos de la hora. Voy a tener que comunicarlo.

—Sin duda. Mi reloj se ha parado. Ha sido por su causa. Pero lo que es extraño es que continúa funcionando.

—¿Continúa funcionando?

—¿No lo cree? Véalo. Miraron los dos el reloj.—Realmente es extraño.

—Mire las manecillas. No se mueven. Pero se oye el tic tac.

—Sí, se oye. No comunicaré el retraso, pero me parece que debe informar a la superioridad de lo que sucede con su reloj.

—Evidentemente.

—Ha habido bastantes casos extraños en estas últimas semanas.

—El gobierno está atento y sin duda va a tomar medidas. Alguien golpeó en la placa lechosa de la ventanilla. Los dos funcionarios firmaron el registro de salida y entrada.

—Cuidado con la puerta principal —avisó el que se quedaba.

—¿Se ha arañado? Entonces ha sido el tercero hoy.

—¿Y se ha enterado de la fiebre del sofá?

—Todos lo saben.

—Es extraño, ¿verdad?. —Sí, aunque no sea raro. Hasta el lunes.

—Buen fin de semana. Abrió la ventanilla. Había apenas tres personas esperando. Pidió disculpas, como determinaba el reglamento, y recibió de la primera.

—un hombre alto, bien vestido, de media edad.

—la tarjeta de identificación. La introdujo en el verificador, analizó las señales luminosas que aparecieron y devolvió la tarjeta:

—Muy bien. ¿Qué desea? Por favor, sea breve. Eran también frases que el reglamento estipulaba. El cliente respondiósin dudar:

—Seré breve. Deseo un piano.

—Actualmente no hay muchos pedidos de ese objeto. Dígame si es indispensable.

—¿Hay dificultades excepcionales?

—Sólo las de materias primas. ¿Para cuándo lo quiere?

—Dentro de quince días.

—Casi sería más fácil darle la luna ahora mismo. Un piano exige material muy calificado, de alta calidad, o rareza, si prefiere que me exprese así.—Ese piano es para un regalo de cumpleaños. ¿Entiende?

—Claro. Podría, sin embargo, haber venido a hacer su pedido antes.

—No me fue posible. Le recuerdo que soy un ciudadano usuario de las primeras prioridades.

Al mismo tiempo que decía estas palabras el usuario abrió la mano derecha, con la palma hacia arriba, mostrando una C verde tatuada en la piel. El funcionario miró la letra, después la pantalla que conservaba aún las señales verificadas y movió la cabeza afirmativamente:

—He tomado buena nota. Tendrá su piano dentro de quince días.

—Muchas gracias. ¿Quiere que lo pague todo o basta una señal?

—Basta una señal.

El usuario sacó la cartera del bolsillo y puso el dinero necesario encima del mostrador. Los billetes eran rectángulos de material fino y flexible, de color único pero con tonalidades diferentes, como diferentes eran también los pequeños rostros emblemáticos que los distinguían. El funcionario los contó. Cuando los reunía para guardarlos en la caja, uno de ellos se enrolló súbitamente y le apretó un dedo. El cliente dijo:

—Me pasó lo mismo hoy. La fábrica de moneda debería ser más rigurosa en la fabricación de sus billetes.

—¿Ha presentado un escrito?

—Naturalmente, como era mi deber.

—Muy bien. Los servicios de inspección podrán confrontar las dos participaciones, la suya y la mía. Aquí tiene los documentos. El día señalado diríjase al servicio de entregas. Pero como su prioridad es C, creo que el piano le será llevado a casa.

—Así ha sucedido siempre con mis pedidos. Buenas tardes.

—Buenas tardes.

Cinco horas después, el funcionario estaba otra vez ante la puerta principal. Extendió la mano derecha hacia el picaporte, calculó bien la distancia y, con un movimiento rapidísimo, abrió la puerta y pasó al otro lado, a salvo. La puerta, con un sonido apagado que parecía un suspiro, obedeció al amortiguador y se cerró muy despacio. Era casi de noche. Trabajar en el segundo turno daba algunas satisfacciones: clientela superior, suministros de calidad, y la posibilidad de quedarse en la cama más tiempo por la mañana, aunque en invierno, con los días cortos, fuese un poco deprimente salir del interior bien iluminado al crepúsculo, demasiado temprano y también demasiado tarde. Pero ahora, a pesar de que el cielo estuviese anormalmente cubierto, hacía una buena temperatura de fines de verano y era agradable el pequeño paseo.

No vivía lejos. No daba siquiera tiempo a ver la ciudad transformarse para sus horas nocturnas. Algunas centenas de metros que recorría a pie, con lluvia o con sol, porque los conductores de taxi no estaban autorizados a hacer recorridos tan cortos y ningún itinerario de autobús tenía parada en su calle. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y sintió la carta que se había olvidado de echar en el buzón cuando había salido de casa hacia el servicio de requerimientos especiales (sre) donde trabajaba. Mantuvo la carta sujeta, para no olvidarse otra vez, y bajó las escaleras del pasaje subterráneo por el cual llegaría al otro lado de la avenida. Detrás iban dos mujeres conversando:

—No te imaginas cómo se quedó mi marido esta mañana. Y yo, pero él notó primero lo que había sucedido.

—No es para menos, realmente.

—Nos quedamos los dos con la boca abierta, mirándonos uno al otro.

—¿Pero durante la noche ninguno de vosotros oyó ruido?

—Nada. Ni él ni yo.

Las voces se perdieron. Las mujeres habían torcido por un túnel que seguía en otra dirección. El funcionario murmuró: «¿De qué estarían hablando?» Y eso le hizo pensar en el modo como había transcurrido su día, en su mano derecha que sujetaba la carta dentro del bolsillo, en el arañazo profundo que la puerta le había hecho, en el sofá con fiebre, en el reloj que continuaba trabajando, pero con las manecillas paradas diez minutos antes de la hora de entrar a trabajar. Y el billete que se le había enrollado en el dedo. Siempre había habido incidentes de ese género, no muy graves, apenas incómodos, aunque en ciertos períodos con aburrida frecuencia.. A pesar de los esfuerzos del gobierno (g) nunca había sido posible acabar con ellos y, verdaderamente, nadie esperaba que eso se consiguiese. Hubo épocas en las que el proceso de fabricación había alcanzado un grado tal de perfección que los defectos llegaron a volverse rarísimos, al punto que el gobierno (g) entendió que no era conveniente quitar a los ciudadanos usuarios (por lo menos a los de las prioridades A, B y C) el gusto cívico y el placer de la reclamación. La propia seguridad del régimen fabril lo aconsejaba. Fueron por eso dadas a las fábricas instrucciones para disminuir las normas de exigencia. A pesar de todo, no eran esas órdenes las responsables de una auténtica epidemia de mala calidad en la fabricación que se había producido hacía dos meses. Como funcionario del servicio de requerimientos especiales (sre), estaba en buena situación para saber que el gobierno había revocado hacía más de un mes las órdenes e impuesto patrones de calidad óptima. Sin resultado. De los casos que podía recordar, este de la puerta era ciertamente el más inquietante. No se trataba de un objeto cualquiera, de un simple utensilio, incluso un mueble, como el sofá de la entrada, sino de una pieza de grandes dimensiones. El sofátampoco era pequeño. No obstante, se trataba de un mueble de interior, mientras que la puerta era ya parte del edificio, si no la más importante de él. En efecto, es la puerta la que transforma un espacio apenas limitado en un espacio cerrado. El gobierno (g) había acabado por nombrar una comisión encargada de estudiar los acontecimientos y proponer medidas. El mejor equipo de ordenadores había sido puesto a las órdenes de ese grupo de peritos, que incluía, además de especialistas en electrónica, a las mejores autoridades en los campos de la sociología, de la psicología y de la anatomía, indispensables en estos casos. El despacho que había creado la comisión fijaba el plazo de quince días para la presentación de informes y propuestas. Aún faltaban diez días y era evidente que la situación empeoraba.

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