Castigo (38 page)

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Authors: Anne Holt

BOOK: Castigo
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Sigmund sonrió, casi con timidez.

—Pero no puedes estar seguro —repuso—. Tienes que admitirlo. No puedes estar completamente seguro. Eso no es posible.

—No —reconoció por fin Yngvar—. Completamente seguro evidentemente no puedo estar. Pero averigua algo más sobre el hijo. Por favor.

Sigmund asintió levemente y se fue. Se había olvidado el puro. Yngvar lo agarró y lo observó atentamente. Luego lo dejó en la cesta de papel y se acordó de que tenía que llamar al fontanero de Lillestrøm. No había motivo para molestar a Cato Sylling con un viaje innecesario a Oslo.

Turid Sande Oksøy todavía no había dado señales de vida, a pesar de que la había llamado tres veces y había dejado mensajes en su contestador.

60

Aksel Seier estaba sentado en el Café del Teatro Nacional contemplando el artístico sándwich que le había dejado delante el camarero. Se le había olvidado completamente que en Noruega los hacían sin tapa y no estaba del todo seguro de cómo comérselo. Echó una ojeada furtiva alrededor. La mujer mayor de la mesa de al lado estaba usando cuchillo y tenedor, y eso que su sándwich no era en absoluto tan alto como el suyo. Vacilante, agarró los cubiertos. El tomate cayó sobre el plato. Con cuidado, Aksel quitó la hoja de lechuga de debajo del paté. No le gustaba la lechuga, pero el sándwich estaba bueno. La cerveza también, de modo que se la bebió con avidez y pidió otra.

—Será un placer —dijo el camarero.

Aksel Seier intentaba relajarse. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Ya había usado dos veces la tarjeta de crédito. Se la habían aceptado sin problemas. Nunca había tenido una tarjeta de crédito en toda su vida. Cheryl se había empeñado en que solicitase una desde el otro lado del mostrador del banco. Visa y American Express. Así no corría riesgos, decía. Ella seguramente sabía de lo que hablaba. La tarjeta Visa era de color plata. Platino, le había susurrado Cheryl.
«You're rich, you know!»
Por lo común se tardaba más de una semana en conseguir una tarjeta de ese tipo, pero ella lo había arreglado en menos de dos días.

Todo había sido tan rápido...

Estaba mareado. También era verdad que hacía día y medio que no dormía. El viaje en avión había ido bien, pero le había resultado imposible dormir con el ruido de los motores. En Kaflavik creyó por un momento que había llegado a su destino, pero cuando se puso a buscar las maletas, una amable señora lo guió hacia la siguiente etapa. Se quedó mirando el reloj que le había elegido la señora Davis en Hyannis. Restó lentamente seis horas. Ahora eran las nueve de la mañana en el cabo Cod. El sol estaba en lo alto del cielo sobre el estrecho de Nantucket y había marea baja. Si hacía buen tiempo, se alcanzaría a ver cómo la costa de Monomy se extendía a lo largo del horizonte hacia el suroeste. Un buen día para pescar. Quizá Matt Delaware había salido ya con el barco.

—¿Algo más?

Aksel negó con la cabeza. Se puso a buscar la tarjeta, pero cuando por fin consiguió sacar el monedero del bolsillo, el camarero había desaparecido. Ya volvería.

Intentó relajarse.

Nadie lo miraba. Nadie lo reconocía.

Eso era lo que más lo asustaba, que alguien pudiera darse cuenta de quién era. Al aterrizar en Gardermoen se arrepintió. Lo que más le apetecía era embarcar en el primer avión de vuelta. Devolver el dinero. Mudarse de nuevo a su casa y recuperar el barco, el gato y los soldaditos de cristal. Todo podría ser como antes. En realidad las cosas le iban bastante bien. Al menos se sentía seguro, sobre todo después de que desaparecieran las pesadillas una noche de marzo de 1993.

Noruega estaba cambiada.

La gente hablaba distinto, también. Unos adolescentes que iban sentados delante de él en el autobús hacia Oslo hablaban un idioma que casi no entendía. Todo mejoró en cuanto llegó al Continental. Aksel Seier sólo recordaba el nombre de dos buenos hoteles en Oslo: Grand y Continental. El segundo sonaba más espléndido que el primero. Seguro que era carísimo, pero él tenía dinero y una tarjeta platino. Cuando puso el pasaporte estadounidense sobre el mostrador, la señora le habló en inglés. Cuando él respondió en noruego, ella sonrió. Era amable. Todo el mundo era amable y aquí, en el Café del Teatro, el camarero hablaba el noruego que él recordaba y entendía.

—¿Está usted de paso? —Le preguntó el escuálido señor al dejarle la cuenta sobre la mesa.

—Sí. No. De paso.

—¿Se aloja usted aquí en el hotel? —preguntó el camarero, agarrando la tarjeta—. Permítame que le desee una agradable estancia. Ya está llegando el verano. Ha sido un placer.

Aksel Seier se quería ir a su cuarto a dormir un par de horas. Tenía que acostumbrarse a estar allí. Luego se daría una vuelta por la ciudad, cuando cayera la noche. Quería comprobar cuántas cosas le resultaban familiares. Quería sentir Noruega. Averiguar si Noruega lo reconocía a él. Aksel Seier creía que no. Todo había ocurrido hacía mucho tiempo. Muchísimo tiempo. Al día siguiente buscaría a Eva, pero no antes. Quería estar descansado cuando la viera. Sabía que estaba enferma y se había mentalizado para todo.

Antes de acostarse iba a llamar a Inger Johanne Vik. Al fin y al cabo no eran más que las tres de la tarde. Seguro que ella estaba todavía en el trabajo. Quizás aún estuviera enfadada porque él se había largado, pero al fin y al cabo había viajado hasta América para verlo. Le había dejado su tarjeta, tanto en el buzón como pegada a la puerta.

Todavía debía de estar interesada en que charlaran un rato.

61

Inger Johanne tenía la extraña sensación de que ya era viernes. Cuando a las dos se fue del despacho, con la excusa no del todo falsa de que tenía que ir a la librería, tuvo que recordarse varias veces a sí misma que la semana todavía no había llegado más que al miércoles 7 de junio. En Norli había comprado una edición de bolsillo de
Pecado original, catorce de noviembre,
la última de las seis novelas de Asbjørn Revheim. Inger Johanne creía haber leído el libro, pero tras treinta páginas llegó a la conclusión de que estaba equivocada. Se trataba de una especie de novela de ciencia ficción y ella no estaba nada segura de que fuera a gustarle.

Era casi la hora de las noticias. Encendió la televisión.

Laffen Sørnes había sido visto al noreste de Oslo. Iba a pie. Las descripciones de tres testigos independientes concordaban en todos los detalles, desde la ropa de camuflaje hasta el brazo escayolado. Antes de que alguien consiguiera detener al fugitivo, éste se había internado en el bosque. La policía contaba con la ayuda de dos cazadores de osos finlandeses y la TV2 tenía un helicóptero en la zona, mientras que la televisión pública NRK respetaba por ahora la encarecida petición de la policía de que se quedaran en tierra. A cambio habían enviado allí a cinco equipos diferentes, ninguno de los cuales tenía en realidad nada que contar.

Inger Johanne se estremecía mientras cambiaba de un canal a otro.

Sonó el teléfono. Ella quitó el sonido de la televisión antes de descolgar el auricular. La voz al otro lado le resultaba desconocida.

—¿Hablo con Inger Johanne Vik?

—Sí...

—Siento molestarla a estas horas. Soy Unni Kongsbakken.

—Ya veo. —Inger Johanne tragó saliva y se cambió el auricular de mano.

—Usted habló con mi marido el lunes, ¿verdad?

—Sí, yo...

—Astor ha muerto esta mañana —le comunicó la voz.

Inger Johanne intentó apagar el televisor pero se equivocó y le dio al botón del volumen. Se oyó la estridente voz de un presentador que decía que todo el programa de Redacción 21 iba a estar dedicado a la Gran Caza del Hombre. Por fin Inger Johanne consiguió pulsar el botón adecuado y todo quedó en silencio.

—Lo siento mucho —balbuceó—. La... acompaño en el sentimiento.

—Gracias —dijo la mujer—. Llamo porque tengo mucho interés en que nos veamos.

La voz de Unni Kongsbakken sonaba sorprendentemente tranquila teniendo en cuenta que no hacía más de unas horas que se había quedado viuda.

—Vernos... Sí. ¿Qué...? Por supuesto.

—Mi marido se quedó considerablemente conmocionado después de hablar con usted. Ayer llamó mi hijo y nos contó que había estado usted en su despacho. Astor... Bueno. Murió esta mañana.

—De veras que lo siento si... Quiero decir que nunca fue mi intención...

—No ha sido una muerte dramática, señora Vik. No se preocupe. Astor tenía noventa y dos años y una salud muy precaria.

—Entiendo, pero... —Inger Johanne no sabía realmente qué decir.

—Yo también me estoy haciendo mayor —dijo Unni Kongsbakken—. Y mañana viajaré de vuelta a Noruega con mi marido, que quería ser enterrado en nuestro país. Le agradecería mucho que me dedicase un rato mañana al mediodía. El avión llega sobre las doce, ¿sería posible vernos a las tres?

—Pero... ¡Podemos esperar! Hasta después del entierro, me refiero.

—No. Esto ya ha esperado demasiado. Por favor, señora Vik.

—Inger Johanne —murmuró Inger Johanne.

—Entonces a las tres, en el Grand, ¿te parece bien? Normalmente allí se puede estar tranquilo.

—De acuerdo. A las tres. En el Café Grand.

—Hasta mañana, entonces. Adiós.

La anciana colgó el teléfono antes de que a Inger Johanne le diera tiempo a responder. Ésta se quedó sentada con el auricular en la mano durante un buen rato. No tenía claro qué es lo que la hacía respirar tan aceleradamente, si el sentimiento de culpa o la curiosidad.

«¿Qué quieres de mí? —pensó al colgar el auricular—. ¿Qué es lo que ha esperado demasiado?»

Después sintió que se le enrojecían las mejillas.

«¡Le he quitado la vida a Astor Kongsbakken!»

Yngvar Stubø se encontraba solo en su despacho leyendo por segunda vez un mensaje de correo electrónico. La policía de Tromsø sólo había conseguido que May Berit Benonisen reconociese que sí había tenido trato con Karsten Åsli, aunque bastante poco, como ya había dicho. El mensaje era breve y conciso. El policía evidentemente no había entendido la importancia de lo que Yngvar le había pedido. La había interrogado por teléfono.

Tønnes Selbu nunca había oído hablar de Karsten Åsli.

Grete Harborg estaba muerta.

Turid Sande Oksøy estaba incomunicada. Cuando Yngvar consiguió por fin, a media tarde, ponerse en contacto con la familia, Turid se había ido al campo. Sin teléfono. Estaba en Telemark, según dijo Lasse hoscamente y sin precisar mucho.

Luego le pidió que los dejaran tranquilos hasta que la policía tuviera algo más concreto.

Sigmund Berli todavía no había averiguado nada sobre el hijo de Karsten Åsli, Yngvar tenía la sospecha de que no estaba dejándose la piel en la tarea. Aunque Sigmund era su mayor confidente en el trabajo, parecía que también él empezaba a distanciarse de él.

Todo había cambiado tras el accidente. Fue como si la pérdida de Trine y Elisabeth lo hubiera marcado, un estigma que incomodaba al resto de la gente.

En el comedor se hacía el silencio cuando él se sentaba, y pasaron muchos meses antes de que alguien se animase a reírse en su presencia. En cierto sentido seguía disfrutando del respeto de los demás, pero su intuición, antes tan admirada e incluso mitificada, había quedado reducida a una característica curiosa de un hombre que había sufrido una terrible pérdida, un hombre infeliz.

Yngvar no era infeliz.

Encendió un puro y lo probó.

—No soy infeliz —dijo a media voz y exhaló una bocanada de humo.

El puro estaba demasiado seco, de modo que lo apagó con irritación.

Si no conseguía reunir suficientes pruebas contra Karsten Åsli como para obtener una orden de registro antes de que acabara la jornada laboral del día siguiente, empezaría a plantearse la posibilidad de ir para allá sin autorización judicial. Emilie estaba allí. Estaba completamente seguro. Quizá lo despedirían, pero tal vez salvara a la cría.

«Un día más —pensaba al dejar el despacho—. Eso es todo lo que me atrevo a concederle.»

62

Se reconocieron inmediatamente.

Hacía una eternidad que ella se había quedado en el muelle despidiéndose de él con la mano. Él había intentado seguirla con la mirada mientras ella se envolvía bien en el chal y empujaba la bicicleta hacia el borde del muelle mientras el
MS Sandefjord
zarpaba del puerto. El viento le levantaba el borde de la falda.

La bicicleta estaba recién pintada de rojo. Ella era delgada y tenía los ojos azules.

Hacía ya once años que Eva permanecía tumbada en la cama.

El brazo inerte descansaba junto a su cuerpo. La enferma alzó lentamente el brazo derecho y lo estiró hacia él cuando entró en su habitación.

En una carta le había dicho que había sido Dios quien en su benevolencia le había permitido conservar la sensibilidad en la mano derecha para que pudiera seguir escribiendo cartas. En cambio, tenía inutilizadas las piernas y el brazo izquierdo.

—Aksel —dijo con voz queda y serena, como si lo hubiera estado esperando—. Mi Aksel.

Él acercó una silla a la cama. Después se pasó la mano con timidez por el cráneo rapado, intentando sonreír. Los dedos de ella estaban fríos cuando se posaron sobre la mejilla de él. Antes eran cálidos, tersos y juguetones. Pero seguía siendo la misma mano. Al reconocerla, él se echó a llorar.

—Aksel —volvió a decir Eva—. ¿Qué has hecho? Mira que regresar por mí...

63

Karsten Åsli llevaba durmiendo mal desde el lunes. Durante el día no le resultaba tan difícil convencerse de que no tenía motivos para preocuparse, al fin y al cabo Yngvar Stubø no había vuelto. Todo parecía normal en el pueblo. Nadie había estado por ahí haciendo preguntas.

Cuando llegaba la oscuridad era peor. Aunque corría mucho y a gran velocidad todas las noches para dejar agotado su cuerpo, se quedaba cavilando en la cama hasta el amanecer. Aquella mañana había llamado al trabajo para decir que estaba enfermo, pero se arrepentía de haberlo hecho. Era mucho peor vagar por casa sin nada que hacer. El plan para el 19 de junio estaba listo, no faltaba nada salvo ponerlo en ejecución.

Podía pintar la pared que daba al oeste. Pero no podía ir al pueblo a buscar pintura; alguien de la serrería podría verlo. Lo mejor sería ir hasta Elverum. Si, contra todo pronóstico, se encontraba allí con alguien, podría decir que venía del médico.

La verdad es que era una buena idea. Cuando se sentó en el coche estaba más tranquilo.

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