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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (67 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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El impacto de semejante noticia había sido poderoso, tanto que durante un rato no supo en realidad qué debía sentir. Al final terminó alegrándose por Vicky, pero después pensó que se alegraba porque no la amaba lo suficiente como para compadecerla.

«Las dos inmortales tal como deseábamos. Bien.»Luego, cuando las llamadas finalizaron, apagó el televisor. Las noticias eran siempre iguales, ya las conocía de memoria. Tampoco se permitió el sonido de los cuantiosos discos de jazz que Conservación le había regalado para que se entretuviera. Se sintió bien así, rodeada del silencio de sí misma. O de su ruido.

Porque la vida poseía su propio sonido, y ahora se daba cuenta. Sintió cómo la vida regresaba a ella de la misma forma que se oye la llegada de una ola diferente. Habían decidido quitarle la imprimación, borrarle la firma y enviarla a casa. La dejarían descansar una temporada y luego, si era preciso, la llamarían para exhibir
Susana
otra vez. Por supuesto, el dinero seguiría siendo suyo, eso no iba a variar. Le retiraron las pastillas de F&W, y en poco tiempo comprendió que un ser humano es una cosa que quiere cosas. El arte se mantiene quieto y satisfecho, pero la vida exige satisfacción continua. Luego comenzaron a quitarle la imprimación. Cuando regresó a la habitación del hospital donde estaba ingresada y se miró al espejo, ya no le cupo ninguna duda: era Clara Reyes por completo. Su pelo rubio, su piel con los poros abiertos, las viejas cicatrices, el grafismo de su vida, los olores, las viejas formas. Continuaba depilada, por supuesto, pero esto era una imagen con la que había llegado a congeniar. Su rostro sin imprimación adoptaba las expresiones de siempre: lejos estaba aquel monstruo amarillo que provocara el pasmo de Jorge. Ya no estaba pintada ni llevaba etiquetas. No era fácil vivir sin etiquetas ni pintura, pero tendría que acostumbrarse.

Y la tarde del viernes, después de almorzar y dormir una prolongada siesta, oyó suaves golpes en la puerta.

Gerardo sonrió al entrar.

—De modo que así eres cuando te quitan toda la pintura de encima, amiguita. La verdad, me gustas más de esta forma. Al natural, podría decirse.

Ella sonrió. Estaba sentada en la cama, en pijama, despeinada, con los ojos aún contagiados de sueño. Se dejó envolver por los brazos de Gerardo y comprobó que su presencia la hacía muy feliz.

—Me dijeron que hoy te daban el alta y quise venir a verte —explicó él—. Justus también hubiera querido venir, pero me aconsejó que viniera yo de «avanzadilla». —Se echó a reír y sus ojos brillaron, pero luego recobró la seriedad. Se había enterado del atentado de aquel loco y desde entonces había tratado de verla, aunque le habían asegurado repetidas veces que se encontraba bien—. ¿Cómo estás? —le preguntó.

—No lo sé —respondió ella con sinceridad—. Supongo que bien.

Tenía la sensación de haber estado durmiendo y haber despertado en el hospital. Se encontraba vacía. «Estuve soñando», pensaba. Pero ¿qué ocurre cuando todo lo que eres y todo lo que has sido forma parte del mismo sueño?

Disponían de tiempo antes de ir al aeropuerto. ¿Quería despedirse de algún sitio en particular?, preguntó él. Clara observó los periódicos doblados sobre su cama. Se había enterado de que aquel viernes, 21 de julio de 2006, terminaban de desmantelar el Túnel.

—Me gustaría pasar por el Museumplein y ver cómo quitan el Túnel —dijo.

—Ningún problema.

Había anochecido y las estrellas empezaban a aparecer sobre las tranquilas aguas de los canales. Era una noche espléndida, propia del verano. La luna seguía pujante, intentando alcanzar su propia perfección. Gerardo conducía en dirección al Museumplein y Clara iba junto a él.

—He pensado —rompió Gerardo súbitamente el denso silencio— que viajaré a Madrid dentro de poco. Me gustaría acabar un cuadro que he dejado a medio hacer —agregó, sonriendo.

Más tarde, ella señaló aquel instante como el momento exacto en que se dio cuenta de que
Susana
había desaparecido por completo de su cuerpo. Allí, en el asiento oscuro del coche de Gerardo, tocó sus piernas, sus brazos, su rostro, y lo supo.
Susana
estaba borrada. Debajo había surgido Clara Reyes, para bien o para mal. El acontecimiento —pensó— tenía el aire mediocre de un fracasado intento de divorcio. Gerardo le hablaba.

—Me gustaría...

Le estaba haciendo una serie de confesiones sinceras que ella apenas entendía, que apenas lograba escuchar. Pero comprendió que ahora que era otra vez Clara tendría que acostumbrarse a las confesiones sinceras. Porque
Susana
se alejaba en el cielo oscuro y estrellado.
Susana
flotaba en el inmenso Túnel de la noche, cada vez más lejos, cada vez más indiferente. Bienvenida al mundo, Clara. Bienvenida a la realidad.

En Museumplein, el trabajo se desarrollaba con calma y pericia. Varios técnicos desprendían cada telón: primero una pared, luego la otra, después el techo. Iban avanzando a lo largo de todo el recorrido de la herradura. Ni siquiera de noche interrumpían su labor: era preciso que Amsterdam se despertara sin el Túnel, que la luz amaneciera sobre la plaza desnuda, sembrada de sus estatuas y jardines cotidianos.

Gerardo estacionó en las proximidades y caminaron mirando hacia arriba, como turistas recién llegados.

—¿Qué sientes? —le preguntó él. Ella miraba fijamente el inmenso desguace.

—No lo sé. Abrázame.

Mientras continuaban caminando a ella se le ocurrió una respuesta.

—Es como si respirara por primera vez —dijo.

Se alejaron. Clara miró por encima del hombro.

En aquel momento estaban desprendiendo uno de los telones del techo. El inmenso cuadrado se desplomó con un ruido de olas remotas arrastrando consigo su propia negrura. En la penumbra vacía penetró, sin esfuerzo alguno, la claridad de la luna.

NOTA DEL AUTOR

En arte se ha hecho de todo. La imaginación de un novelista jamás podría competir con los infinitos caminos y vías de experimentación que puede hallar el lector a poco que se asome al fantástico universo del arte contemporáneo. Pese a ello, el hiperdramatismo no existe, aunque varias tendencias como el
body art
utilizan el cuerpo humano como base principal para sus obras. Los art-shocks, el arte «manchado», los
animarts,
la artesanía humana, etc. son también nombres ficticios, si bien los
encuentros y acciones
son términos conocidos para todos los aficionados al arte moderno. El negocio de comprar y vender seres humanos pintados no constituye, hasta la fecha, un fenómeno común. Ignoro si la situación cambiará en el futuro pero tiendo a pensar que si alguien descubre cómo ganar dinero con ello, no serán las consideraciones morales las que impidan que tal mercado humano se desarrolle con idéntica o mayor espectacularidad que en mi novela.

Otras muchas cosas son ficticias en esta obra, además de los personajes. Algunos edificios públicos como el Obberlund de Munich o los «Ateliers» de Amsterdam, galerías privadas como GS o Max Ernst y hoteles como el Wunderbar o el Vermeer son imaginarios. Las coincidencias entre sus nombres y lugares de la vida real deben considerarse puramente casuales. En cambio, los museos citados son reales, aunque el centro cultural del Museumsquartier de Viena se encuentra, según creo, en proceso de construcción. Quizá ya haya sido inaugurado cuando esta novela se publique. Por supuesto, las obras hiperdramáticas exhibidas en tales museos son ficticias y no deben establecerse relaciones de ningún tipo entre las características de dichas obras y las instituciones reales mencionadas en la novela.

Ciertos títulos de la bibliografía que revisé resultaron demasiado importantes para no citarlos. El clásico
La historia del arte
de Ernest Gombrich (Debate, 1997) y el no menos clásico
Materiales y técnicas del arte,
de Ralph Mayer (Tursen, Hermann Blume, 1993) se convirtieron en mis libros de cabecera. En la infinitud de estudios sobre Rembrandt constituyeron buenas elecciones
Rembrandt's Eyes,
de Simon Schama (Allen Lane, The Penguin Press, 1999) y
Rembrandt,
de Emmanuel Starcky (Portland House, 1990). Sobre arte contemporáneo, fueron inmejorables
Arte del siglo
XX,
de Ruhrberg, Schneckenburger
et al.
(Taschen, 1999) y
Art at the turn of the millennium
de Riemschneider y Grosenick, eds. (Taschen, 1999). Los dos versos de Rilke citados al comienzo y al final proceden de la primera elegía de sus
Elegías de Duino.
Todas las citas de Carroll han sido extraídas de su
Alicia a través del espejo y lo que Alicia encontró allí.
Los puntos suspensivos en estas últimas indican palabras suprimidas.

Hay lagunas que los libros no pueden llenar. Entre las personas que con sus consejos o información me ayudaron a mejorar esta novela quisiera mencionar a dos cuya entrega fue muy particular. Antonio Escudero Nafs, gran amigo y extraordinario pintor, me asesoró en varios de los aspectos más básicos de su arte, y la también excelente pintora «Scipona» soportó estoicamente mis preguntas sobre inauguraciones, galeristas y marchantes, ofreciéndome a su vez una valiosa ayuda. Sin embargo, mi novela no versaba sobre lienzos de tela —como ellos suponían— sino sobre cuadros humanos, lo cual me ha obligado a tomarme grandes libertades con la información obtenida. Todos los errores que contenga mi obra sobre el complejo mundo del arte deben achacarse, pues, a mi descuido o a esas libertades.

J.C.S.

Madrid, 2001.

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