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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (2 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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Couzens asintió, erguido, inmóvil en posición de firmes.

—A la orden, señor.

A bordo del
Trojan
iban destinados nueve guardiamarinas. A veces, Bolitho se preguntaba qué sería de sus vidas. Algunos alcanzarían el grado de oficial. Otros abandonarían la carrera. Se produciría el habitual catálogo de personajes: tiranos unos y buenos líderes otros; unos, héroes; otros, cobardes.

Más tarde, cuando ya la nueva guardia formaba bajo el alcázar, se oyó la voz de uno de los vigías:

—¡Se aproxima un bote, señor! —anunció—. ¡Es el comandante!

Bolitho lanzó una mirada a la masa desordenada de hombres que se agitaba a sus pies. El comandante no podía haber elegido un momento más oportuno para cogerles desprevenidos.

Lanzó un grito hacia la cubierta:

—¡Avisen al primer teniente! ¡Formación de honores por estribor! ¡Cubran el portalón! ¡Pasen la voz para que venga de inmediato el contramaestre!

Las sombras de los marineros se desplazaban de un lado a otro en la penumbra. Mientras los soldados de infantería de marina formaban en fila junto al portalón de entrada, con sus correajes blancos que destacaban en la escasa iluminación, los suboficiales se afanaban para formar al resto de la guardia entrante y colocaban a los hombres en un intento de orden.

Finalmente, divisó el bote que avanzaba a fuertes golpes de remo hacia las mesas de guarnición del palo mayor. Su proal, de pie sobre la bancada, agarraba ya el bichero, listo para engancharse a los cables.

—¡Ah del buque!

El grito del contramaestre respondió casi en el mismo instante:

—¡
Trojan
!

Así regresaba a bordo el amo y señor del navío. Era el hombre que, después de Dios, más autoridad tenía sobre las vidas de aquellos marineros. Su palabra podía premiar, castigar, azotar, ascender o hacer colgar de la horca, según dictase la situación. Aquel ser poderoso se hallaba de nuevo en medio de su abigarrado mundo.

Cuando Bolitho pudo observar de nuevo la cubierta, vio que lo que un instante antes era caos se había convertido en una apariencia de orden marcial. Los infantes de marina presentaban armas en perfecta formación, con sus mosquetes al hombro. Su oficial, el elegante capitán D'Esterre, se hallaba en un rincón junto a su teniente, ambos aparentemente insensibles al viento y la nieve que azotaban la cubierta.

También estaban allí los segundos contramaestres con sus silbatos de plata en los labios, listos para escupir órdenes. El primer teniente, Cairns, con la mirada en todas partes a la vez, se aprestaba a dar la bienvenida a su comandante.

El bote se enganchó por fin a la mesa de guarnición. Las culatas de los mosquetes golpearon al unísono contra la tablazón. Órdenes y gritos de saludo ritual hendieron el aire como afilados cuchillos.

Por la borda apareció primero la cabeza del comandante, seguida de sus hombros; el amo y señor de a bordo dirigió un saludo marcial hacia el alcázar e, inmediatamente, recorrió con la mirada cubierta y dotación del navío —su navío— en un meticuloso y nada disimulado examen.

Enseguida se dirigió al primer oficial con voz pausada:

—Acompáñeme a popa, señor Cairns. Luego saludó a los oficiales de infantería: —Excelente formación, D'Esterre. Se volvió súbitamente y se dirigió a Bolitho con enfado:

—¿Por qué está usted todavía en cubierta, señor Bolitho? —preguntó en el mismo instante en que las ocho campanadas repicaban en el castillo de proa—. ¿No ha pasado ya la hora de su relevo?

Bolitho le miró con gesto de respeto:

—Me temo que el señor Probyn ha sufrido un contratiempo, señor.

—¿Se lo teme usted? —La voz del capitán sonaba áspera y cortante por encima del rumor del viento y la música de los aparejos—. La guardia que entra tiene tanta responsabilidad a bordo como la que es relevada —recitó dirigiendo su mirada a la impasible cara de Cairns—. Por Dios, señor Cairns, no es algo difícil de aprender, ¿no le parece?

Ambos hombres se alejaron poco a poco y Bolitho respiró con alivio.

El teniente George Probyn, inmediato superior de Bolitho, se retrasaba a menudo en el relevo de la guardia. De hecho, también cumplía con retraso otras responsabilidades. Era una excepción en la sala de oficiales: con su feroz malhumor y su carácter conflictivo, mostraba una amargura de la que Bolitho aún no había descubierto la causa. Le vio aparecer por la escala de babor. Su uniforme aparecía desaliñado, y su cara, hinchada, se volvía a un lado y a otro con suspicacia, como si esperase hallar enemigos en todos los rincones.

Bolitho se dirigió a él:

—La guardia está en su puesto, señor Probyn.

El teniente extrajo del bolsillo de su casaca un pañuelo rojo, que usó para sonarse la nariz tras frotarse la frente y las mejillas.

—Imagino que el comandante ha preguntado por mí.

Incluso esta pregunta rezumaba hostilidad.

—Se dio cuenta de que usted no estaba en cubierta —respondió Bolitho. Su olfato detectaba brandy en el aliento del teniente—. Pero pareció completamente satisfecho.

Probyn hizo venir mediante una seña al segundo del piloto y examinó con su mirada el cuaderno de bitácora, que el hombre sostenía bajo la mortecina luz de un fanal.

—La guardia ha transcurrido sin novedad —informó Bolitho sintiendo ya la invasión del cansancio—. Un hombre cayó desde la bancada de botes y se le tuvo que retirar a la enfermería. Nada más.

—Mala suerte —dijo Probyn sorbiendo por la nariz—. Queda usted relevado de la guardia. —Luego cerró las páginas del libro y le observó con cara de pocos amigos—. Si llego a tener la noción de que alguien está conspirando a mi espalda para perjudicarme…

Bolitho se dio la vuelta para esconder su cólera. No temas, pensó, miserable borrachín. Tú eres tu peor enemigo. Eres tú mismo quien conspira contra ti…

La voz gruñona de Probyn, que asignaba posiciones a sus hombres y encargaba listas de tareas, le acompañó en su camino hacia la escotilla de bajada.

Tras descender con saltos ligeros los peldaños que conducían al vientre del
Trojan
, Bolitho se dirigió hacia popa y penetró en la camareta de oficiales preguntándose cuál debía ser el tema que el comandante deseaba discutir con el señor Cairns.

En cuanto entraba en el mundo interior del
Trojan
, parecía engullido por su atmósfera familiar. La combinación de los olores de brea y cáñamo, el hedor a sentinas y humanidad apretujada que impregnaba el aire parecía convertirse en parte de su persona, tan pegada a él como la propia piel.

Mackenzie, el primer mayordomo de los oficiales, se plantó ante él y le saludó con una sonrisa amistosa. Antiguo gaviero, había sido destinado al servicio de la cámara tras caer desde una verga y romperse una pierna por tres puntos, lo que le convirtió en inválido. Aunque todo el mundo le compadecía, Mackenzie se mostraba siempre satisfecho. Gracias a su accidente, gozaba de más seguridad y confort de lo que nadie pudiera esperar en un navío de Su Majestad.

—Hay café listo, señor, y muy caliente.

El hombre hablaba con un suave acento escocés, muy parecido al del primer teniente Cairns.

Bolitho se desprendió de su chaquetón y lo lanzó junto con su sombrero a Logan, uno de los mozos que asistían a los oficiales en su cámara.

—Me apetece más que nada en el mundo, gracias.

La cámara de oficiales ocupaba toda la manga o anchura de la popa del navío. El humo del tabaco recién fumado se mezclaba allí con los familiares aromas de vino y queso. Al fondo se veían las inmensas cristaleras de la galería, completamente oscuras ya en aquella hora del crepúsculo. Cuando la popa se ladeó respondiendo al tirón que producía el ancla, se adivinó en la distancia el brillo de algunos faroles que relucían en la lejana tierra. Parecían estrellas perdidas.

A ambas bandas de la sala se repartían los camarotes de los oficiales, minúsculos armarios separados por mamparas que se replegaban en el instante mismo de entrar en combate. En esos refugios cada hombre escondía su propia litera, su arcón y un mínimo espacio donde colgaba la ropa. Era, cuando menos, un lugar íntimo. Descontando las mazmorras de castigo, el único lugar de a bordo donde un hombre podía estar solo.

Encima de la sala de oficiales se hallaban los aposentos del comandante. El espacio destinado al jefe supremo de a bordo equivalía casi al que tenían todos sus oficiales juntos.

Piloto y primer teniente ocupaban la misma cubierta que el comandante, pues precisaban estar más cerca de la cubierta del alcázar y el timón, aunque sus momentos de descanso transcurrían siempre en la sala de oficiales. Allí compartían con sus colegas las esperanzas y los temores. Allí comían y bebían los seis tenientes, los dos oficiales de infantería de marina, el piloto, el contador y el cirujano. Sin duda había poco espacio para tantos hombres, pero si se comparaba aquello con el sollado donde vivían los guardiamarinas, situado bajo la línea de flotación, o con el espacio destinado a los suboficiales o especialistas, o, peor aún, las condiciones en que vivía la masa de marinos y soldados, aquello era de un lujo desmedido.

Dalyell, el quinto teniente, descansaba sobre un pequeño taburete junto a las cristaleras de popa, mientras sostenía con su mano una fina pipa de barro.

—George Probyn de nuevo perdido entre vapores, ¿verdad, Dick?

—Se está volviendo una costumbre —musitó Bolitho.

Sparke, el segundo teniente, un hombre de cara severa que mostraba en la mejilla una cicatriz en forma de moneda, intervino:

—Si yo fuese el primer oficial, le denunciaría ante el comandante. —El teniente se enfrascó a continuación en la lectura de un manoseado periódico de noticias tras añadir—: ¡Esos malditos rebeldes parecen campar por sus respetos! Han capturado otros dos buques mercantes ante las mismas narices de nuestras fragatas. Por si eso fuera poco, uno de sus piratas robó un bergantín de un puerto. ¡Somos demasiado blandos con ellos!

Bolitho se sentó y estiró sus fatigados músculos. Agradecía el descanso y la ausencia de viento y frío aunque, lo sabía por experiencia, la ilusión de calor y confort iba a durar poco.

Su cabeza le pesaba. Cayó en una especie de sopor. Cuando Mackenzie llegó con el tazón de café humeante, tuvo que zarandearlo para despertarle.

Los oficiales del
Trojan
se las apañaban como podían, en silencio amistoso, para hallar confort y descanso en aquel espacio. Algunos leían, otros escribían a la familia unas cartas que no sabían si alguna vez llegarían a ser leídas por sus destinatarios.

Bolitho sorbió el café intentando ignorar el dolor que atenazaba su frente. De forma inconsciente, su mano se alzó y tocó el rebelde mechón de cabellos negros que colgaba sobre su ojo derecho. Bajo él se hallaba la cicatriz, todavía sensible, que le provocaba el dolor. Eran las secuelas de una herida recibida mientras servía en la fragata
Destiny
. A menudo le ocurría que en momentos como aquel revivía el episodio. La sensación de momentánea seguridad, seguida del recuerdo de pasos apresurados, el restallar de las armas metálicas. El golpe violento, la agonía, la sangre y la pérdida de sentido.

Se oyeron golpes en la puerta de la mampara exterior y Mackenzie informó a Sparke, el oficial de mayor graduación presente:

—Con mis respetos, señor, el guardiamarina de la guardia solicita permiso para entrar.

El muchacho penetró en la cámara con pasos cautelosos, como si anduviese sobre una preciosa y frágil tela de seda.

—¿Qué ocurre, señor Forbes? —preguntó Sparke con brusquedad.

—Un saludo del primer teniente, señor, y aviso a todos los oficiales para que se presenten en la cámara al sonar las dos campanas.

—Muy bien.

Sparke esperó a que la puerta se cerrase tras el guardiamarina.

—Por fin sabremos algo, señores —dijo a sus colegas—. A lo mejor tenemos algo importante que hacer.

Al contrario que su superior Cairns, el segundo teniente era incapaz de disimular sus sentimientos. Los ojos le brillaban ante la perspectiva de la acción, que significaba ascensos y botines, o, cuando menos, una posibilidad de acción en vez de noticias sobre ella.

Su mirada se posó en Bolitho:

—Le aconsejo que se cambie y se ponga una camisa limpia. El comandante parece tenerle en el punto de mira.

Bolitho se levantó y su cabeza rozó los baos de madera del techo. Llevaba ya dos años a bordo del
Trojan
. Descontando una cena en la cámara, cuando el navío se preparaba para zarpar en Bristol, aún no había tenido ocasión para acercarse o relacionarse con el comandante. El jefe supremo de a bordo era un hombre duro y distante, que a pesar de ello parecía siempre estar al corriente de todo lo que ocurría en cualquier rincón de las cubiertas del navío bajo su mando.

—Quizá es que le cae usted bien, Dick —aventuró Dalyell, golpeando con precaución su pipa para vaciar las cenizas.

—Creo que no es un ser humano —bostezó Raye, el teniente de infantería de marina.

Sparke se dirigió rápidamente a su camarote, siempre dispuesto a alejarse de cualquier crítica o comentario sobre la autoridad superior:

—Es el comandante; no tiene necesidad de ser humano.

El comandante Gilbert Brice Pears estampó su florida firma sobre la página del diario de a bordo que había acabado de leer. A su lado, el secretario Teakle se apresuró a secar la tinta.

A través de las cristaleras de popa se adivinaba la ciudad, lejana y diferente de aquella cámara espaciosa y bien iluminada. Era el único rincón de a bordo que disponía de muebles de calidad. En el comedor, separado por un mamparo, la mesa estaba ya dispuesta para la cena. Junto a ella esperaba el mayordomo del comandante, Foley, impecable en su casaca azul y sus calzones blancos, y adiestrado para satisfacer cualquier deseo de su señor.

El comandante Pears se recostó sobre su sillón y movió su mirada por el salón sin verlo. Los dos años que llevaba allí le ayudaban a conocer aquel espacio palmo a palmo.

Tenía cuarenta y dos años, pero se le veía mayor. Fornido, de hombros cuadrados, era tan impresionante y poderoso como el propio
Trojan
.

Entre sus oficiales había oído rumores y habladurías que rayaban en el descontento. La guerra —pues como tal había que considerar lo que ocurría en el continente americano— parecía desfilar por su costado sin alcanzarles. Pero Pears era un hombre realista; sabía que no tardaría mucho en llegar el momento en que él y los hombres a su mando actuasen; para eso había tocado el agua salada nueve años antes la quilla del
Trojan
. Una cosa eran los piratas y las bandas de raqueros que asaltaban puertos; pero ahora los franceses iban a intervenir en la contienda con todas sus fuerzas. Se esperaba de un momento a otro la llegada de sus navíos de línea. El
Trojan
y sus hermanos —pesados y potentes como él— tenían que mostrar su valía.

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