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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (8 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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—Habrá que actuar con gran rapidez —decía Sparke—. Es posible que hayan aparejado redes para protegerse de un abordaje, pero lo dudo. Eso estorbaría más a sus hombres que a los nuestros.

Bolitho escuchaba cómo pensaba en voz alta y cómo imaginaba ya su nombre inscrito junto a sus méritos en el boletín militar. Sus ojos, brillantes, enfebrecidos de ambición.

—Tengo que hablar con el maestre de armas —dijo de pronto Sparke, y se alejó apresurado proyectando hacia adelante su mandíbula, que parecía la proa de un galeón.

Stockdale surgió no se sabe de dónde y se golpeó la frente en un intento de saludo.

—Ya me he ocupado de preparar las armas, señor. La piedra de afilar ha pasado por todas las hachas de abordaje y todos los machetes. —El hombre jadeaba penosamente—. ¿No hay contraorden, señor?

Bolitho cruzó hacia el costado opuesto y arrancó el catalejo que sostenía el guardiamarina de guardia.

—Espero que no.

Entonces se dio cuenta de que el guardiamarina era Forbes, el mismo que mientras el sueco recibía sus dos docenas de latigazos se había agarrado al brazo de su compañero de fila.

—¿Se encuentra usted bien, señor Forbes?

—Sí, señor. —El chico respondió asintiendo con semblante lúgubre, sonriendo con la nariz.

—Mejor. —Enfocó el catalejo hacia más allá de las redes—. Es duro asistir al castigo corporal de un hombre. Por eso hay que estar siempre al tanto, y reducir al mínimo las causas que pueden producir el castigo.

Contuvo el aliento. Los masteleros del barco enemigo sobresalían por encima del lomo de una ola; era como si el resto de la embarcación hubiese sido tragado por el mar. Llevaba un paño cuadrado rojo cosido a la boca de su vela mayor. ¿Un remiendo de urgencia?, se preguntó; ¿o acaso una contraseña para identificarse en mar abierto? Se estremeció al sentir de nuevo cómo la lluvia golpeaba su cuello duro y le adhería el cabello a la frente. Esa visión de los palos solitarios se añadía al misterio que envolvía al buque enemigo y su dotación, y le producía una ansiedad mayor.

Se volvió para hablar con Stockdale, pero el hombre se había esfumado con el mismo silencio con que apareció.

Dalyell avanzó por el piso inclinado de la cubierta y dijo con brusquedad:

—Por lo que parece, se quedará usted a bordo con nosotros, Dick. —Su mueca era inexpresiva—. Personalmente, me alegro. No me apetece tener que hacerle el trabajo a George Probyn. ¡Y menos aún cuando lleva unas copas de más!

Bolitho respondió con una mueca:

—Me sorprende ver que todo el mundo presta atención a mis problemas, Simón. Voy a retirarme a la cámara. —Echó un vistazo al gallardete que ondeaba en el palo mayor y añadió—: Aunque, tal como va el viento, bien podría ser que después de todo me tocara a mí la guardia de la tarde.

Pero al parecer el comandante tenía una visión distinta de las cosas, o conservaba una poderosa fe en las palabras de su piloto. Bolitho fue relevado de sus obligaciones de guardia y pudo dedicar el tiempo libre a seguir escribiendo una carta a su padre. En realidad era una misiva ya muy larga, a la que añadía frases e historias siempre que disponía de una oportunidad, y que terminaría bruscamente cuando el navío se cruzara con un mercante que navegase rumbo a Inglaterra. Ese ejercicio de escritura le servía para sentirse conectado a su padre. Aunque también lo opuesto era cierto, pues en los acontecimientos rutinarios que Richard describía, como las maniobras, los barcos avistados y los pasos de islas, el comandante James recuperaba una vida que ya no volvería a recuperar.

Descargó su peso sobre el baúl, entornó la mirada e intentó hallar un nuevo tema que añadir a su escrito.

Un estremecimiento helado pareció recorrerle la espalda. Era como si un fantasma hubiese entrado de golpe en la minúscula cabina. Levantó los ojos, atemorizado, y vio que la farola que colgaba del techo se mecía como siempre. ¿De veras nada había cambiado? Agudizó su atención. Su mirada se dirigió al pequeño colgador en que estaban sus ropas: un momento antes bailaban al ritmo del buque entre roces y crujidos.

Bolitho se incorporó, esta vez atento a la necesidad de agachar la cabeza para salir de su cabina y alcanzar la camareta de oficiales. Las cristaleras mostraban una masa gris y opaca que se extendía tras el vidrio marcado por salitre y humedad.

Aplastó su nariz contra ellos y exclamó:

—¡Cielo Santo! ¡El Sabio tenía razón!

Se precipitó hacia el alcázar, y notó, al instante, la presencia de varios cuerpos inmóviles a su alrededor.

Como él mismo, otros oficiales ojeaban hacia popa, o a lo alto de los aparejos, donde las velas se alzaban lentas para volver a caer por su peso, temblando al chocar contra cables y vergas.

Cairns, que mandaba la guardia, le miró con semblante grave:

—La niebla, Dick. —Señaló hacia las redes de la batayola—: Está entrando ahora.

Bolitho estudió el lento avance de la masa gris, que a su paso parecía apaciguar la turbulencia de las olas y aplanar sus crestas.

—¡Atención, cubierta! ¡Se ha perdido de vista la goleta, señor!

La voz del comandante Pears cortó de raíz cualquier discusión entre marinos:

—¡Hágale orzar dos cuartas hacia el viento, señor Cairns!

Se detuvo a observar el súbito ajetreo, marcado por los gritos en las cubiertas, que despertaba la maniobra.

—¡Gentes a las brazas, aquí!

—Reduciremos la distancia en un cable o algo más —dijo Pears dirigiéndose a todo el puente en general.

Cuando ya la rueda del timón chirriaba con esfuerzo y las vergas empezaban a pivotar solicitadas por los hombres que tiraban de las brazas, el comandante alzó la mirada. El
Trojan
escoró, obediente a la enorme extensión de velamen que todavía alcanzaba a llenarse con el viento moribundo, y cambió de dirección para orientar su bauprés más hacia el viento. Ni el batir de las lonas, acompañado del chirrido de motones y cordajes, ni los gritos de los suboficiales camuflaron su voz cuando dijo al largo y delgado piloto:

—Le felicito, señor Bunce.

Bunce, que se hallaba concentrado estudiando a los timoneles y las cifras que ofrecían las agujas magnéticas, frunció el ceño. En la semioscuridad reinante, sus ojos y sus prominentes cejas destacaban por encima de todo.

—Es la voluntad de Dios, señor —replicó con humildad.

Pears se volvió, como si deseara ocultar su sonrisa, y lanzó un rugido hacia cubierta:

—¡Señor Sparke, preséntese en el alcázar! ¡Señor Bolitho, revise las yolas y prepárese para arriarlas de inmediato!

En medio de los chasquidos metálicos que resonaban bajo cubierta, un tropel de hombres armados de mosquetes, machetes y lanzas acudió a las rampas de los botes.

Bolitho estaba ya en la cubierta del combés y vigilaba el negro casco del segundo bote, que se izaba lentamente suspendido de los cuadernales. Un momento después miró hacia atrás y vio que la toldilla, en popa, y el bordón parecían perder su sustancia en la niebla.

—Acelerad, muchachos —dijo—. ¡De lo contrario no alcanzaremos a ver la borda cuando queramos saltarla! —Los hombres respondieron con risas a la broma de su superior.

Pears, que había oído el alboroto, advirtió con severidad a Sparke:

—Preste atención a lo que el piloto le indique sobre la dirección de la corriente en esta zona. Usando su empuje pueden avanzar una milla y ahorrar esfuerzo a los remos. No quiero que alcancen al enemigo con la gente sin aliento ni fuerzas para levantar un arma. —El comandante observó atento a Sparke, que con los ojos estudiaba todo lo que podía ver—. Y vaya con mucho cuidado; si no es posible el abordaje, apártense y esperen a que escampe la niebla. Nosotros nos mantendremos a la deriva, seguro que no nos alejaremos mucho.

Luego, observando hacia el aparejo y haciendo bocina con sus manos, ordenó:

—¡Reduzcan el trapo, señor Cairns! ¡Vire por avante y deje las velas en facha!

Resonaron más gritos y órdenes, y a los pocos minutos las velas mayores y las gavias habían desaparecido aferradas a sus vergas. Al mismo tiempo, surgían en cubierta las dos yolas, hasta entonces enterradas en la oscuridad del combés, que colgadas de sus cuadernales se alzaban ya por encima de los pasamanos.

Bolitho corrió a popa y se tocó el borde del sombrero:

—La gente está lista y armada, señor.

Sparke le alcanzó un papel con unas cifras escritas.

—Rumbo estimado al que hay que navegar. El señor Bunce ha tenido en cuenta la deriva de la goleta y el rumbo e intensidad de la corriente. —Se dirigió al comandante—: Me retiro, señor.

—Adelante, señor Sparke —dijo Pears. Iba a desearle buena suerte, pero ante las severas facciones de Sparke una frase así parecía superflua.

Aunque sí se dirigió a Bolitho:

—Procure no perderse, señor. ¡No pienso perder un año rastreando la bahía de Massachusetts para recuperarle!

—Haré todo lo que pueda, señor —sonrió Bolitho.

Mientras Bolitho corría ya hacia el portalón de desembarque, Pears comentó a Cairns:

—¡Menudo bribón!

Pero Cairns vigilaba los cascos de las yolas que cabeceaban apoyadas contra el vientre del casco, atestadas ambas de hombres que esperaban la llegada de Bolitho y Sparke para largar amarras y apartarse. Su corazón estaba con ellos. Ni aun convenciéndose de que la decisión del comandante era la más prudente lograba aliviar su malestar.

Pears observó la maniobra de ciaboga de los dos cascos oscuros y el confuso chapoteo de los remos que, hundiéndose rítmicamente en el agua, tiraban de ellos para, momentos después, hacerlos desaparecer en la niebla húmeda y envolvente.

—Doble la guardia de cubierta, señor Cairns. Ordene tener cargados los cañones giratorios y esté preparado para rechazar un ataque o intento de abordaje.

—¿Qué hará usted ahora, señor?

Pears oteó a lo largo del navío. Las velas estaban o aferradas o quietas contra sus jarcias, en facha. El
Trojan
cedía al empuje de la corriente, balanceándose majestuosamente en el oleaje regular.

—¿Hacer? —bostezó—. Voy a comer algo.

Bolitho se irguió sobre la bancada de popa de la yola y asió el hombro de Stockdale para sujetarse y recuperar el equilibrio. Los músculos del marino, palpados a través de su camisa a cuadros, tenían el tacto de una madera cálida.

La niebla revoloteaba en jirones alrededor del bote y se pegaba a brazos y caras, depositando en los pelos una película brillante que parecía escarcha.

Bolitho concentró su atención en el rítmico trabajo de los remos. No te dejes acuciar por nada. Guarda tus energías para más tarde.

—Mantenga rumbo nordeste, Stockdale —dijo—. Tengo la seguridad de que es el mejor rumbo al que podemos navegar.

Recordó la mirada salvaje de Bunce. ¡A ver! ¿Acaso podía haber mejor rumbo que el que él había ordenado?

Luego dejó a Stockdale junto al timón y, retorciéndose para librar la caja de la aguja, se dirigió hacia la proa del bote saltando con cuidado por encima de bancos y pisando entre cuerpos de marinos que gruñían a su paso, dificultado por el número extra de pasajeros y la cantidad de armas que transportaban.

La yola, de unos veintiocho pies de eslora, embarcaba habitualmente una dotación de ocho hombres y un patrón. En aquel caso, el pasaje suplementario aumentaba la carga a un total de dieciocho cuerpos, entre oficiales y marineros.

Por fin alcanzó a Balleine, el segundo del contramaestre, que vigilaba con el cuerpo estirado sobre la roda de proa al igual que un mascarón. Sus ojos hurgaban con ansia en la húmeda pared de niebla. Una mano hacía pantalla junto a su oreja para intentar apreciar el menor sonido que pudiese denunciar la existencia de un navío o cualquier embarcación.

—Hemos perdido de vista el bote del segundo teniente —explicó en un susurro Bolitho—, y, por tanto, ahora dependemos por completo de nuestros recursos.

—Sí, señor —fue la brusca respuesta.

¿A qué se debía aquel mal humor de Balleine? ¿Venía de los azotes que había tenido que propinar a Carlsson aquella misma mañana o, más probablemente, de verse relegado al papel de vigía mientras Stockdale llevaba el timón?

—En esta misión yo confío totalmente en usted y su experiencia —le explicó Bolitho, que vio que el hombre asentía y comprendió de inmediato lo acertado de su estrategia—. Me temo que experiencia es lo que más falta a bordo.

El segundo contramaestre sonrió con sorna.

—El señor Quinn y el señor Couzens, señor. No les perderé de vista.

—No esperaba menos de usted.

Posó un instante su mano sobre el brazo del hombre y se dirigió de nuevo hacia la popa. En el camino observaba las caras e intentaba identificarlas. Dunwoody era hijo de un molinero de Kent. Aquel árabe de piel oscura se llamaba Kutby y se había enrolado en Bristol, aunque en esos meses nadie había logrado averiguar mucho más sobre él. Rabbett era un hombre menudo y fornido de la costa de Liverpool. A Vario lo había reclutado una patrulla de alistamiento cerca de la taberna de su pueblo, donde se dedicaba a beber para olvidar las penas después de que una mujer le traicionase. A esos y a muchos más había aprendido a reconocer Bolitho. Algunos eran incluso amigos. Otros guardaban las distancias, manteniendo la rígida barrera que dividía el alcázar del castillo de proa.

Alcanzó la popa y se recostó de nuevo entre Quinn y Couzens. Sumando su edad con la de ellos dos se alcanzaba un total de cincuenta y dos años. Esta cantidad tan pequeña, ridícula de por sí, le produjo una risa sorda que llamó la atención de los demás.

Creerán que soy presa del pánico, se dijo. Nos hemos separado de Sparke y probablemente estamos navegando en una dirección equivocada.

—Disculpen —explicó—, estaba pensando en otra cosa. —Aspiró profundamente el aire húmedo y salado—. Aunque me basta el premio de alejarme del navío durante unas horas. —Luego abrió los brazos y vio que Stockdale le dirigía una mirada torva—. Por fin, aquí somos libres de hacer lo que queramos. Podemos acertar, o equivocarnos.

—Creo que le comprendo —asintió Quinn.

—Después de esta misión su padre estará orgulloso de usted —dijo Bolitho, que añadió en su pensamiento: si vivimos para contarlo.

Cairns le había explicado a Bolitho lo que significaba que la familia de Quinn se dedicase al comercio de cueros. Al oír al joven, Bolitho imaginó que tenían un taller de guarnicionería parecido a los que conoció de joven en Falmouth: riendas, sillas de montar, botas y cinchas. Cairns había estallado en carcajadas:

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