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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

Corsarios de Levante (5 page)

BOOK: Corsarios de Levante
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Con la primera luz del alba escurrimos el áncora bajo los muros de Melilla, plaza española ganada a los moros ciento treinta años atrás; y lo hicimos, por repararnos de miradas de moros, no en la laguna sino por la parte de afuera, en la estrecha ensenada de los Galápagos, con gúmenas a tierra, al resguardo y socaire de sus altísimas murallas y torreones. El imponente aspecto de la ciudad era sólo apariencia, como pude comprobar cuando, mientras nuestro capitán de galera ajustaba el precio de los esclavos, paseé por sus calles apretadas, sin un solo árbol, y por sus murallas, advirtiendo el estado de abandono en que se encontraba todo. Ocho siglos de lucha contra el Islam en dura reconquista morían en aquella mísera frontera. Del oro y la plata de las Indias, allí no llegaba un maravedí. Todo iba a manos de banqueros genoveses, cuando no era capturado por holandeses e ingleses —mala pascua les diese Dios— en los mares de barlovento. Eran Flandes y las Indias las niñas de los ojos reales, y nuestra vieja empresa africana, antaño cara a los Reyes Católicos y al gran emperador Carlos, era desdeñada por nuestro cuarto Felipe y su valido, el conde-duque de Olivares, hasta el punto de que corrían, manuscritos y anónimos, versos satíricos como éstos:

Si Melilla se pierde, ¿qué hay perdido?

¿Y si este mismo riesgo Ceuta llora,

si Orán también, que el Evangelio adora,

al Alcorán se viere reducido?

¿Qué importa que las playas andaluzas,

de la ley evangélica enemigos

inunden berberiscos tafetanes?

Que resuciten los valientes Muzas,

y faltando Witizas y Rodrigos,

¿qué importa que haya sobra de Julianes?

El caso, con versos o sin ellos, era que las plazas norteafricanas se mantenían de milagro, y más por reputación que por otra cosa; pues, aunque servían para privar a los corsarios de algunos puertos y bases principales, éstos seguían muy a salvo en Argel, Túnez, Salé, Trípoli o Bizerta. Encerrados en estrechos recintos cuyas casamatas y baluartes se desmoronaban por falta de recursos, nuestros soldados —muchos de ellos viejos inválidos que nadie relevaba— y sus familias vivían mal vestidos y peor alimentados, sin un palmo de tierra para cultivar, con lo justo, y a veces ni eso, para reñir, batir y resistir; rodeados de enemigos y con todo socorro de la Península a una jornada de navegación, cuando menos. Y aun lo del socorro no era seguro, pues dependía del estado de la mar y de la diligencia en prepararse todo en España. Así, Melilla, como el resto de nuestras posesiones africanas —incluidas Tánger y Ceuta, que como portuguesas eran españolas—, se veía librada, para su supervivencia, al coraje de su guarnición y a la diplomacia con los moros aledaños, de quienes obtenía, de grado o por la fuerza, los bastimentos necesarios. Mucho de eso advertí, como digo, visitando la ciudad y sus aljibes, de los que dependía allí la vida. Eché un vistazo al hospital, a la iglesia, al túnel de Santa Ana y a la esquina, intramuros, donde los moros de las huertas cercanas venían a vender carne, pescado y verduras: lugar muy animado de día, aunque todos los alarbes dejaban la ciudad antes de que se cerraran las puertas al anochecer, salvo algunos de confianza que podían quedarse y pernoctaban enjaulados en la casa de la morería, bajo vigilancia del alguacil. Eso no llegué a verlo, pues aquella misma noche, para no ser señalada por los alarbes de la costa cercana, la
Mulata
zarpó de Melilla a la sorda y a fuerza de remo; y luego, aprovechando el terral, nos fuimos rumbo a levante, de manera que el amanecer nos encontró engolfados a la altura de las islas Chafarinas y con medio camino hecho a Orán; donde, a la tarde del día siguiente, avistamos la aguja y dimos fondo sin novedad ni malos encuentros.

Orán era otra cosa, aunque tampoco el paraíso. La ciudad participaba de la ruin condición del resto de plazas españolas en África, mal abastecida y peor comunicada, con sus defensas mermadas por la improvisación y la incuria. Pero en este caso no se trataba de una peña seca y fortificada como Melilla, sino de un verdadero lugar con río, agua abundante y huertas aledañas, amén de una guarnición que, aunque insuficiente —en aquel tiempo había unos mil trescientos soldados con sus familias, además de quinientos vecinos de diversos oficios—, se las arreglaba para defenderse y, llegado el caso, ofendía con desenvoltura. De manera que si las plazas españolas se encontraban casi abandonadas a su suerte, la de Orán, siendo mala, no era de las peores. La prueba era el convoy de bastimentos fondeado en la ensenada del cabo Falcón, puerto de la ciudad, entre el formidable fuerte de Mazalquivir y la punta de la Mona, bajo el castillo de San Gregorio; allí donde nuestra galera mojó ferro entre las naves cuya conserva habíamos abandonado para dar caza al corsario. Ancoramos cerca de tierra, junto a la torre, y con falúas nos llegamos a suelo africano, andando a pie el camino hasta la ciudad, que se alzaba siguiendo la costa a media legua de la playa, en una orilla alta y cortada, de mal puerto —por eso Mazalquivir era el suyo—, caballera sobre el río, con una hermosa vista debida a los huertos, arboledas y molinos a uno y otro lado de éste, que corría entre la ciudad y el fuerte de Rosalcázar.

Llegamos, como digo, satisfechos de estar de nuevo en tierra y con dinero en la bolsa; y aunque Orán no era Nápoles ni de lejos, modo había de alegrarse. No faltaban tabernas llevadas por antiguos soldados, las treguas con los moros abastecían el mercado, y el trigo, paño y pólvora que habíamos traído de la Península alegraban a todo el mundo. Por si fuera poco, la ciudad gozaba de algún lupanar razonable; que, en guarniciones como aquélla, hasta los obispos y teólogos de nuestra Santa Madre Iglesia, tras mucho debatir el asunto, habían concluido, resignados a lo inevitable, que unas cuantas daifas animosas, aparte aliviar de picores a la tropa, salvaguardaban la virtud de doncellas y mujeres casadas, evitaban violaciones y reducían el número de deserciones al campo moro en busca de hembras. Y de eso íbamos hablando soldados y gente de mar apenas desembarcados: de visitar un burdel oranés como primer trámite de aduana o almojarifazgo, cuando, apenas franqueada la puerta de Canastel —de las dos de Orán, la más próxima a la marina—, el capitán Alatriste y yo tuvimos un encuentro inesperado, gratísimo e increíble, que prueba hasta qué punto nos depara sorpresas cada vuelta y revuelta de la vida.

—Que me ahorquen si no estoy soñando —dijo una voz familiar.

Y allí mismo, pequeño, flaco y duro como siempre, brazos en jarras y espada al cinto, charlando a la sombra con unos soldados y en funciones de cabo de guardia de aquella entrada, estaba Sebastián Copons, en persona.

—Y eso es lo que hay —concluyó, apurando la jarra.

Bebíamos los tres, sentados a la mesa de una taberna estrecha y sucia, bajo una remendada lona de vela que protegía del sol. Fiel al estilo propio, Copons no había gastado mucha parla para resumir sus últimos dos años, que era el tiempo transcurrido desde que nos habíamos dicho adiós en una venta andaluza, tras la escabechina del
Niklaasbergen
y el asunto del oro real; cuando hicimos, con el concurso de algunos camaradas, buena montería de flamencos y esbirros en la barra de Sanlúcar. Desde entonces, según contó el aragonés, sus planes para dejar la milicia y establecerse en su rincón, Huesca, con un poco de tierra, una casa y una mujer, se desbarataron por la mala fortuna. Un mal lance en Sevilla y una muerte en Zaragoza —ésta con vaivén de alguaciles, abogados, jueces, escribanos y demás parásitos emboscados entre legajos como chinches en costura— lo habían aliviado de dineros y llevado de nuevo, vacíos bolsa y estómago, camino de un cuartel para ganarse la vida. Sus intentos de pasar a las Indias resultaron inútiles —ya no necesitaban allí soldados, sino funcionarios, curas y menestrales—, y cuando se disponía a sentar plaza para Flandes o Italia, una pendencia tabernaria, con dos corchetes maltrechos y un alguacil persignado en la cara, lo llevó de nuevo ante la Justicia. Esta vez no quedaban recursos para cegar a la Tuerta; de modo que el juez, que también era oséense, y en atención a ser paisanos, le había dado a elegir entre cuatro años de estaribel o uno de soldado en Orán por cincuenta reales al mes. Y allí estaba, cumplido el año con creces, pues pasaban cinco meses del plazo.

—¿Y por qué no se va vuestra merced? —pregunté yo, ingenuo.

Cambió Copons una mirada con el capitán Alatriste, como diciendo lo veo buen mozo pero aún pardillo, y luego puso más vino en las jarras: se trataba de un cáramo áspero y seco, de sabe Dios dónde; pero era vino, estábamos en África, y hacía un calor de mil diablos. Y, sobre todo, bebíamos los tres juntos, después —el molino Ruyter, Breda, Terheyden, Sevilla, Sanlúcar— de tantísimo tiempo.

—Porque el sargento mayor no me da licencia.

—¿Y eso?

—El señor marqués de Velada, gobernador de la plaza, no se la da a él. O eso dice.

Y acto seguido, entre trago y trago, me puso al corriente de lo que era Orán: gente mal abastecida y peor pagada pudriéndose entre aquellos muros, sin esperanza de promoción ni otra gloria que envejecer allí, solos o con sus familias quienes las tenían, hasta ser dados por inválidos; y nada aprovechaban reclamaciones, memoriales ni maldita la cosa. Veterano había con cuarenta años de servicio al que se le regateaba volver a la Península, pues las vacantes quedaban sin cubrir y los soldados destinados a Berbería desertaban antes de embarcarse. Bastaba un paseo por la ciudad para ver mucha gente mal vestida y sin socorro; y por cada ocasión de lograr algo, aunque fuera poco, venían semanas de hambre y falta de todo, pues ni las pagas llegaban, ni enteras, ni medias ni tercias, pese a ser las de Orán las más míseras de la milicia española; pues, como había decidido en la Corte algún secretario de las finanzas reales —y el rey nuestro señor parecía de esa opinión—, habiendo agua, huertos y moros cerca, componerse no podía salir caro a la tropa. El caso era que sólo alcanzaban los soldados algún socorro en situaciones extremas; y el propio Copons, pese a llevar cumplidos diecisiete meses a pulso, no había visto un maravedí de los ciento y pico escudos que como soldado viejo, platico en arcabuz y mosquete, se le adeudaban. Siendo la única forma de remediarse, las cabalgadas que de vez en cuando se hacían para despojar.

—¿Cabalgadas? —pregunté.

Copons guiñó un ojo y se me quedó mirando. Fue el capitán Alatriste quien respondió en su lugar.

—Almogavarías, como las de nuestros abuelos. Se las llama así de antiguo… Se trata de salir al campo y asaltar aduares de moros de guerra.

—Porque Orán —apostilló Copons— es una vieja alcahueta que vive de eso.

Lo miré, confuso.

—No comprendo.

—Ya lo harás, ridiela. Ya lo harás.

Sirvió más vino. Yo lo encontraba seco, nervudo y fuerte como de costumbre, pero más viejo, el aire cansado. Y, cosa extraña, hablador. Parecía que su carácter silencioso —era como el capitán Alatriste, difícil de verbos y fácil de acero— hubiera acumulado en Orán demasiadas cosas que el calor de nuestra vieja amistad, el encuentro inesperado, hacían fluir ahora de golpe, como un desahogo. Y yo lo escuchaba atento, observándolo con afecto. Se había abierto el sucio jubón de gamuza sobre el pecho, por el calor —no llevaba camisa debajo, pues no tenía ni para ropa blanca—, y la vieja cicatriz del molino Ruyter, sobre la oreja izquierda, le clareaba dos pulgadas de sien entre el pelo corto, que tenía algunas canas más. También despuntaban hebras blancas en su mentón mal afeitado.

—Explícale lo que son moros de guerra —sugirió al capitán.

Éste lo hizo. Los alarbes cercanos se dividían en tres clases, dijo: moros de paz, moros de guerra y mogataces. Los moros de paz eran los que tenían treguas con los españoles, negociaban comida y todo lo demás. Pagaban tributos —que allí se llamaban garrama—, y eso los convertía en amigos hasta que dejaban de pagar. Entonces se volvían moros de guerra.

—Suena peligroso —apunté.

—Claro. Son los que nos cortan el cuello y las partes berrendas si nos trincan… O aquellos a quienes se las cortamos nosotros.

—¿Y cómo se distinguen unos moros de otros?

El capitán movió la cabeza.

—No siempre se les distingue.

—A veces para nuestra mala fortuna —precisó Copons—. Y a veces para la suya.

Reflexioné sobre las implicaciones sombrías de aquella respuesta. Luego pregunté qué eran los mogataces. Ésos, respondió el capitán, eran los que, sin cambiar de religión, combatían a nuestro lado, como soldados de España.

—¿De fiar?

Copons hizo una mueca.

—Algunos hay.

—No creo que pudiera nunca fiarme de un moro.

Me observaron, socarrones. Debía de parecerles endiabladamente pardillo.

—Pues te sorprenderías. Hay moros y moros.

Pedimos más vino, que nos trajo una tabernera de feos pies desnudos y peor semblante, negra como la pez. Me quedé mirando, pensativo, cómo Copons ponía más vino en mi jarra.

—¿Y cómo sabemos si uno es de fiar?

—Cuestión de años, zagal —el aragonés se tocó la nariz—. Cuestión de olfato… Y mira lo que te digo: he visto a muchos cristianos cargados de zumo de uvas; pero a un moro, nunca. Tampoco juegan, al contrario que nosotros, por más que la baraja tenga igual número de naipes que los años de Mahoma.

—Pero no guardan su palabra —objeté.

—Depende quiénes, y a quién. Cuando hicieron pedazos a la gente del conde de Alcaudete, sus mogataces se mantuvieron fieles, peleando sin desmayar… Por eso te digo que hay moros y moros.

Mientras despachábamos la nueva jarra de vino —más bautizado que la descosida que lo parió—, Copons siguió ilustrándonos la vida en Orán. El problema de las vacantes era grave, añadió, pues ninguna tropa quería venir a los presidios africanos si no era por fuerza: soldado que entraba, se arriesgaba a no salir jamás. Por eso las plazas nunca estaban cubiertas —aquel año faltaban cuatrocientos hombres para completar la guarnición—, y casi todo lo que llegaba era escoria de la Península, de mala índole y pocas ganas; gente díscola, carne de galera o reclutas engañados en su buena fe, como el contingente llegado el último otoño: cuarenta y dos soldados que se habían alistado para Italia, o al menos eso les dijeron; y que, una vez embarcados en Cartagena, fueron llevados a Orán sin que valieran fieros ni fueros, ahorcados tres que se amotinaron, e incorporados los otros a la tropa local, metidos allí sin esperanza de salir jamás. No era casualidad, después de todo, que para apuntar la dificultad de una empresa, además del refrán de poner una pica en Flandes, se dijese meter en Orán cien lanzas.

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