Read Crónica de una muerte anunciada Online

Authors: Gabriel García Márquez

Crónica de una muerte anunciada (10 page)

BOOK: Crónica de una muerte anunciada
7.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El nombre del juez no apareció en ninguno, pero es evidente que era un hombre abrasado por la fiebre de la literatura. Sin duda había leído a los clásicos españoles, y algunos latinos, y conocía muy bien a Nietzsche, que era el autor de moda entre los magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no sólo por el color de la tinta, parecían escritas con sangre. Estaba tan perplejo con el enigma que le había tocado en suerte, que muchas veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de su ciencia. Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada.

Sin embargo, lo que más le había alarmado al final de su diligencia excesiva fue no haber encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago Nasar hubiera sido en realidad el causante del agravio. Las amigas de Ángela Vicario que habían sido sus cómplices en el engaño siguieron contando durante mucho tiempo que ella las había hecho partícipes de su secreto desde antes de la boda, pero no les había revelado ningún nombre. En el sumario declararon: «Nos dijo el milagro pero no el santo». Ángela Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible:

—Fue mi autor.

Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisión de modo ni de lugar. Durante el juicio, que sólo duró tres días, el representante de la parte civil puso su mayor empeño en la debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez instructor ante la falta de pruebas contra Santiago Nasar, que su buena labor parece por momentos desvirtuada por la desilusión. En el folio 416, de su puño y letra y con la tinta roja del boticario, escribió una nota marginal:
Dadme un prejuicio y moveré el mundo.
Debajo de esa paráfrasis de desaliento, con un trazo feliz de la misma tinta de sangre, dibujó un corazón atravesado por una flecha. Para él, como para los amigos más cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de éste en las últimas horas fue una prueba terminante de su inocencia.

La mañana de su muerte, en efecto, Santiago Nasar no había tenido un instante de duda, a pesar de que sabía muy bien cuál hubiera sido el precio de la injuria que le imputaban. Conocía la índole mojigata de su mundo, y debía saber que la naturaleza simple de los gemelos no era capaz de resistir al escarnio. Nadie conocía muy bien a Bayardo San Román, pero Santiago Nasar lo conocía bastante para saber que debajo de sus ínfulas mundanas estaba tan subordinado como cualquier otro a sus prejuicios de origen. De manera que su despreocupación consciente hubiera sido suicida. Además, cuando supo por fin en el último instante que los hermanos Vicario lo estaban esperando para matarlo, su reacción no fue de pánico, como tanto se ha dicho, sino que fue más bien el desconcierto de la inocencia. Mi impresión personal es que murió sin entender su muerte. Después de que le prometió a mi hermana Margot que iría a desayunar a nuestra casa, Cristo Bedoya se lo llevó del brazo por el muelle, y ambos parecían tan desprevenidos que suscitaron ilusiones falsas. «Iban tan contentos —me dijo Meme Loaiza—, que le di gracias a Dios, porque pensé que el asunto se había arreglado.» No todos querían tanto a Santiago Nasar, por supuesto. Polo Carrillo, el dueño de la planta eléctrica, pensaba que su serenidad no era inocencia sino cinismo. «Creía que su plata lo hacía intocable», me dijo. Fausta López, su mujer, comentó: «Como todos los turcos». Indalecio Pardo acababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le habían dicho que tan pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar. Pensó, como tantos otros, que eran fantasías de amanecidos, pero Clotilde Armenta le hizo ver que era cierto, y le pidió que alcanzara a Santiago Nasar para prevenirlo.

—Ni te molestes —le dijo Pedro Vicario—: de todos modos es como si ya estuviera muerto.

Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos conocían los vínculos de Indalecio Pardo y Santiago Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir el crimen sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero Indalecio Pardo encontró a Santiago Nasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre los grupos que abandonaban el puerto, y no se atrevió a prevenirlo. «Se me aflojó la pasta», me dijo. Le dio una palmada en el hombro a cada uno, y los dejó seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues continuaban abismados en las cuentas de la boda.

La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era una multitud apretada, pero Escolástica Cisneros creyó observar que los dos amigos caminaban en el centro sin dificultad, dentro de un círculo vacío, porque la gente sabía que Santiago Nasar iba a morir, y no se atrevían a tocarlo. También Cristo Bedoya recordaba una actitud distinta hacia ellos. «Nos miraban como si lleváramos la cara pintada», me dijo. Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de zapatos en el momento en que ellos pasaban, y se espantó con la palidez de Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó.

—¡Imagínese, niña Sara —le dijo sin detenerse—, con este guayabo!

Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa, burlándose de los que se quedaron vestidos para saludar al obispo, e invitó a Santiago Nasar a tomar café. «Fue para ganar tiempo mientras pensaba», me dijo. Pero Santiago Nasar le contestó que iba de prisa a cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. «Me hice bolas —me explicó Celeste Dangond— pues de pronto me pareció que no podían matarlo si estaba tan seguro de lo que iba a hacer.» Yamil Shaium fue el único que hizo lo que se había propuesto. Tan pronto como conoció el rumor salió a la puerta de su tienda de géneros y esperó a Santiago Nasar para prevenirlo. Era uno de los últimos árabes que llegaron con Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y seguía siendo el consejero hereditario de la familia. Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar con Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era infundado le iba a causar una alarma inútil, y prefirió consultarlo primero con Cristo Bedoya por si éste estaba mejor informado. Lo llamó al pasar. Cristo Bedoya le dio una palmadita en la espalda a Santiago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudió al llamado de Yamil Shaium.

—Hasta el sábado —le dijo.

Santiago Nasar no le contestó, sino que se dirigió en árabe a Yamil Shaium y éste le replicó también en árabe, torciéndose de risa. «Era un juego de palabras con que nos divertíamos siempre», me dijo Yamil Shaium. Sin detenerse, Santiago Nasar les hizo a ambos su señal de adiós con la mano y dobló la esquina de la plaza. Fue la última vez que lo vieron.

Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la información de Yamil Shaium cuando salió corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago Nasar. Lo había visto doblar la esquina, pero no lo encontró entre los grupos que empezaban a dispersarse en la plaza. Varias personas a quienes les preguntó por él le dieron la misma respuesta:

—Acabo de verlo contigo.

Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de todos modos entró a preguntar por él, pues encontró sin tranca y entreabierta la puerta del frente. Entró sin ver el papel en el suelo, y atravesó la sala en penumbra tratando de no hacer ruido, porque aún era demasiado temprano para visitas, pero los perros se alborotaron en el fondo de la casa y salieron a su encuentro. Los calmó con las llaves, como lo había aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos hasta la cocina. En el corredor se cruzó con Divina Flor que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir los pisos de la sala. Ella le aseguró que Santiago Nasar no había vuelto. Victoria Guzmán acababa de poner en el fogón el guiso de conejos cuando él entró en la cocina. Ella comprendió de inmediato. «El corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo. Cristo Bedoya le preguntó si Santiago Nasar estaba en casa, y ella le contestó con un candor fingido que aún no había llegado a dormir.

—Es en serio —le dijo Cristo Bedoya—, lo están buscando para matarlo.

A Victoria Guzmán se le olvidó el candor.

—Esos pobres muchachos no matan a nadie —dijo.

—Están bebiendo desde el sábado —dijo Cristo Bedoya.

—Por lo mismo —replicó ella—: no hay borracho que se coma su propia caca.

Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las ventanas. «Por supuesto que no estaba lloviendo —me dijo Cristo Bedoya—. Apenas iban a ser las siete, y ya entraba un sol dorado por las ventanas.» Le volvió a preguntar a Divina Flor si estaba segura de que Santiago Nasar no había entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvo entonces tan segura como la primera vez. Le preguntó por Plácida Linero, y ella le contestó que hacía un momento le había puesto el café en la mesa de noche, pero no la había despertado. Así era siempre: despertaría a las siete, se tomaría el café, y bajaría a dar las instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya miró el reloj: eran las 6.56. Entonces subió al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no había entrado.

La puerta del dormitorio estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar había salido a través del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya no sólo conocía la casa tan bien como la suya, sino que tenía tanta confianza con la familia que empujó la puerta del dormitorio de Plácida Linero para pasar desde allí al dormitorio contiguo. Un haz de sol polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida en la hamaca, de costado, con la mano de novia en la mejilla, tenía un aspecto irreal. «Fue como una aparición», me dijo Cristo Bedoya. La contempló un instante, fascinado por su belleza, y luego atravesó el dormitorio en silencio, pasó de largo frente al baño, y entró en el dormitorio de Santiago Nasar. La cama seguía intacta, y en el sillón estaba el sombrero de jinete, y en el suelo estaban las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche el reloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. «De pronto pensé que había vuelto a salir armado», me dijo Cristo Bedoya. Pero encontró la magnum en la gaveta de la mesa de noche. «Nunca había disparado un arma —me dijo Cristo Bedoya—, pero resolví coger el revólver para llevárselo a Santiago Nasar.» Se lo ajustó en el cinturón, por dentro de la camisa, y sólo después del crimen se dio cuenta de que estaba descargado. Plácida Linero apareció en la puerta con el pocillo de café en el momento en que él cerraba la gaveta.

—¡Santo Dios —exclamó ella—, qué susto me has dado!

Cristo Bedoya también se asustó. La vio a plena luz, con una bata de alondras doradas y el cabello revuelto, y el encanto se había desvanecido. Explicó un poco confuso que había entrado a buscar a Santiago Nasar.

—Se fue a recibir al obispo —dijo Plácida Linero.

—Pasó de largo —dijo él.

—Lo suponía —dijo ella—. Es el hijo de la peor madre.

No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sabía dónde poner el cuerpo. «Espero que Dios me haya perdonado —me dijo Plácida Linero—, pero lo vi tan confundido que de pronto se me ocurrió que había entrado a robar.» Le preguntó qué le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de estar en una situación sospechosa, pero no tuvo valor para revelarle la verdad.

—Es que no he dormido ni un minuto —le dijo.

Se fue sin más explicaciones. «De todos modos —me dijo— ella siempre se imaginaba que le estaban robando.» En la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba a la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le pareció que pudiera hacer por Santiago Nasar nada distinto de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando sintió que lo llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en la puerta, lívido y desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas hasta los codos, y con el cuchillo basto que él mismo había fabricado con una hoja de segueta. Su actitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la única ni la más visible que intentó en los últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.

—Cristóbal —gritó—: dile a Santiago Nasar que aquí lo estamos esperando para matarlo.

Cristo Bedoya le habría hecho el favor de impedírselo. «Si yo hubiera sabido disparar un revólver, Santiago Nasar estaría vivo», me dijo. Pero la sola idea lo impresionó, después de todo lo que había oído decir sobre la potencia devastadora de una bala blindada.

—Te advierto que está armado con una magnum capaz de atravesar un motor —gritó.

Pedro Vicario sabía que no era cierto. «Nunca estaba armado si no llevaba ropa de montar», me dijo. Pero de todos modos había previsto que lo estuviera cuando tomó la decisión de lavar la honra de la hermana.

—Los muertos no disparan —gritó.

Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan pálido como el hermano, y tenía puesta la chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el periódico. «Si no hubiera sido por eso —me dijo Cristo Bedoya—, nunca hubiera sabido cuál de los dos era cuál.» Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario, y le gritó a Cristo Bedoya que se diera prisa, porque en este pueblo de maricas sólo un hombre como él podía impedir la tragedia.

Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio público. La gente que regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen. Cristo Bedoya les preguntó a varios conocidos por Santiago Nasar, pero nadie lo había visto. En la puerta del Club Social se encontró con el coronel Lázaro Aponte y le contó lo que acababa de ocurrir frente a la tienda de Clotilde Armenta.

—No puede ser —dijo el coronel Aponte—, porque yo los mandé a dormir.

—Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos —dijo Cristo Bedoya.

—No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a dormir —dijo el alcalde—. Debe ser que los viste antes de eso.

—Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de matar puercos —dijo Cristo Bedoya.

—¡Ah carajo —dijo el alcalde—, entonces debió ser que volvieron con otros!

Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en el Club Social a confirmar una cita de dominó para esa noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el crimen. Cristo Bedoya cometió entonces su único error mortal: pensó que Santiago Nasar había resuelto a última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y allá se fue a buscarlo. Se apresuró por la orilla del río, preguntándole a todo el que encontraba si lo habían visto pasar, pero nadie le dio razón. No se alarmó, porque había otros caminos para nuestra casa. Próspera Arango, la cachaca, le suplicó que hiciera algo por su padre que estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la bendición fugaz del obispo. «Yo lo había visto al pasar —me dijo mi hermana Margot—, y ya tenía cara de muerto.» Cristo Bedoya demoró cuatro minutos en establecer el estado del enfermo, y prometió volver más tarde para un recurso de urgencia, pero perdió tres minutos más ayudando a Próspera Arango a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvió a salir sintió gritos remotos y le pareció que estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza. Trató de correr, pero se lo impidió el revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar la última esquina reconoció de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al hijo menor.

BOOK: Crónica de una muerte anunciada
7.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Camp Alien by Pamela F. Service
The Prophet Conspiracy by Bowen Greenwood
Overtime by Roxie Noir
Gasping - the Play by Elton Ben