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Authors: Gabriel García Márquez

Crónica de una muerte anunciada (4 page)

BOOK: Crónica de una muerte anunciada
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—Tiene el nombre bien puesto —dijo.

Luego recostó la cabeza en el espaldar del mecedor, y volvió a cerrar los ojos.

—Cuando despierte —dijo—, recuérdame que me voy a casar con ella.

Ángela Vicario me contó que la propietaria de la pensión le había hablado de este episodio desde antes de que Bayardo San Román la requiriera en amores. «Me asusté mucho», me dijo. Tres personas que estaban en la pensión confirmaron que el episodio había ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron cierto. En cambio, todas las versiones coincidían en que Ángela Vicario y Bayardo San Román se habían visto por primera vez en las fiestas patrias de octubre, durante una verbena de caridad en la que ella estuvo encargada de cantar las rifas. Bayardo San Román llegó a la verbena y fue derecho al mostrador atendido por la rifera lánguida cerrada de luto hasta la empuñadura, y le preguntó cuánto costaba la ortofónica con incrustaciones de nácar que había de ser el atractivo mayor de la feria. Ella le contestó que no estaba para la venta sino para rifar.

—Mejor —dijo él—, así será más fácil, y además, más barata.

Ella me confesó que había logrado impresionarla, pero por razones contrarias del amor. «Yo detestaba a los hombres altaneros, y nunca había visto uno con tantas ínfulas —me dijo, evocando aquel día—. Además, pensé que era un polaco.» Su contrariedad fue mayor cuando cantó la rifa de la ortofónica, en medio de la ansiedad de todos, y en efecto se la ganó Bayardo San Román. No podía imaginarse que él, sólo por impresionarla, había comprado todo los números de la rifa.

Esa noche, cuando volvió a su casa, Ángela Vicario encontró allí la ortofónica envuelta en papel de regalo y adornada con un lazo de organza. «Nunca pude saber cómo supo que era mi cumpleaños», me dijo. Le costó trabajo convencer a sus padres de que no le había dado ningún motivo a Bayardo San Román para que le mandara semejante regalo, y menos de una manera tan visible que no pasó inadvertido para nadie. De modo que sus hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la ortofónica al hotel para devolvérsela a su dueño, y lo hicieron con tanto revuelo que no hubo nadie que la viera venir y no la viera regresar. Con lo único que no contó la familia fue con los encantos irresistibles de Bayardo San Román. Los gemelos no reaparecieron hasta el amanecer del día siguiente, turbios de la borrachera, llevando otra vez la ortofónica y llevando además a Bayardo San Román para seguir la parranda en la casa.

Ángela Vicario era la hija menor de una familia de recursos escasos. Su padre, Poncio Vicario, era orfebre de pobres, y la vista se le acabó de tanto hacer primores de oro para mantener el honor de la casa. Purísima del Carmen, su madre, había sido maestra de escuela hasta que se casó para siempre. Su aspecto manso y un tanto afligido disimulaba muy bien el rigor de su carácter. «Parecía una monja», recuerda Mercedes. Se consagró con tal espíritu de sacrificio a la atención del esposo y a la crianza de los hijos, que a uno se le olvidaba a veces que seguía existiendo. Las dos hijas mayores se habían casado muy tarde. Además de los gemelos, tuvieron una hija intermedia que había muerto de fiebres crepusculares, y dos años después seguían guardándole un luto aliviado dentro de la casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos fueron criados para ser hombres. Ellas habían sido educadas para casarse. Sabían bordar con bastidor, coser a máquina, tejer encaje de bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y dulces de fantasía, y redactar esquelas de compromiso. A diferencia de las muchachas de la época, que habían descuidado el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en la ciencia antigua de velar a los enfermos, confortar a los moribundos y amortajar a los muertos. Lo único que mi madre les reprochaba era la costumbre de peinarse antes de dormir. «Muchachas —les decía—: no se peinen de noche que se retrasan los navegantes.» Salvo por eso, pensaba que no había hijas mejor educadas. «Son perfectas —le oía decir con frecuencia—. Cualquier hombre será feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir.» Sin embargo, a los que se casaron con las dos mayores les fue difícil romper el cerco, porque siempre iban juntas a todas partes, y organizaban bailes de mujeres solas y estaban predispuestas a encontrar segundas intenciones en los designios de los hombres.

Ángela Vicario era la más bella de las cuatro, y mi madre decía que había nacido como las grandes reinas de la historia con el cordón umbilical enrollado en el cuello. Pero tenía un aire desamparado y una pobreza de espíritu que le auguraban un porvenir incierto. Yo volvía a verla año tras año, durante mis vacaciones de Navidad, y cada vez parecía más desvalida en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde a hacer flores de trapo y a cantar valses de solteras con sus vecinas. «Ya está de colgar en un alambre —me decía Santiago Nasar—: tu prima la boba.» De pronto, poco antes del luto de la hermana, la encontré en la calle por primera vez, vestida de mujer y con el cabello rizado, y apenas si pude creer que fuera la misma. Pero fue una visión momentánea: su penuria de espíritu se agravaba con los años. Tanto, que cuando se supo que Bayardo San Román quería casarse con ella, muchos pensaron que era una perfidia de forastero.

La familia no sólo lo tomó en serió, sino con un grande alborozo. Salvo Pura Vicario, quien puso como condición que Bayardo San Román acreditara su identidad. Hasta entonces nadie sabía quién era. Su pasado no iba más allá de la tarde en que desembarcó con su atuendo de artista, y era tan reservado sobre su origen que hasta el engendro más demente podía ser cierto. Se llegó a decir que había arrasado pueblos y sembrado el terror en Casanare como comandante de tropa, que era prófugo de Cayena, que lo habían visto en Pernambuco tratando de medrar con una pareja de osos amaestrados, y que había rescatado los restos de un galeón español cargado de oro en el canal de los Vientos. Bayardo San Román le puso término a tantas conjeturas con un recurso simple: trajo a su familia en pleno.

Eran cuatro: el padre, la madre y dos hermanas perturbadoras. Llegaron en un Ford T con placas oficiales cuya bocina de pato alborotó las calles a las once de la mañana. La madre, Alberta Simonds, una mulata grande de Curazao que hablaba el castellano todavía atravesado de papiamento, había sido proclamada en su juventud como la más bella entre las 200 más bellas de las Antillas. Las hermanas, acabadas de florecer, parecían dos potrancas sin sosiego. Pero la carta grande era el padre: el general Petronio San Román, héroe de las guerras civiles del siglo anterior, y una de las glorias mayores del régimen conservador por haber puesto en fuga al coronel Aureliano Buendía en el desastre de Tucurinca. Mi madre fue la única que no fue a saludarlo cuando supo quién era. «Me parecía muy bien que se casaran —me dijo—. Pero una cosa era eso, y otra muy distinta era darle la mano a un hombre que ordenó dispararle por la espalda a Gerineldo Márquez.» Desde que asomó por la ventana del automóvil saludando con el sombrero blanco, todos lo reconocieron por la fama de sus retratos. Llevaba un traje de lienzo color de trigo, botines de cordobán con los cordones cruzados, y unos espejuelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y sostenidos con una leontina en el ojal del chaleco. Llevaba la medalla del valor en la solapa y un bastón con el escudo nacional esculpido en el pomo. Fue el primero que se bajó del automóvil, cubierto por completo por el polvo ardiente de nuestros malos caminos, y no tuvo más que aparecer en el pescante para que todo el mundo se diera cuenta de que Bayardo San Román se iba a casar con quien quisiera.

Era Ángela Vicario quien no quería casarse con él. «Me parecía demasiado hombre para mí», me dijo. Además, Bayardo San Román no había intentado siquiera seducirla a ella, sino que hechizó a la familia con sus encantos. Ángela Vicario no olvidó nunca el horror de la noche en que sus padres y sus hermanas mayores con sus maridos, reunidos en la sala de la casa, le impusieron la obligación de casarse con un hombre que apenas había visto. Los gemelos se mantuvieron al margen. «Nos pareció que eran vainas de mujeres», me dijo Pablo Vicario. El argumento decisivo de los padres fue que una familia dignificada por la modestia no tenía derecho a despreciar aquel premio del destino. Angela Vicario se atrevió apenas a insinuar el inconveniente de la falta de amor, pero su madre lo demolió con una sola frase:

—También el amor se aprende.

A diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos y vigilados, el de ellos fue de sólo cuatro meses por las urgencias de Bayardo San Román. No fue más corto porque Pura Vicario exigió esperar a que terminara el luto de la familia. Pero el tiempo alcanzó sin angustias por la manera irresistible con que Bayardo San Román arreglaba las cosas. «Una noche me preguntó cuál era la casa que más me gustaba —me contó Ángela Vicario—. Y yo le contesté, sin saber para qué era, que la más bonita del pueblo era la quinta del viudo de Xius.» Yo hubiera dicho lo mismo. Estaba en una colina barrida por los vientos, y desde la terraza se veía el paraíso sin limite de las ciénagas cubiertas de anémonas moradas, y en los días claros del verano se alcanzaba a ver el horizonte nítido del Caribe, y los trasatlánticos de turistas de Cartagena de Indias. Bayardo San Román fue esa misma noche al Club Social y se sentó a la mesa del viudo de Xius a jugar una partida de dominó.

—Viudo —le dijo—: le compro su casa.

—No está a la venta —dijo el viudo.

—Se la compro con todo lo que tiene dentro.

El viudo de Xius le explicó con una buena educación a la antigua que los objetos de la casa habían sido comprados por la esposa en toda una vida de sacrificios, y que para él seguían siendo como parte de ella. «Hablaba con el alma en la mano —me dijo el doctor Dionisio Iguarán, que estaba jugando con ellos—. Yo estaba seguro que prefería morirse antes que vender una casa donde había sido feliz durante más de treinta años.» También Bayardo San Román comprendió sus razones.

—De acuerdo —dijo—. Entonces véndame la casa vacía.

Pero el viudo se defendió hasta el final de la partida. Al cabo de tres noches, ya mejor preparado, Bayardo San Román volvió a la mesa de dominó.

—Viudo —empezó de nuevo—: ¿Cuánto cuesta la casa?

—No tiene precio.

—Diga uno cualquiera.

—Lo siento, Bayardo —dijo el viudo—, pero ustedes los jóvenes no entienden los motivos del corazón.

Bayardo San Román no hizo una pausa para pensar.

—Digamos cinco mil pesos —dijo.

—Juega limpio —le replicó el viudo con la dignidad alerta—. Esa casa no vale tanto.

—Diez mil —dijo Bayardo San Román—. Ahora mismo, y con un billete encima del otro.

El viudo lo miró con los ojos llenos de lágrimas. «Lloraba de rabia —me dijo el doctor Dionisio Iguarán, que además de médico era hombre de letras—. Imagínate: semejante cantidad al alcance de la mano, y tener que decir que no por una simple flaqueza del espíritu.» Al viudo de Xius no le salió la voz, pero negó sin vacilación con la cabeza.

—Entonces hágame un último favor —dijo Bayardo San Román—. Espéreme aquí cinco minutos.

Cinco minutos después, en efecto, volvió al Club Social con las alforjas enchapadas de plata, y puso sobre la mesa diez gavillas de billetes de a mil todavía con las bandas impresas del Banco del Estado. El viudo de Xius murió dos años después. «Se murió de eso —decía el doctor Dionisio Iguarán—. Estaba más sano que nosotros, pero cuando uno lo auscultaba se le sentían borboritar las lágrimas dentro del corazón.» Pues no sólo había vendido la casa con todo lo que tenía dentro, sino que le pidió a Bayardo San Román que le fuera pagando poco a poco porque no le quedaba ni un baúl de consolación para guardar tanto dinero.

Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen. No se le había conocido ningún novio anterior y había crecido junto con sus hermanas bajo el rigor de una madre de hierro. Aun cuando le faltaban menos de dos meses para casarse, Pura Vicario no permitió que fuera sola con Bayardo San Román a conocer la casa en que iban a vivir, sino que ella y el padre ciego la acompañaron para custodiarle la honra. « Lo único que le rogaba a Dios es que me diera valor para matarme —me dijo Ángela Vicario—. Pero no me lo dio.» Tan aturdida estaba que había resuelto contarle la verdad a su madre para librarse de aquel martirio, cuando sus dos únicas confidentes, que la ayudaban a hacer flores de trapo junto a la ventana, la disuadieron de su buena intención. «Les obedecí a ciegas —me dijo— porque me habían hecho creer que eran expertas en chanchullos de hombres.» Le aseguraron que casi todas las mujeres perdían la virginidad en accidentes de la infancia. Le insistieron en que aun los maridos más difíciles se resignaban a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La convencieron, en fin, de que la mayoría de los hombres llegaban tan asustados a la noche de bodas, que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y a la hora de la verdad no podían responder de sus propios actos. «Lo único que creen es lo que vean en la sábana», le dijeron. De modo que le enseñaron artimañas de comadronas para fingir sus prendas perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera mañana de recién casada, abierta al sol en el patio de su casa, la sábana de hilo con la mancha del honor.

Se casó con esa ilusión. Bayardo San Román, por su parte, debió casarse con la ilusión de comprar la felicidad con el peso descomunal de su poder y su fortuna, pues cuanto más aumentaban los planes de la fiesta, más ideas de delirio se le ocurrían para hacerla más grande. Trató de retrasar la boda por un día cuando se anunció la visita del obispo, para que éste los casara, pero Ángela Vicario se opuso. «La verdad —me dijo— es que yo no quería ser bendecida por un hombre que sólo cortaba las crestas para la sopa y botaba en la basura el resto del gallo.» Sin embargo, aun sin la bendición del obispo, la fiesta adquirió una fuerza propia tan difícil de amaestrar, que al mismo Bayardo San Román se le salió de las manos y terminó por ser un acontecimiento público.

El general Petronio San Román y su familia vinieron esta vez en el buque de ceremonias del Congreso Nacional, que permaneció atracado en el muelle hasta el término de la fiesta, y con ellos vinieron muchas gentes ilustres que sin embargo pasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas. Trajeron tantos regalos, que fue preciso restaurar el local olvidado de la primera planta eléctrica para exhibir los más admirables, y el resto los llevaron de una vez a la antigua casa del viudo de Xius que ya estaba dispuesta para recibir a los recién casados. Al novio le regalaron un automóvil convertible con su nombre grabado en letras góticas bajo el escudo de la fábrica. A la novia le regalaron un estuche de cubiertos de oro puro para veinticuatro invitados. Trajeron además un espectáculo de bailarines, y dos orquestas de valses que desentonaron con las bandas locales, y con las muchas papayeras y grupos de acordeones que venían alborotados por la bulla de la parranda.

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