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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (6 page)

BOOK: Cruel y extraño
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—No he participado en la autopsia —prosiguió—. Quiero decir que he colaborado en el examen externo, pero no estaba presente cuando usted hacía el post mortem. Y sé que éste va a ser un caso importante, si algún día detienen a alguien, y si llega a los tribunales. Y creo que es mejor que yo no conste, porque, como ya le he dicho, en realidad no he estado presente.

—Muy bien —accedí—. No hay ningún problema. Dejó mis llaves sobre una mesa y se marchó.

Marino estaba en casa cuando lo llamé desde el teléfono del coche mientras hacía cola en un peaje, alrededor de una hora más tarde.

—¿Conoce al alcaide de la calle Spring? —le pregunté.

—Frank Donahue. ¿Desde dónde me llama?

—Desde el coche.

—Lo suponía. Seguramente, la mitad de los camioneros de Virginia nos están escuchando con sus radios CB.

—No van a oír mucho.

—He sabido lo del chico —le dijo—. ¿Ya ha terminado con él?

—Sí. Le llamaré cuando llegue a casa. Mientras tanto, necesito que me haga un favor. Quiero echarle un vistazo a la prisión lo antes posible.

—Lo malo de echarle un vistazo a la prisión es que te lo devuelve.

—Por eso va a venir usted conmigo —repliqué.

Si no otra cosa, después de dos desdichados semestres bajo la tutela de mi antiguo profesor había aprendido a estar preparada. Por eso el sábado por la tarde Marino y yo nos pusimos en camino hacia la Penitenciaría del Estado. El cielo estaba plomizo, y un fuerte viento sacudía los árboles que bordeaban la carretera. Todo el universo se hallaba sumido en una fría agitación, como si reflejara mi estado de ánimo.

—Si quiere mi opinión personal —dijo Marino mientras circulábamos—, creo que está consintiéndole a Grueman que la haga ir de culo.

—De ninguna manera.

—Entonces, ¿cómo es que cada vez que hay una ejecución y él tiene algo que ver en el asunto da usted toda la impresión de ir de culo?

—¿Y cómo manejaría usted la situación? Accionó el encendedor del coche.

—Igual que usted. Iría a echarle un maldito vistazo a la galería de la muerte y la silla eléctrica, lo documentaría todo y luego le diría que es un bocazas que no sabe de qué habla. O mejor aún, le diría a la prensa que es un bocazas que no sabe de qué habla.

El periódico de la mañana citaba unas declaraciones de Grueman en el sentido de que Waddell no había recibido una alimentación adecuada y que su cuerpo presentaba lesiones que yo no podía explicar satisfactoriamente.

—Después de todo, ¿a él qué le importa? —prosiguió Marino—. ¿Defendía ya a esos pájaros cuando usted estudiaba Derecho?

—No. Hace varios años le pidieron que dirigiera el Centro de Justicia Criminal de Georgetown. Fue entonces cuando empezó a llevar casos de pena capital pro bono.

—A ese tipo debe de faltarle un tornillo.

—Es abiertamente contrario a la pena capital y ha conseguido convertir en una cause célebre a todos sus representados. En particular a Waddell.

—Ya. San Nick, el santo patrón de los canallas. Qué conmovedor —se burló Marino—. ¿Por qué no le manda unas fotos en color de Eddie Heath y le pregunta si querría hablar con la familia del chico? A ver qué opina del cerdo que ha cometido este asesinato.

—Nada le hará cambiar de opinión.

—¿Tiene hijos? ¿Esposa? ¿Alguien que le importe?

—Eso no influye en sus ideas, Marino. Supongo que no tendrá nada nuevo sobre Eddie.

—No, y en Henrico tampoco. Tenemos la ropa y una bala del veintidós. Si hay suerte, quizás el laboratorio pueda sacar algo de las cosas que usted les mandó.

—¿Y el VICAP? —pregunté, refiriéndome al Programa de Captura de Criminales Violentos, en el que Marino y el agente especial del FBI Benton Wesley formaban un equipo regional.

—Trent está preparando los impresos y los enviará en un par de días —respondió Marino—. Y anoche puse a Benton al corriente del caso.

—¿Cree que Eddie habría subido al coche de un desconocido?

—Según sus padres, no. Tenemos que vérnoslas con un ataque relámpago o bien con alguien que se ganó la confianza del niño durante el tiempo suficiente para raptarlo.

—¿Tiene hermanos o hermanas?

—Uno de cada, y los dos le llevan más de diez años. Supongo que Eddie fue un accidente —opinó Marino cuando llegábamos a la vista de la penitenciaría.

Años de dejadez habían descolorido su capa de estuco hasta dejarla de un color rosa sucio y diluido. Las ventanas estaban oscuras y cubiertas de un plástico grueso que el viento agitaba y desgarraba. Tomamos la salida de Belvedere y giramos hacia la izquierda por la calle Spring, una lastimosa franja de asfalto que conectaba dos entidades que no pertenecían al mismo mapa. Se prolongaba varias manzanas más allá de la penitenciaría, hasta que acababa en Gambles Hill, donde la sede central de la Ethyl Corporation, un edificio de ladrillo blanco, se pavoneaba sobre una elevación cubierta de césped inmaculado, como una hermosa garza blanca en el borde de un vertedero.

La llovizna se había convertido en nevisca cuando aparcamos y salimos del coche. Siguiendo a Marino, pasé ante un contenedor de basuras y subí por una rampa que conducía a un muelle de carga ocupado por un grupo de gatos, cuya despreocupación coexistía con la cautela propia de los animales salvajes. La entrada principal consistía en una sola puerta de cristal, y al entrar en lo que figuraba ser el vestíbulo nos encontramos entre rejas. No había sillas, y el aire, muy frío, estaba estancado. A nuestra derecha, el centro de comunicaciones era accesible a través de una pequeña ventanilla, que una mujer robusta con uniforme de vigilante abrió cuando le vino en gana.

—¿En qué puedo servirles?

Marino le enseñó la placa y anunció lacónicamente que estábamos citados con Frank Donahue, el alcaide. La mujer nos pidió que esperásemos. La ventanilla volvió a cerrarse.

—Es Helen la Bárbara—me explicó Marino—. He estado aquí más veces de las que recuerdo, y siempre finge que no me conoce. Claro que no soy su tipo. Dentro de un minuto podrá conocerla mejor.

Al otro lado de una cancela enrejada se veía un deslustrado corredor de baldosas pardas y ladrillos de hormigón, y una serie de despachos que parecían jaulas. La vista terminaba con el primer bloque de celdas, compuesto por varios pisos pintados de un verde institucional y manchados de óxido. Las celdas estaban vacías.

—¿Cuándo trasladarán al resto de los internos? —le pregunté.

—Antes del fin de semana.

—¿Quién queda?

—Algunos auténticos caballeros de Virginia, los pájaros en régimen de aislamiento. Están todos bien encerrados y encadenados a sus camas en la galería C, que está hacia allí —Apuntó hacia el oeste—. No hemos de pasar por allí, así que no empiece a ponerse nerviosa. No la sometería a esa prueba. Algunos de esos gilipollas no han visto una mujer desde hace años, y Helen la Bárbara no cuenta.

Un joven de complexión fornida y vestido con el uniforme azul del Departamento de Instituciones Penitenciarias apareció al fondo del pasillo y avanzó hacia nosotros. Nos escrutó por entre los barrotes, el rostro atractivo pero duro, con una mandíbula fuerte y fríos ojos grises. El bigote rojo oscuro ocultaba un labio superior que, sospeché, podía volverse cruel.

Marino nos presentó, y añadió:

—Hemos venido a ver la silla.

—Sí; me llamo Roberts y estoy aquí para hacerles los honores —hubo un tintineo de llaves contra metal cuando abrió la pesada cancela—. Donahue está enfermo y no ha podido Venir hoy —El estrépito de la puerta al cerrarse detrás de nosotros resonó en las paredes—. Me temo que antes hemos de cachearlos. Si hace el favor de venir por aquí, señora.

Empezó a pasar un detector de metales sobre el cuerpo de Marino mientras se abría otra puerta enrejada y «Helen» emergía del centro de comunicaciones. Era una mujer adusta con la complexión de una iglesia baptista; su reluciente cinturón Sam Browne constituía el único indicio de que tuviera cintura. Llevaba el cabello corto, peinado de un modo masculino y teñido de negro betún, y su mirada era intensa cuando se cruzó brevemente con la mía. La tarjeta de identificación prendida sobre un pecho formidable rezaba «Grimes».

—El maletín —me ordenó.

Se lo entregué. Hurgó en su interior y luego me hizo girar con brusquedad a uno y otro lado para someterme a una serie de exploraciones y cacheos con el detector y con las manos. En total, el registro no pudo durar más de veinte segundos, pero se las arregló para familiarizarse con cada centímetro de mi carne, aplastándome contra su seno rígidamente acorazado como una araña de amplias dimensiones, mientras sus dedos rollizos se demoraban sobre mí y respiraba ruidosamente por la boca. Por fin, hizo una seca inclinación de cabeza para indicar que todo estaba en orden y regresó a su cubil de hierro y hormigón.

Marino y yo seguimos a Roberts entre rejas y más rejas, cruzando una serie de puertas que él abría con sus llaves y volvía a cerrar, el aire frío y resonante con un opaco campanilleo de metal hostil. No nos preguntó nada sobre nosotros ni hizo comentario alguno que pudiera considerarse remotamente amistoso. Su única preocupación parecía ser su función, que aquella tarde era de guía turístico o perro guardián, no hubiera sabido decir cuál.

Un giro a la derecha y entramos en la primera galería de celdas, un enorme espacio lleno de corrientes de aire hecho de hormigón verde y ventanas rotas, con cuatro pisos de celdas que se alzaban hasta un falso techo recubierto con rollos de alambre de púas. Había docenas de colchones estrechos con fundas de hule amontonados de cualquier modo en el centro del suelo de baldosas marrones, y escobas, bayetas y desvencijados sillones de barbería de color rojo esparcidos por todas partes. Zapatillas deportivas, tejanos y diversos efectos personales llenaban los altos alféizares, y en muchas de las celdas quedaban televisores, libros y cajas. Por lo visto, cuando se trasladó a los internos no se les permitió llevar consigo todas sus pertenencias, cosa que quizás explicaba las obscenidades garabateadas con rotulador en las paredes.

Se abrieron más puertas y nos encontramos al aire libre, en el patio, un cuadrilátero de hierba pardusca rodeado por feos bloques de celdas. No había árboles. En cada una de las esquinas se alzaba una atalaya, ocupada por hombres enfundados en gruesos chaquetones y provistos de fusiles. Avanzamos deprisa y en silencio bajo la nevisca que nos azotaba las mejillas. Después de bajar algunos escalones, pasamos por otra abertura que conducía a una puerta de hierro más sólida que cualquiera de las que habíamos visto hasta entonces —El sótano este —anunció Roberts mientras introducía una llave en la cerradura—. El sitio donde nadie quiere estar. Entramos en la galería de la muerte.

A lo largo de la pared este se abrían cinco celdas, con una cama de hierro, un retrete y un lavabo de loza blanca en cada una. En el centro de la sala había un escritorio grande y varias sillas para los guardias que permanecían allí sin interrupción cuando la galería de la muerte estaba ocupada.

—Waddell estaba en la celda número dos —nos informó Roberts—. Según las leyes de la Commonwealth, el interno debe ser trasladado aquí quince días antes de su ejecución.

Waddell fue conducido desde Mecklenburg el veinticuatro de noviembre.

—¿Quién tuvo acceso a él mientras estuvo aquí? —preguntó Marino.

—Las personas que siempre tienen acceso a la galería de la muerte: representantes legales, clérigos y los miembros del equipo de la muerte.

—¿El equipo de la muerte? —repetí.

—Se compone de funcionarios y supervisores de Instituciones Penitenciarias, cuya identidad se mantiene en secreto. El equipo interviene cuando nos mandan un interno desde Mecklenburg. Lo vigilan y lo organizan todo de principio a fin.

—No parece un deber muy agradable —comentó Marino.

—No es un deber, sino una elección —replicó Roberts con el machismo y la inescrutabilidad de los entrenadores cuando los entrevistan tras el gran partido.

—¿Y no le disgusta? —quiso saber Marino—. Venga, hombre, yo vi cómo llevaban a Waddell a la silla. Tiene que incomodarle.

—No me incomoda en lo más mínimo. Luego me voy a casa, me tomo unas cervezas y me acuesto —Hundió la mano en el bolsillo de la pechera de su uniforme y sacó un paquete de cigarrillos—. Bueno, Donahue me ha dicho que quieren saber todo lo que ocurrió. Se lo explicaré paso a paso —Se sentó en el escritorio y empezó a fumar—. El día de la ejecución, el trece de diciembre, a Waddell se le autorizó una visita de dos horas con miembros de su familia inmediata, que en este caso fue su madre. Le pusimos cadenas en la cintura, grilletes en las piernas y esposas, y lo condujimos a la sección de visitas hacia la una del mediodía.

»A las cinco de la tarde le sirvieron la última comida. Pidió solomillo, ensalada, una patata al horno y tarta de nueces pacanas, que le fue preparado en la Bonanza Steak House. No pudo elegir el restaurante; a los internos no séles permite eso. Y, como siempre, se encargaron dos cenas idénticas. El interno se come una y un miembro del equipo de la muerte se come la otra. Esto se hace para evitar que un cocinero demasiado entusiasta decida acelerar el viaje del interno al Más Allá condimentando su comida con algún ingrediente especial, como por ejemplo arsénico.

—¿Se comió toda la cena? —pregunté, pensando en su estómago vacío.

—No tenía mucha hambre. Nos pidió que se la guardáramos para el día siguiente.

—Debía de creer que el gobernador Norring iba a concederle el perdón—conjeturó Marino.

—No sé qué pensaba. Me limito a repetir lo que dijo Waddell cuando le sirvieron la cena. Más tarde, a las siete y media, fueron a su celda unos funcionarios de efectos personales para hacer inventario de sus posesiones y preguntarle qué quería que hicieran con ellas. Estamos hablando de un reloj de pulsera, un anillo, varias prendas de vestir y correo, libros, poesía. A las ocho lo sacaron de la celda. Le afeitaron la cara, la cabeza y el tobillo derecho. Lo pesaron, ducharon y vistieron con la ropa que llevaría a la silla. Luego fue devuelto a su celda.

»A las diez cuarenta y cinco se le leyó la sentencia de muerte, en presencia del equipo —Roberts se levantó del escritorio—. A continuación fue conducido, sin cadenas, al cuarto contiguo.

—¿Cuál era su actitud en esos momentos? —pregunto Marino mientras Roberts abría otra puerta cerrada con llave.

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