Bran tenía la garganta muy seca. Tragó saliva.
—Invernalia. He vuelto a Invernalia. He visto a mi padre. No está muerto, nada de eso, lo he visto, ha vuelto a Invernalia, sigue vivo.
—No —dijo Hoja—. No está vivo. No intentes hacerlo volver de la muerte.
—Pero lo he visto. —Bran sentía como la tosca madera le presionaba una mejilla—. Estaba limpiando a
Hielo.
—Porque querías verlo. Tu corazón añora a tu padre y tu hogar, así que eso ha aparecido en tu visión.
—Un hombre tiene que saber mirar antes de aspirar a ver —dijo lord Brynden—. Lo que has visto son las sombras de días pasados, Bran. Has mirado por los ojos del árbol corazón de tu bosque de dioses. Para los árboles, el tiempo es distinto que para los hombres. Sol, tierra, y agua: esas son las cosas que entienden los arcianos, no los días, los años ni los siglos. Para los hombres, el tiempo es un río. Estamos atrapados en su corriente; nos precipitamos del pasado al presente, siempre en la misma dirección. Las vidas de los árboles son diferentes. Echan raíces, y crecen y mueren en el mismo sitio, y ese río no los arrastra. El roble es la bellota; la bellota es el roble. Y el arciano… Para un arciano, mil años humanos son apenas un momento, y es por esas puertas por las que tú y yo podemos observar el pasado.
—¡Pero me ha oído! —protestó Bran.
—Un susurro en el viento, el crujir de las hojas. No puedes hablar con él por mucho que lo intentes. Lo sé. Yo también tengo mis fantasmas: un hermano al que adoraba, un hermano al que odiaba, una mujer a la que deseaba… Aún los veo a través de los árboles, pero ninguna palabra que yo haya pronunciado les ha llegado jamás. El pasado sigue en el pasado. Podemos aprender de él, pero no cambiarlo.
—¿Volveré a ver a mi padre?
—Cuando sepas usar tus dones podrás mirar lo que quieras y ver lo que han visto los árboles, ya sea ayer, el año pasado, o hace muchas eras. Los hombres viven sus vidas atrapados en un presente eterno, entre las nieblas de la memoria y el mar de sombras, que es todo cuanto conocemos de los días que vendrán. Hay mariposas que viven toda su vida en un solo día, pero para ellas, ese pequeño espacio de tiempo dura tanto como para nosotros los años y las décadas. Un roble vive hasta trescientos años; una secuoya, tres mil. Un arciano puede vivir indefinidamente si nada lo daña. Para ellos, las estaciones pasan como el revoloteo de las alas de una mariposa, y el pasado, el presente y el futuro son lo mismo. Tus visiones tampoco se limitarán a tu bosque de dioses; los cantores tallaron ojos en todos los árboles corazón para despertarlos, y esos son los primeros ojos que aprenden a usar los verdevidentes… Pero con el tiempo verás mucho más allá de los árboles.
—¿Cuándo? —quiso saber Bran.
—Dentro de un año, tres o diez. Aún no lo he visto. Pero llegará con el tiempo, te lo prometo. Ahora estoy cansado, y los árboles me llaman. Seguiremos mañana.
Hodor llevó a Bran de vuelta a su habitación, mientras susurraba «Hodor» en voz baja y Hoja los precedía con una antorcha. Esperaba encontrar allí a Meera y a Jojen, para contarles lo que había visto, pero sus acogedores huecos en la roca estaban fríos y vacíos. Hodor metió a Bran en la cama, lo cubrió con pieles y encendió un fuego.
«Mil ojos, cien pieles, una sabiduría profunda como las raíces de los antiguos árboles.»
Mientras miraba las llamas, Bran decidió esperar despierto a Meera. Sabía que Jojen iba a entristecerse, pero Meera se alegraría por él. No recordó haber cerrado los ojos…
…y, sin saber cómo, había vuelto a Invernalia, al bosque de dioses, y estaba mirando a su padre. Lord Eddard parecía mucho más joven. Tenía el pelo castaño, sin rastro de canas, y la cabeza inclinada.
—… Que crezcan unidos como hermanos y que solo haya amor entre ellos —rezaba—, y que mi esposa encuentre el perdón en su corazón…
—Padre. —La voz de Bran era un susurro en el viento, un crujir de hojas— Padre, soy yo, soy Bran. Brandon.
Eddard Stark levantó la cabeza y, con el ceño fruncido, miró fijamente el arciano, pero no habló.
«No puede verme —comprendió Bran, desesperado. Quería estirarse para tocarlo, pero lo único que podía hacer era observar y escuchar—. Soy el árbol. Estoy dentro del árbol corazón, observando por sus ojos rojos, pero el arciano no puede hablar, así que yo tampoco.»
Eddard Stark terminó de rezar. Los ojos de Bran se llenaron de lágrimas. Pero ¿eran sus lágrimas, o las del arciano?
«Si lloro, ¿llorará el árbol?»
El resto de las palabras de su padre quedó ahogado por un repentino repiqueteo de madera contra madera. Eddard Stark se difuminó, como la bruma con el sol de la mañana. De repente veía a dos niños bailar en el bosque de dioses, mientras se reían y luchaban con ramas rotas. La niña era mayor y más alta.
«¡Arya! —pensó Bran con ansiedad mientras la veía subirse a una roca y lanzar desde allí un ataque al chico. Pero era imposible. Si la chica era Arya, el chico tenía que ser Bran, y él nunca había llevado el pelo tan largo—. Y Arya nunca me atacaba de esa manera cuando jugábamos a las espadas.» Golpeó al chico en el muslo, tan fuerte que le hizo perder pie. El niño cayó al estanque, donde se puso a gritar y chapotear.
—Cállate, estúpido —dijo la niña mientras dejaba su rama a un lado—. Solo es agua. ¿Quieres que te oiga la Vieja Tata y que corra a decírselo a Padre? —Se arrodilló y sacó a su hermano del estanque, pero antes de que lo hubiera conseguido, la imagen de ambos volvió a desaparecer.
Las siguientes visiones fueron sucediéndose más y más deprisa, hasta que Bran se sintió desorientado y mareado. No volvió a ver a su padre, ni a la chica que se parecía a Arya, sino a una mujer embarazada que emergía del estanque negro, desnuda y chorreante, y se arrodillaba frente al árbol para suplicar a los viejos dioses un hijo que la vengase. Luego vio como una chica castaña, delgada como una lanza, se ponía de puntillas para besar a un joven caballero tan alto como Hodor. Un joven de ojos oscuros, pálido y fiero, partía tres ramas del arciano y tallaba flechas con ellas. El propio árbol parecía encogerse y hacerse más pequeño con cada visión, mientras que los demás árboles encogían hasta convertirse en retoños y desaparecían, para luego ser sustituidos por otros árboles que también encogían y desaparecían. Los señores que vio a continuación eran altos y fuertes, hombres adustos cubiertos de cota de malla y pieles. Recordaba haber visto algunas de esas caras en las estatuas de la cripta, pero desaparecían antes de que tuviera tiempo de ponerles nombre.
Y entonces observó a un hombre con barba que obligaba a un prisionero a ponerse de rodillas frente al árbol corazón. Una mujer canosa atravesó un montón de hojas rojo oscuro y se acercó a ellos, con una hoz de bronce en la mano.
—No —dijo Bran—. ¡No, no hagas eso! —Pero no podían oírlo, como tampoco podía su padre. La mujer agarró al prisionero por el pelo, le enganchó el cuello con la hoz y se lo rebanó. A través de la niebla de los siglos, el niño roto solo pudo observar como los pies del hombre golpeaban el suelo al caer… Pero cuando la vida lo abandonó enmedio de una marea roja, Brandon Stark sintió el sabor de la sangre.
Tras siete días de cielos oscuros y ventiscas, a mediodía había salido el sol. Ya había ventisqueros más altos que un hombre, pero los mayordomos habían pasado el día paleando nieve, y los senderos estaban tan despejados como era posible. El Muro despedía reflejos de luz tenue; todas sus grietas y hendiduras brillaban con un azul claro.
Doscientas varas más arriba, Jon Nieve observaba el bosque Encantado. El viento del norte se arremolinaba entre los árboles y desprendía penachos blancos de nieve de las ramas más altas, como estandartes de hielo. Por lo demás, nada se movía.
«Ni rastro de vida. —Aquello no era del todo tranquilizador; no era a los vivos a los que temía, pero aun así…—. Ha salido el sol y ya no nieva. Puede pasar una luna antes de que volvamos a tener una oportunidad igual de buena. Puede pasar una estación entera.»
—Que Emmett reúna a sus reclutas —le dijo a Edd el Penas—. Necesitamos escolta. Diez exploradores, armados con vidriagón. Los quiero preparados para partir en una hora.
—A la orden, mi señor. ¿Quién estará al mando?
—Yo mismo.
Las comisuras de la boca de Edd apuntaron hacia abajo incluso más de lo habitual.
—Habrá quien piense que será mejor que el lord comandante permanezca guarecido y caliente al sur del Muro. No seré yo quien lo diga, pero puede que otros sí.
—Esos otros harían bien en no decir tal cosa en mi presencia —dijo Jon con una sonrisa.
Una repentina ráfaga de viento hizo que la capa de Edd ondease con estrépito.
—Será mejor que bajemos, mi señor. Este viento va a acabar tirándonos Muro abajo, y aún no le he cogido el tranquillo a eso de volar.
Montaron en la jaula para volver al suelo. El viento soplaba frío como el aliento del dragón de hielo de los cuentos que le contaba la Vieja Tata cuando era pequeño. La pesada jaula bajaba entre balanceos. De vez en cuando chocaba contra el Muro y levantaba nubecillas de hielo que destellaban con la luz del sol mientras caían, como fragmentos de cristal roto.
«Vidrio. Nos vendría muy bien algo de vidrio —reflexionó Jon—. El Castillo Negro necesita su propio invernadero, como los de Invernalia.
Podríamos cultivar hortalizas incluso en lo más crudo del invierno. —El mejor cristal era el procedente de Myr, pero un buen vidrio transparente valía su peso en especias, y el cristal verde y amarillo no funcionaba igual de bien—. Lo que necesitamos es oro. Si lo tuviésemos, podríamos traer al Norte aprendices de cristalero y soplador de vidrio. Les ofreceríamos la libertad a cambio de enseñar su oficio a nuestros reclutas. —Así solucionarían el asunto—. Si tuviéramos oro. Que no tenemos.»
Encontró a Fantasma al pie del Muro, revolcándose en un banco de nieve. Al gran huargo blanco parecía encantarle la nieve recién caída. Cuando vio a Jon se levantó y se sacudió.
—¿Irá con vos? —preguntó Edd el Penas.
—Sí.
—Un lobo listo. ¿Iré yo?
—No.
—Un señor listo. Fantasma es mucha mejor elección. Yo ya no tengo dientes para andar mordiendo salvajes.
—Si los dioses son benevolentes, no nos encontraremos ningún salvaje. Me llevaré el caballo gris.
El rumor se extendió con rapidez por el Castillo Negro. Edd aún estaba aparejando al caballo cuando Bowen Marsh cruzó el patio a zancadas para encararse con Jon en los establos.
—Mi señor, os ruego que reconsideréis vuestra decisión. Los nuevos hermanos pueden prestar juramento en el septo.
—El septo es la morada de los nuevos dioses. Los viejos dioses viven en la madera, y quienes los honran pronuncian el juramento entre los arcianos. Lo sabes tan bien como yo.
—Seda viene de Antigua, y Arron y Emrick, de las tierras del oeste. Los viejos dioses no son los suyos.
—No soy yo el que les dice a los hombres a quién adorar. Tuvieron libertad para escoger a los Siete o al Señor de Luz de la mujer roja, pero escogieron los árboles, con todos los peligros que eso conlleva.
—Puede que el Llorón siga ahí fuera, a la espera.
—El bosque está a menos de dos horas a caballo, hasta con nieve. Deberíamos volver sobre la medianoche.
—Es demasiado tiempo. No es prudente.
—No es prudente, pero es necesario. Estos hombres están a punto de consagrar su vida a la Guardia de la Noche, de ingresar en una hermandad que se remonta a miles de años y cuya línea no se ha roto nunca. Las palabras son importantes, y también lo son estas tradiciones. Nos mantienen unidos a todos: nobles y pobres, jóvenes y viejos, villanos y hombres de honor. Nos convierten en hermanos. —Jon palmeó a Marsh en el hombro—. Volveremos, te lo prometo.
—De acuerdo, mi señor —dijo el lord mayordomo—, pero ¿vivos, o con la cabeza en una pica y los ojos arrancados? Realizaréis el viaje de regreso en plena noche. Los ventisqueros llegan por la cintura en algunos tramos. Ya veo que os lleváis hombres curtidos, y eso está bien, pero Jack Bulwer el Negro también conocía ese bosque. Incluso vuestro propio tío, Benjen Stark…
—Yo tengo algo que ellos no tenían. —Jon giró la cabeza y silbó—. Fantasma, conmigo. —El huargo se sacudió la nieve del lomo y trotó hasta Jon. Los exploradores se apartaron para abrirle camino, y una yegua se puso a relinchar y respingar hasta que Rory dio un fuerte tirón de las riendas—. El Muro es tuyo, lord Bowen. —Condujo al caballo a la puerta y lo llevó por el túnel de hielo que serpenteaba bajo el Muro.
Más allá del hielo, los árboles se alzaban altos y silenciosos, envueltos en espesas capas blancas. Fantasma siguió al caballo de Jon mientras los exploradores y los reclutas se colocaban en formación; luego se detuvo y comenzó a olfatear. El aire le congelaba el aliento.
—¿Qué pasa? ¿Hay alguien ahí? —preguntó Jon. El bosque estaba vacío hasta donde le alcanzaba la vista, pero no le alcanzaba muy lejos.
Fantasma saltó hacia los árboles, se introdujo entre dos pinos cubiertos de capas blancas y desapareció enmedio de una nube de nieve.
«Quiere cazar, pero ¿qué? —Jon no temía tanto por el huargo como por los salvajes que pudiera encontrarse—. Un lobo blanco en un bosque blanco, silencioso como una sombra. Ni lo verían acercarse.» Lo conocía bastante bien para saber que era inútil seguirlo. Fantasma volvería cuando quisiera, no antes. Jon espoleó su caballo, y los hombres se alinearon a su alrededor. Las pezuñas de las monturas atravesaban la capa de hielo hasta llegar a la nieve blanda de debajo. Se adentraron en el bosque al paso mientras, a sus espaldas, el Muro se iba haciendo más y más pequeño.
Los pinos soldado y los centinelas vestían capa blanca, y los árboles caducos tenían las ramas peladas y marrones cubiertas de carámbanos. Jon envió a Tom Grano de Cebada de avanzadilla, aunque estaban bastante familiarizados con el camino del bosque blanco. Gran Liddle y Luke de Aldealarga se adentraron en la maleza, uno hacia el este y otro hacia el oeste, para así flanquear la columna y avisar de cualquier cosa que se les acercara. Todos eran exploradores curtidos, armados con obsidiana y acero, y llevaban un cuerno de guerra colgado de la silla por si necesitaban pedir ayuda.
Los demás también eran buenos hombres.
«Buenos en la batalla, al menos, y leales a sus hermanos.» Jon no sabía qué habían sido antes de pisar el Muro, pero no le cabía la menor duda de que casi todos tenían un pasado tan oscuro como la capa. Pero allí arriba eran justo la clase de hombres que quería que le cubriesen las espaldas. La capucha los protegía del viento cortante, y algunos llevaban bufandas que les tapaban la cara y ocultaban sus rasgos. Aun así, Jon los conocía a todos; llevaba sus nombres grabados en el corazón. Eran sus hombres, sus hermanos.