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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (7 page)

BOOK: De los amores negados
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Se le ocurrió pensar que tal vez su consulta estaba llena de personas que, como ella, habían olvidado en el cajón de su infancia la llave de la inocencia; del dejarse ir. Tantas reglas habían ido clasificando individuos y hoy la gente se moría de aburrimiento y tristeza por culpa de ellos mismos. Se habían ido obligando a desempeñar papeles para moverse dentro de la sociedad, buscando ser aceptados; no ser desclasificados. Entre más analizaba casos, más identificaba los estragos que la educación había hecho en ellos. Educaciones equivocadas habían ido traspasándose la infelicidad de generación en generación, como si fueran genes. Había verificado como muchas de las mujeres que trataba en su consulta eran niñas que ya habían nacido con ese estigma, y a las que ni siquiera el destino podía hacer nada para salvarlas de su futuro programado. En muchos casos, mujeres de familias enteras, desde tatarabuelas, bisabuelas, abuelas, madres, hijas hasta nietas, habían elegido un mismo tipo de marido, casi siempre maltratador, al que daban por normal y bueno, pues nunca habían tenido otro patrón referencial que les hubiera dado otra luz en su vida. Ahora ella trataba de romper ese círculo vicioso con muchas de sus pacientes, para que al menos su descendencia alcanzara la liberación. Tenía pacientes médicos que hubieran preferido cualquier otra profesión, pero por mantener el juramento hipocrático, más que con su profesión con sus padres, no habían roto la cadena. Y se transmitían de padres a hijos, no sólo los estetoscopios, los tics o las verrugas familiares, sino también hasta el deseo de ser lo que no querían ser. Tenía otras que llevaban a cuestas profesiones frustradas de sus progenitores, ahora realizadas en ellos; recordaba aquella violinista que le llegó un día descamisada, a punto de matarse a golpes. Había desarrollado una alergia al sonido del violín cuando lo tocaba. Una erupción violeta que le venía desde la garganta hasta los dedos de las manos. Ese día, en un arranque de rabia, había lanzado desde un décimo piso su
Stradivarius
, regalo odiado recibido a sus quince años, a ver si con el impacto se acababa de una vez el deseo de su madre de verla como gran solista y concertista en
La Scala
de Milán, y para su desgracia el violín no había sufrido ni un rasguño. Se revelaba contra el instrumento y no contra quien le había hecho el ser más desgraciado de la tierra; al final Fiamma había terminado tratando a su madre, a quien recomendó tomar clases de violín tardías y dejar a su hija en paz.

A Fiamma le gustaba caminar. Prefería eso a tomar su coche o el metro. Era el momento del día en que podía reflexionar y escucharse a sí misma. Tardaba más de una hora en su paseo, pero le servía para despejarse y coger fuerzas para el día siguiente. Se aplaudía interiormente por los resultados obtenidos en su jornada. Sin saber, se iba calificando. De cero a cinco, como cuando estaba en el colegio. Ese día se había puesto un cuatro coma ocho. Pensó en Martín. No estaba segura, pero le parecía que esa manía de calificarse le venía de él. Terminó preguntándose, «¿será que al final uno termina pareciéndose a su pareja?», ¿cuántas cosas suyas había ido abandonando sólo por complacer a Martín?

Recordaba cuánto le habían molestado sus comentarios de cada noche, cuando le preguntaba por su día menospreciando su cansancio; sus irónicas frases sobre su profesión; sus burlas sobre «escuchar locuras y payasadas» de sus pacientes diciéndole que ella, más que cobrar tendría que pagar, pues los problemas que escuchaba eran en realidad distracciones que no tenían precio. En cambio la actividad de él la valoraba como la más ardua y compleja. Habían llegado a tener discusiones bizantinas que no les habían llevado a ninguna parte; por eso ella había optado por el silencio, pero Martín había entendido ese silencio como un estar de acuerdo; «el que calla, otorga» apuntaba, pensando que por fin ella le daba la razón. No sabía que Fiamma simplemente había creado un escudo protector contra sus tonterías. Siempre que él empezaba con alguno de sus comentarios de articulista consumado ella interiormente se vestía con un chubasquero, donde la lluvia de sandeces de su marido resbalaba sin mojarla. «Sin mojarla» se repitió, eso es lo que ella había creído, pero en realidad le dolía. Todos esos detalles la habían ido alejando interiormente de Martín. Habían dejado de tener conversaciones, porque sus puntos de vista eran muy diferentes y ella había terminado por cansarse de esos pulsos de conocimiento sostenidos; de discutir hasta el cansancio teorías sobre filosofía, política, humanidades y religiones, temas que en su noviazgo les habían unido y hecho interesantes el uno al otro, y que ahora les distanciaban. Echaba de menos una conversación inteligente que le contara cosas nuevas, que le abriera puertas. Añoraba compartir sus carcajadas; aquel cansancio de estómagos risueños a punto de reventar de risa. Sus carreras al baño bajándose los pantalones, tratando de llegar a tiempo, aguantando el hacerse pipí encima mientras él la perseguía.

A Fiamma dei Fiori le hacían falta muchas cosas, pero nunca había dicho nada.

Entre tantas cavilaciones, había llegado a casa. Decidió subir las escaleras en lugar de tomar el ascensor, pero antes se quitó los zapatos para sentir el frío del mármol. Fuera, el asfalto todavía ardía derretido. El calor en Garmendia del Viento a veces se hacía insoportable. Ese día no se había movido ni una hoja. Cuando era pequeña su madre le había enseñado que esa era una mala señal. Empezó a subir, y estando a punto de llegar a su piso escuchó aquel rugido. Ese grito ahogado que venía del centro de la tierra. El bramido de animal furioso que buscaba salir de su guarida. Las últimas escaleras empezaron a moverse. Había arrancado a temblar y la tierra rugía. Ya conocía ese sonido que tantas veces había temido cuando era pequeña. Se agarró como pudo de un dragón que sobresalía de la barandilla de hierro. Necesitaba llegar a la puerta y abrirla. Meterse dentro de su marco, pues sabía que era la mejor protección que existía. La vecina del quinto, una abuelita milenaria que había perdido el juicio, comenzó a rezar unas letanías mientras gritaba: «Tienes razón, San Emilio, nos lo merecemos.» Al coronar la puerta, Fiamma empezó a luchar por tratar de meter la llave en una cerradura que no paraba de moverse; al final, después de tanto movimiento e insistencia nerviosa, logró abrirla. Su casa trepidaba. Las lámparas de la sala iban de un lado para otro cargadas de palomas que se columpiaban, cagándose de miedo sobre las alfombras mientras los cuadros caían inmisericordes. Sobre las mesas, jarros, fotos y flores tiritaban, buscando hacerse añicos en el suelo. En el balcón, la hamaca se mecía descontrolada columpiando a nadie. Del dormitorio del fondo del pasillo Martín Amador salió impasible. Caminaba despacio, al mismo tiempo que volvía a colocar todo lo caído en su sitio, como si lo que estaba sucediendo en ese momento fuera cosa de todos los días. El ruido cesó. Había parado de temblar; sólo había sido un aviso sin mayores consecuencias. A Fiamma le pareció ver en su marido, otro hombre. Más enigmático. Más misterioso. Más nuevo. Llevaba una cara plácida, como si acabara de salir de un masaje de
shiatsu.
Fiamma le preguntó si ese día había ido donde el chino que solía masajearlo. Él le respondió que no. Esa noche cenarían en El jardín de los desquicios. Ella se acercó a besarlo y le sintió en su camisa un intenso olor a mirra. ¿Habría vuelto a ir a misa Martín? ¿Había recuperado su costumbre de juventud... aquella que le había quedado del seminario de los franciscanos, cuando había estado a punto de convertirse en sacerdote?

Se arreglaron en silencio. Ella se vistió de negro. Igual que él.

3. La equivocación

Se equivocó la paloma.

Se equivocaba...

Creyó que el mar era el cielo,

que la noche, la mañana.

Se equivocaba.

RAFAEL ALBERTI

En la sede de La Verdad se había armado un gran revuelo. Ese día habían hecho grandes cambios. Martín Amador había sido ascendido de redactor jefe de la sección política y cultural a director adjunto del diario. Eso le llevaría a mucho más poder, más cócteles, más cenas obligadas, más encuentros con grandes políticos; en resumen, a un cambio de rutina.

Martín que siempre había sido un polemista a favor de un cosmopolitismo cultural muy abierto como lo había sido James Joyce, uno de sus escritores favoritos, era irreverente y liberal declarado. No había tenido nunca pelos en la lengua, y quien conocía el filo de su pluma le tenía pánico. Dentro del diario era respetado y admirado. Siempre había escuchado que habría podido ser un gran gobernante, pero a él la política sólo le gustaba desde fuera. Pensó que su nuevo cargo le llevaría a maniobrar con mayor libertad, y sutilmente, a imponer sus opiniones; a cambiar la dirección del viento de La Verdad. Estaba radiante. Sentía que ese cargo se lo merecía. Llevaba veintitrés años esperando ese ascenso. Había empezado redactando anuncios clasificados por palabras, y a punta de tesón y esfuerzo había entrado en la redacción, donde se cocinaban desde platos muy selectos hasta los más ordinarios; donde estaba la verdad del diario. Aquellos primeros años le había impresionado la agitación, el pulso efervescente, la trepidancia con que se vivía dentro del periódico; las entrañas del medio impreso. Con su ingenuidad juvenil había creído que cambiaría el mundo. Aún le seducía todo. Desde el olor a tinta fresca, hasta el reto diario de crear artículos y noticias que, una vez habían acompañado el café de la mañana de los garmendios, terminaban con toda seguridad envolviendo pescados en algún mercado, limpiando cristaleras o sirviendo como papel secante empapado en el agua de alguna inundación. Le gustaba el carácter efímero de su trabajo. Sus columnas tenían una vida corta, sólo veinticuatro horas, pero la satisfacción que recibía era tan grande que compensaba esa muerte temprana. Cada mañana hacía de la lectura del diario un ritual. Era un momento casi mágico.

Se imaginaba a miles de lectores leyendo sus columnas; iluminando las mentes de otros; conectando con miles de neuronas. Haciéndoles pensar, rabiar, amarlo u odiarlo. Sus escritos siempre generaban algo y eso le encantaba; odiaba la indiferencia, tanto a nivel personal como profesional. Por eso le gustaba remover. Sus columnas tenían su sello inconfundible. Era un agitador de letras.

Esa mañana, Martín se había hecho muchas reflexiones después de que le comunicaron su nuevo cargo. Una de ellas, la más íntima e infantil, había sido que al final tendría una buena disculpa para ausentarse de casa. Le comunicaría a Fiamma su ascenso. La invitaría a cenar y después... llamaría a Estrella. De repente se encontró recriminándose. ¿Cómo era posible que estuviera mintiendo si él era el primero que odiaba la mentira? ¿Qué le había pasado ese ocho de mayo en el parque, cuando había conocido a Estrella? ¿Había estado jugando a hacerse el interesante... el seductor? Desde que había conocido a Fiamma nunca había tenido ojos para otra mujer. En todos sus años de matrimonio era verdad que le habían gustado algunas mujeres, pero de verlas y admirarlas nunca había pasado a más. A los amigos que solían hablar de temas de faldas les había insinuado que había tenido algún affaire, más que para presumir, para no hacerlos sentir mal; pero todo era mentira. Ahora se encontraba frente a una delicadísima verdad que se le podía convertir en un serio problema. Estaba empezando a jugar con fuego. Nunca le había sido infiel a su mujer. Tenía que terminar con esas citas clandestinas. Era mejor ahora, cuando todavía no habían pasado a mayores. Sí, acabaría con esa relación, pensó Martín. Pero una cosa era lo que pensaba la razón y otra muy distinta lo que sentía el corazón. Y su corazón cada día pensaba más en Estrella. Se encontraba contando los días, las horas y hasta los segundos que le separaban de volver a verla. Anhelaba esos jueves como agua de mayo. Se sentía como un adolescente. Había vuelto a escribir poemas a escondidas, una costumbre que había ocultado por temor a ser visto como un ser frágil y demasiado sensiblero. Un hábito que había desaparecido con la estabilidad de su relación con Fiamma. Ahora se deleitaba sintiendo ilusión por arreglarse, por tener conversaciones brillantes, por investigar y leer cosas nuevas que luego explicaba con lujo de detalles a una mujer que le escuchaba embelesada, que estaba de acuerdo en todos sus planteamientos, en su filosofía de vida.

Se enorgullecía de no haber llevado esta relación a los revolcones precipitados de las sábanas. Le estaba dando una dimensión superior. ¿Angelical? Lo que en verdad le pasaba a Martín era que estaba convencido que mientras no se metiera en la cama con Estrella, no estaba siendo infiel. Estaba seguro que la infidelidad sólo era infiel cuando se consumaba con el acto sexual. Creía sólo en la infidelidad física; por eso internamente había ido creando esa permisividad que le ayudaba a reducir sus complejos de culpa y a cambio le hacía disfrutar casi tan plenamente como si hubiera estado sumergido entre múltiples orgasmos, salvo por aquel malestar. Le había vuelto ese antiguo dolor bajo. El dolor que en su adolescencia llamaban «dolor de novio». Sentía sus testículos plenos, quemantes. Cuando cada jueves abandonaba la iglesia, solía caminar muy despacio. Estrella había pensado que lo hacía para no perturbar la paz del recinto; en realidad, le costaba hasta caminar. Era un sufrimiento que se había ido convirtiendo, cuando lo recordaba, en un agudo e indescriptible placer. Todo lo que rodeaba esos encuentros iba revestido de gloria. Además, había ido descubriendo otro sentimiento nuevo: Estrella le estimulaba su instinto paternal. La sentía un poco desvalida y frágil. Hasta en su voz le había adivinado un tono infantil, muy femenino, que en cierta forma le hacía sentir más hombre; más omnipotente y activo. Se estaba tejiendo perfectamente una relación de protector y protegida; de profesor y alumna. Algo que Martín no alcanzaba a enfocar con exactitud, pero que le estaba generando una adicción con síndromes de abstinencia todavía incipientes.

Tomó su inseparable pipa y la empezó a limpiar. Vació la picadura usada y la fue llenando con parsimonia. Era un ritual que le serenaba en momentos de nerviosismo. Había ido haciendo una colección a fuerza de la repetición de regalos entre Fiamma y él. Todas las bocas de sus pipas estaban mordidas; tenían su sello. Se fascinaba probando nuevas picaduras. La encendió y lanzó al aire bocanadas de humo azulado mientras marcaba el número de su mujer.

Nunca la llamaba, a no ser que tuviera una emergencia; en ese momento Fiamma atendía a una paciente, pero se puso al teléfono. El se mostró agitado y feliz; esperaba que diera un grito de alegría con la noticia, pero ella se limitó a decirle que ya lo sabía. Que estaba tan convencida de que un día lo harían director que no le había cogido por sorpresa. Martín colgó desilusionado y se le vino a la cabeza Estrella. Si ella lo supiera, seguro que se alegraría más; se sentiría orgullosa de él. Claro que nunca le había dicho a qué se dedicaba, por eso no podría comunicárselo. Sin querer empezó a comparar y en el balance Fiamma salió, con gran ventaja, perdedora absoluta. Le dio una oportunidad; intentó otra reacción. Volvió a marcar el número de su mujer, aunque interiormente quería marcar el de su amante. Fiamma le pidió, por favor, que no le interrumpiera más y le propuso cenar juntos, más que con el deseo de celebrarlo, con la intención de colgar rápido. La cabeza de Martín empezó a urdir un nuevo encuentro con Estrella justificado por la fría reacción que había tenido Fiamma respecto a su ascenso.

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