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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, Infantil y Juvenil

Diario de un Hada (13 page)

BOOK: Diario de un Hada
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—¿Quién te habló de mí? ¿Mari, quizás? —contesté con otra pregunta.

—Nos dijo que vendrías por aquí. Y sé qué es lo que quieres. Te gustaría saber la historia de Hermenegilda —señaló.

—Pues sí. Pero quisiera conocer la verdad, a ser posible —expliqué temiendo que Mari le hubiera aleccionado para contar algo concreto.

—No tengo por costumbre mentir... —replicó enfadada—. Pero si dudas de lo que voy a contarte, es mejor que te marches ahora mismo.

—Yo no dije eso. Sólo que... es importante saber qué ocurre exactamente con Hermenegilda.

—Ocurrir, lo que se dice ocurrir... ya no ocurre nada. Dentro encontrarás una silla y algo de comida. De paso, tráeme una toquilla que hay colgada en el perchero —ordenó la vieja hada.

Hice lo que me pidió. Traje un queso blando, una hogaza de pan integral, dos vasos y una jarra de leche en la que se apreciaban grandes trozos de nata. A Dorita le faltó tiempo para cubrirse con la toquilla, pese a que hacía calor.

—Comamos primero, hablemos después —dijo.

En el día del sauce

D
espués de dar cuenta de los alimentos, me hizo sacar un cubo que había dentro de la cabaña repleto de nata, y me puso a batirla a fin de obtener mantequilla. Para conseguir la información que deseaba debía pagar por ella con peuqeñas tareas, aunque no me importó, era un trabajo agradable. El olor de la nata fresca despertaba un instinto de libertad en mí.

Dorita empezó a hablar, a narrarme la historia de Hermenegilda, y lo hacía con conocimiento de causa, pues la había tratado personalmente.

Todo sucedió hace más de un siglo, durante un crudo y largo invierno. Aquellos montes, con el frío, se cubrían con una espesa capa de nieve. Eran abruptos, lo que había podido constatar al llegar a la morada de las hadas, mientras sobrevolaba la zona junto a
Sidal
.

Aconteció que una niña de tan sólo tres añitos, vecina del pueblo de Rojales
[46]
, cercano a la montaña de la comunidad
feérica
, se despistó cuando iba a despedirse de unos familiares que habían venido al pueblo de visita, y se internó por riscos y peñascos. El resultado fue que se extravió.

—¿Y qué tiene que ver Hermenegilda con todo ello? —pregunté no sin cierta curiosidad.

—Pues que Hermenegilda encontró a la pequeña vagando por los barrancos ignorante de los peligros que la acechaban, y decidió desobedecer nuestro código que, como bien sabes, dicta no inmiscuirnos en las acciones humanas —señaló Dorita al tiempo que se tapaba mejor con la toquilla.

—¿No parece ésta una buena causa para «inmiscuirse»? —argumenté.

—Hay otras tantas que lo justificarían, Aura. Pero no podemos hacer excepciones, porque en ese caso el código dejaría de ser el código —explicó tajante.

Se había levantado algo de viento, pero no hacía frío. A pesar de ello, Dorita estaba helada, así que manifestó que proseguiría con la historia en el interior de la cueva, al amor de la lumbre. Yo había terminado de batir la nata, así que, sin dudarlo un segundo, me puso a pelar castañas.

—Son para un pastel —dijo la vieja hada.

—Me gustaría que continuases, Dorita —dije, deseando que aquella entrevista no se prolongase hasta que me hubiese encasquetado todas las tareas.

—Así que Heremenegilda la llevó a otra cueva, no lejana a ésta. No la trajo aquí, porque era consciente de su mal proceder. Nos ocultó su existencia. El único que sabía algo de todo el tema era un gnomo que la ayudó a cuidar de la niña y que jugó con ella esa fría noche —sentenció.

—Me tienes intrigada —dije.

—Lo sé —repuso—. Peor es que me ha entrado sueño. Mira, haremos una cosa. Yo me voy a dormir. Tú, mientras, termina de pelar todas esas castañas —dijo señalando una gran pila—. Después me despiertas, y seguiré con lo de Hermenegilda —dijo, sin importarle lo más mínimo si a mí me apetecía o no.

—En fin, todo sea por terminar con la historia de una vez —dije antes de que se pusiese a roncar en una de las camas.

Mientras pelaba las castañas, me puse a pensar cómo podría ayudar a Jaime. Sin duda, la fecha ideal para hacerlo era la cercana noche de San Juan, y ya quedaban pocos días. El método no era tan sencillo. Para curarle no bastaba con usar el mismo sistema empleado con el hijo de
Malaquita
. Era preciso algo más. Pero mis conocimientos
feéricos
no eran tan grandes. Debía buscar asesoramiento. Alguien que supiese sobre estas cuestiones.

Cuando hube pelado toda aquella pila de castañas, desperté a Dorita. A ver si terminaba de una vez.

—¡No has tardado casi nada! Ya que estás, podrías ayudarme a coser esta túnica. Mis ojos ya no son los de antes —dijo sonriendo.

—Haré lo que sea, pero termina de una vez, por favor —dije, comenzando a molestarme por la situación.

—Lo que pasó es muy simple: cuidó de la niña, la alimentó, la protegió del frío y de los animales. Al día siguiente, cuando vio que medio pueblo la buscaba, la dejó en el barranco del Búho, sana y salva, no sin antes pedirle que no contase nada sobre ella —especificó.

—¿Y...? —inquirí.

—¡Pareces tonta! Con los niños ya se sabe..., todo lo cuentan. Pronto descubrieron que Hermenegilda había transgredido el código. Por fortuna, nuestra comunidad no estuvo nunca en peligro, porque los humanos asociaron aquella «Señora de luz» de la que hablaba la pequeña con la Virgen
[47]
. Pero el hecho era el mismo —señaló el hada.

—¿Cuál fue el castigo que se le impuso? —pregunté ya harta de tanta tardanza.

—Esa noche, Hermenegilda se sintió muy cansada y murió —dijo con tristeza—. Así que, si se te ha pasado por la cabeza alguna historia similar, deberías reconsiderarla.

—Ese código es excesivamente severo —añadí con sequedad—. No veo la diferencia entre robar a un granjero y salvar a una niña de que perezca a causa del rigor invernal. Cuando robamos a los humanos, también nos estamos inmiscuyendo en sus cosas, ¿por qué aquí no se aplica el código?

—Porque un pequeño hurto no supone un cambio en su trayectoria, lo otro sí. El código simplemente no se cuestiona. Harás bien en acostumbrarte a él. ¿Quieres quedarte a cenar? —preguntó.

—No, gracias, debo regresar. Una cosa más..., ¿dónde podría obtener información sobre la noche de San Juan? —quise saber.

—Sólo existe un tratado fiable sobre la noche de San Juan. Fue escrito por nosotras. Pero por desgracia no está en nuestro poder. Lo tiene una humana que vive en una casona cerca de Madrid. No sabemos cómo se hizo con él —concluyó Dorita.

Tras despedirme de las hadas alicantinas regresé a mi cueva. Las palabras de Dorita acerca de Hermenegilda y su final no habían conseguido hacer mella en mi propósito. Buscaría a esa humana y recuperaría nuestro tratado. A fin de cuentas, nunca debió salir del mundo de los elementales.

En el día del tiburón

L
as mejores horas del día para robaros son las nocturnas, pues soléis estar descansando. En otras circunstancias, habría entrado en esa casona que se alaba ante mí impunemente. Estaba segura, la intuición no mentía. Aquel siniestro caserón albergaba el preciado tratado mágico escrito por nuestras antepasadas. Lo que nadie se explicaba era la paradoja de que en la actualidad se hallase en las manos de una mujer humana. ¿Cómo habría ido a parar allí?

Existían varias versiones sobre este asunto, pero ninguna contrastada. Según me comentó
Malaquita
, una de ellas defendía que aquella mujer poseía una pequeña parcela de sangre
feérica
en sus venas, y que ésta era la causa de que algún hada hubiese confiado en ella, al menos lo suficiente como para donarle nuestros más íntimos secretos. Eso justificaría que la señora, que debía de ser muy mayor, aparentase ser mucho más joven. Claro que... nadie sabía su edad. Sin embargo, esa tesis no parecía ser lo suficientemente sólida como para poner en peligro nuestras vidas. Lo cierto es que lo atesoraba en su biblioteca desde hacía años y nunca había intentado nada contra nosotras.

Otra posibilidad es que lo hubiese robado —la probabilidad de que lo encontrara por azar quedaba descartada, puesto que aquel manuscrito era tan preciado que mis compañeras habrían puesto los medios necesarios para su guardia y custodia—. Si, como se sospechaba, lo sustrajo, entonces eso significaba que podía vernos... En ese caso, se convertía en una doble amenaza. En fin, que la dama que habitaba en la tenebrosa casa, en la que estaba a punto de penetrar, se había convertido por derecho propio en un ser mítico, al menos para nosotras. Es más, antes de mí, nadie osó jamás intentar arrebatarle el tratado de la discordia; aquellas hadas que habían tenido la ocurrencia, tarde o temprano desistieron en su empeño, por temor a ser capturadas por la enigmática vieja.

Alguna que había tenido ocasión de verla por el jardín afirmaba que tenía los ojos verdes como uvas, lo que reforzaba la conjetura de que quizá tuviese sangre
feérica
. Pero ninguna se había colado en el interior de su morada. Era el momento de que alguien se decidiese a hacerlo.

Amparada por las sombras de la noche, sobrevolé muy despacio el alto muro de añeja piedra cubierta de musgo que separaba el jardín del exterior. Daba la impresión de que a esa mujer no le gustaban demasiado las visitas, y que ponía todos los impedimentos posibles para que nadie se acercase allí.

Miré a través de las ventanas buscando la imponente biblioteca que, según las hadas, poseía la casona. En efecto, ¡ahí estaba! Pero ¡maldición! ¿Es que aquella vieja no dormía? ¿Qué hacía leyendo a tan altas horas de la madrugada? Habría que esperar a que se marchase.

Decidí armarme de paciencia, y mientras hacía tiempo, aproveché para observarla: efectivamente, parecía más joven. Un gato negro la acompañaba y, sí, ¡tenía los ojos verdes! Pero ello no significaba nada. Estaba enfrascada en la lectura. Desde mi posición, no era capaz de leer el título del libro que sujetaba entre sus manos.

Pasado un tiempo, el sueño la venció. Comenzó a dar cabezadas contra la butaca, hasta que se quedó dormida por completo. Pensé que tal vez no se decidiera a irse a la cama, así que entré a buscar nuestro legado.

Traspasé con soltura el cristal y apacigüé al gato, que, atento a cualquier movimiento, sí me había visto llegar. Después, me lancé a la caza y captura del manuscrito. No parecía sencillo dar con él entre tanto libro. Por otra parte, tenía infinidad de volúmenes sobre el mundo
feérico
. Era un hecho cierto que le interesaba el tema. Como yo no había visto nunca el tratado en cuestión, hube de emplear mi capacidad clarividente para hallarlo. La muy ladina lo había ocultado detrás de un falso fondo sito en una cómoda. Debía ser consciente de su valor. Lo tomé temblorosamente entre mis manos. Sólo me entretuve lo justo para leer el título:
Tratado de la muy noble y leal estirpe feérica sobre la mágica noche de San Juan
.

Debo reconocer que sentí un escalofrío. ¡Un libro escrito por hadas!... La idea de leerlo me seducía. Allí, escondida entre sus páginas, podía hallarse la solución a mis quebraderos de cabeza por la ceguera de Jaime.

Antes de marcharme, volví la cabeza para echar un último vistazo a la dama. Se había despertado y me miraba fijamente. Estaba segura de que podía verme, pero no hizo absolutamente nada por detenerme y/o recuperar el libro, ni un movimiento hostil. Se dedicaba a observarme, como quien presencia una aparición espectral. La verdad, me dio un poco de pena quitárselo de aquella manera, pero a fin de cuentas tampoco era suyo. Me pertenecía más a mí que a ella. Juzgué que esa casa, debido a la personalidad de su deuña, podía ser un buen lugar para ocultar un secreto.

Me marché envuelta en el viento refrescante de la noche. Deseaba comenzar la lectura de aquel manuscrito cuanto antes. Ya en la cueva, a la luz de la hoguera, lo examiné con atención. Desprendía un olor vetusto.

Sus primeras líneas, que venían a explicar la misma existencia del tratado, decían así:

«
Nunca creímos que nos veríamos en la obligación de tener que plasmar nuestros secretos en un libro. Pero en pleno Tiempo del Florecimiento, nuestro mundo se encuentra en grave amenaza. Desde que se escribiera el denominado
Tratado contra las hadas
[48]
,
es posible que no sobrevivamos mucho más. Quizás, haya llegado el terrible "siglo invisible". Si alguna de nosotras lograse perpetuar la especie, los conocimientos aquí descritos les serían de vital importancia, a ella y sus descendientes. De ahí, la arriesgada decisión del Consejo Feérico...
»

Estaba sorprendida... Nuestras antepasadas creyeron estar, en cierto momento histórico, en peligro de extinción. Tampoco sabía que hubiese existido un Consejo capaz de legislar nuestros designios. ¡Todo había cambiado tanto...!

Pasé toda la noche estudiando el manuscrito y, en particular, aquellos capítulos que hacían alusiones a la noche de San Juan; se referían a ella como «La Gran Noche». También era corriente la cita de refranes relativos a ese día, como el que sentencia: «El Sol de San Juan quita el reuma y alivia el mal.».

De todo lo allí descrito, se desprendía que aquella mágica fecha era propicia para realizar toda clase de peticiones, experimentos y anhelos, siempre y cuando se supiese cómo ejecutarlos. Al parecer, su coincidencia con el solsticio de verano era el momento ideal para aprovechar las energías transformadoras del planeta, para equilibrar los megalitos, para que las encantadas encontrasen marido humano, para limpiar las energías negativas y para tantas otras cosas... Lo que a mí me interesaba era la relación de la noche de San Juan con la sanación de las enfermedades y otros trastornos.

Señalaba el tratado:

Si por San Juan quieres pedir,

a tres ritos te has de rendir,

agua, fuego y vegetal;

a ellos has de acudir,

con prontitud y buen hacer;

tu solicitud verás cumplir.

Con estas claves, pronto comprendí que el tipo de rito que debía efectuar tenía que ver con lo «vegetal». Es decir, con las hierbas. Las ceremonias que tienen que ver con las plantas —según explicaba el tratado— están indicadas no tanto por las propiedades de las hierbas escogidas, sino más bien por el momento de la recolección de éstas. El manuscrito era muy esclarecedor cuando se refería a ello:

Para todo mal...

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