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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, Infantil y Juvenil

Diario de un Hada (2 page)

BOOK: Diario de un Hada
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Los cardenales, que en principio achaqué a la colisión, en realidad eran como pequeños pellizcos, y se encontraban dispersos por todo mi cuerpo. Pero no habían sido producidos por el choque
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, aunque en ese momento yo lo creí así.

Quizá fuese toda una pesadilla, un mal sueño, al menos eso supliqué, aunque lo único cierto es que estaba tirada en medio del campo, desnuda, apaleada, en una carretera por la que no transitaban vehículos, muerta de frío y hambre y sin saber qué hacer o adonde dirigirme. ¡Traumático!

El caso es que algo debía hacer, y aunque me daba mucha vergüenza andar de esa guisa, tomé unas hojas secas que había por la zona y, cubriéndome lo mejor que pude, eché a andar por donde yo creía que había venido la noche anterior, a ver si localizaba la finca de los padres de Ricardo o una carretera principal. Y anduve tanto que empecé a desfallecer. La finca no se veía por parte alguna y me entraron ganas de echarme a llorar. Entonces reparé en que no lo había hecho desde hacía mucho tiempo... ¡Llevaba años sin derramar una sola lágrima! Me senté sobre una roca y dejé fluir todo el caudal que llevaba en mi interior, toda la rabia, el rencor, el miedo, el odio, la indiferencia, la envidia, la indolencia, la impotencia..., todo lo negativo. Estuve sobre la peña llorando durante varias horas. Había dejado de sentir vergüenza a causa de mi desnude, y tampoco tenía hambre ni frío.

Al atardecer, me armé de valor y continué mi camino en busca de la carretera principal; después de mucho andar, ahí estaba. ¡Sí! ¡Por fin! Ya veía los coches transitar por ella a toda velocidad... Debía dar parte de lo ocurrido, del accidente, de mi robo y de mi posible violación. Así que, tal cual vine a este mundo, me puse a hacer autostop, pero por increíble que parezca ¡nadie paró!

¡Será posible tanto desaprensivo!, pensé en mi interior. Ven a una mujer desnuda en medio de la carretera ¿y no son capaces de detenerse? Pero ¿en qué mundo vivimos? Me sorprendía sobre todo el hecho de que yo estaba desnuda...; aunque fuera por curiosidad, ¡leñe! Ni por ésas; ni un mísero vehículo se detuvo...

En fin, que no me lo pensé dos veces y me planté en medio de la carretera. Si no se detenían por las buenas, lo harían por las malas... Y aquí es cuando experimenté la mayor angustia de todas cuantas había sentido a lo largo de mi vida como humana: un camión venía hacia mí; no parecía tener intención de frenar. ¡Y no lo hizo! Atravesó mi cuerpo como si yo no estuviese allí. El vehículo que iba detrás obró de igual forma. ¡Seguía viva! ¿Qué estaba pasando? Una de dos, o ellos no me veían o yo no estaba en aquel lugar. ¿Estaría muerta y no me habría dado cuenta? Antes del siniestro, nunca me planteé la posibilidad de que hubiese vida después de la muerte... Ahora me lo cuestionaba seriamente. Pero no habría imaginado que fuese de este modo tan sórdido...

¿Qué hacer? En esos momentos no era capaz de pensar con mucha claridad. Las ideas no fluían en mi mente de forma ordenada y como si un autómata fuese me dirigí de nuevo al punto de origen, al lugar del accidente. No sé por qué actué así, pero era como si yo ya no fuese dueña de mis actos, como si alguien —y esta vez de verdad— dictase mis pasos hacia aquel punto. Los deseos que había experimentado de regresar cuanto antes a la «civilización» se desvanecieron y sentí en cambio la llamada del bosque... Como un potente imán me pedía a gritos que fuese hacia él. Mi cuerpo obedeció, y a pesar de los muchos kilómetros que debía llevar encima, no sentía cansancio, sólo una placidez y un bienestar que fueron creciendo en mi interior.

Y llegó la noche, mi primera noche al aire libre, y alcancé —no sé por qué extraño mecanismo— el punto de la colisión; me tumbé en el suelo al lado del roble
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... y ¿cómo sabía que era un roble? Pues no lo sé, pero estaba segura de ello y aprendería otras muchas cosas más adelante, por ciencia infusa. Descansé como no lo había hecho nunca anteriormente... El ulular de los búhos y el movimiento de los matorrales producido por la suave brisa reinante fueron mi canción de cuna. Mi canción consoladora. Intuía que ya nada sería igual para mí. Y esta vez no me equivocaba.

En el día de la amapola

D
esperté... No sé qué hora sería ni me importaba

Aunque aún me hallaba desconcertada, mi estado no era tan lamentable como antes de dormirme. Sí, es cierto, seguía desnuda, magullada y desorientada. Pero por extraño que parezca, ya no sentía la necesidad imperiosa de volver a mi casa, ni al trabajo, ni de buscar ayuda. No, al menos, el socorro que se espera en estos casos.

Sin pensarlo dos veces, me levanté y me abracé al roble que me había dado cobijo la noche anterior. Ignoro por qué motivo lo hice, sólo experimenté una necesidad imperiosa de transmitirle la vida que él me había aportado durante la noche... Y el viejo árbol me lo agradeció con un sonido parecido al crepitar de las castañas en el fuego.

Probablemente estaréis pensando que lo que en realidad me estaba sucediendo era que me había quedado trastornada por todos los acontecimientos que me habían acaecido en los últimos días, pero puedo aseguraros que me encontraba mejor que nunca... Posiblemente, mejor que vosotros en estos momentos, mejor que cualquier otra criatura de la naturaleza. Simple y llanamente me había enamorado del bosque
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...; claro que para un humano esto es algo impensable, y ya sabéis por qué lo sé... Antes, yo era de esas personas que arrojan colillas encendidas por las ventanillas de esos monstruos de hierro que llamáis vehículos. No frecuentaba mucho el campo, pero cuando lo hacía me sentía mareada, como si me faltase el aire... ¡Qué ironía! Y al regresar a la gran ciudad, dejaba tras de mí un rastro inconfundible de la presencia de los humanos: colillas, papeles, plásticos, latas vacías y otros tantos desperdicios que vosotros llamáis comida.

¿Os habéis parado a pensar por qué las avispas y abejas siempre se empeñan en meterse en las latas de los refrescos? Seguramente, argumentéis que los insectos quedan suyugados por el azúcar... ¡Pues sabed que lo hacen para que os larguéis cuanto antes de sus dominios! Algunos de vosotros, viendo que no podéis terminar el refresco en paz, los apresáis en su interior y ellos prefieren morir en acto de servicio que de alguna otra manera.

Pero bueno, no quiero desviarme de la cuestión principal, y es que quería tan sólo mostraros un ejemplo de las cosas que suceden a vuestro alrededor, en las que ni tan siquiera reparáis.

El caso es que al igual que sentí una necesidad imperiosa de abrazarme al roble, observé el mismo deseo de buscar un río donde poder lavarme a conciencia
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. Y aunque de nuevo pueda pareceros extraño, sabía perfectamente qué dirección debía tomar. Es complicado de explicar; era como si de la noche a la mañana —y nunca mejor dicho— hubiese adquirido una serie de conocimientos que «alguien» me hubiese inculcado a raíz del accidente. Había oído hablar muy vagamente, acaso en algún programa de televisión, de esas personas que sostienen haber sido secuestradas por extraterrestres
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y que al regesar insisten en que les han colocado un aparato en la cabeza, mediante el cual les dictaban lo que deben hacer... Pues a mí me sucedía algo similar, sólo que en mis circunstancias sabía que nada de lo que me estaba ocurriendo tenía que ver con esas «entidades»..., como más tarde comprobaría.

El caso es que sabía que el río no se encontraba cerca, así que me dirigí hacia él a campo traviesa, y pasé por varias granjas en las que los trabajadores desempeñaban sus labores. Quise comprobar nuevamente si eran capaces de verme y les saludé con grandes aspavientos desde la lejanía. ¡Ni caso! Me acerqué más y me planté delante de las narices de uno de los granjeros, un hombre que aparentaba unos sesenta y cinco años. Iba vestido con un mono vaquero que le venía grande, llevaba unas botas negras de agua y un sombrero de paja.

Llegué a creer que me había visto porque se detuvo en seco ante mi presencia. Pero sólo lo hizo —por su expresión como si hubiese recordado algo importante— para acabar volviéndose y gritar: «Juana, ¡no te olvides de la leche!».

«¡Leche
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! —pensé—. ¡Qué rica! ¡Si pudiese tomar tan sólo un poco!». Debo aclarar que cuando era humana siempre odié este alimento... ¿Por qué me apetecía tanto ahora? Era como si me motivaran los instintos, me había vuelto más primitiva, más simple, pero también más sensible y emotiva.

Lo cierto es que, en vista de que nadie parecía verme, me dirigí hacia donde se encontraba la señora Juana... Allí estaba ella, ordeñando las vacas. A su lado había varios cubos rebosantes de este delicioso elixir... y a pesar de que lo que me pedía el cuerpo era abalanzarme sobre el preciado líquido, esperé a que terminase. Cuando lo hizo, tomó dos de los cubos y salió con ellos del establo camino de la casa. Nada más salir, me acerqué a uno de los cubos restantes y, con una avaricia descomunal, me lo bebí casi de un solo trago, derramándose por los bordes del cubo ríos de leche, que cayeron al suelo y sobre mi cuerpo. La señora Juana estaba al llegar, así que deposité el cubo casi vacío en el lugar donde lo había encontrado.

La aldeana pareció sorprenderse y exclamó en voz alta: «¡Ya se me ha bebido la leche el perro!
¡Lucero!, ¡Lucero!
¡Verás cuando te agarre la somanta de palos que te vas a llevar!».

Salí tranquilamente del establo. Eso sí, un poco preocupada por
Lucero
... Pero es que a veces los elementales obramos así. Va con nuestra naturaleza y no lo podemos evitar. Y los humanos, como veis, recibís pequeñas muestras de nuestra existencia, pero no sois capaces de interpretarlas en su justa medida. Y lo entiendo, yo tampoco pensé jamás que las hadas existiesen hasta que me tocó en suerte este camino. Es más, nunca me había planteado su posible conviencia con los humanos. Era un tema que ni siquiera me interesaba. Aunque debo reconocer que pocas cosas me atraían realmente, excepto las materiales, claro.

Seguí mi camino hasta llegar al río. Una vez allí me llené de gozo y satisfacción al comprobar el suave fluir de las aguas y la vida que el río llevaba en su seno. Podía sentir la presencia de los peces, de los pequeños musgos, de los cangrejos y de otras formas de vida aún más microscópicas a distancia, sin verlas. Ya sé que suena raro pero en realidad me venía sucediendo desde que emprendiera camino hacia el río, ¡el bosque estaba lleno de vida! Y yo podía percibirla, sentirla y hasta acariciarla. Sentía que era parte de esa vida, parte del bosque, una criatura más entre todas las que moraban allí. El bosque era mío... y yo era del bosque.

Sin embargo, aún debía conservar algo de mi naturaleza humana porque cuando me acerqué a la orilla del río y vi por vez primera mi rostro reflejado en las cristalinas aguas, lo primero que hice fue darme la vuelta, ya que la imagen que recibía no se correspondía en nada con el físico que me había visto crecer.

Creí que había una joven rubia y muy hermosa detrás de mí, pero me equivocaba. ¡Era yo! Había experimentado una metamorfosis completa, y esto es lo que más me sorprendía porque no podía comprender (y aún hoy no lo acabo de entender, pese a las explicaciones que algunas hadas me han dado al respecto) cómo era posible.

Mi actual físico era bastante más hermoso; ya no tenía el pelo rojo, sino rubio, largo y fino, sedoso y brillante como los rayos del sol. Era más alta, mediría casi un metro ochenta. Mi cuerpo estaba mejor formado. La expresión de mi cara no era la misma, los gestos parecían haberse dulcificado dejando atrás todas las tensiones y preocupaciones que venía arrastrando desde hacía años. Mis ojos eran muy rasgados, como de gato, verdes como uvas, de una tonalidad que no había visto jamás ser humano alguno (luego sí volvería a verla en otras hadas porque casi todas tenemos los ojos de este color. Es como una especie de distintivo entre nosotras). Pero la expresión de los ojos tenía algo que yo no reconocía como de mi propiedad. Si bien poseía una mirada atrayente, había algo en ella que a más de uno de vosotros os hubiera hecho desconfiar. Algo desconcertante, bello pero inquietante; la definición correcta sería «no humano»... Pero es que yo todavía no entendía que ya no lo era, y sentí, a qué negarlo, cierto resquemor. ¿En qué me había transformado y por qué? Muchas eran las preguntas que se agolpaban en mi interior, pero preferí dejarlas sin contestar hasta después de darme un refrescante, saludable y necesario baño.

A medida que iba introduciéndome en las aguas, iba notando que me llenaba de energía, de vida, de fuerzas renovadas... No sé si me expreso bien, pero la mejor comparación que se me ocurre es cuando vosotros recargáis las pilas de una radio y podéis sentir con mayor fuerza la música. Sólo que en este caso yo era la «radio». Sentí como si toda la vitalidad perdida, todos los sinsabores de los días pasados (de los que empezaba cada vez a tener un recuerdo más vago) y todo el miedo acumulado se diluyeran en las aguas y fluyeran río abajo perdiéndose para siempre. No, definitivamente no podía estar muerta...

En el día del pez

I
ntento que estas líneas posean el orden correspondiente, al menos en la consecución de los hechos de mi vida feérica, aunque podría hablaros de lo que sucedió hace unos instantes y estaría todo concatenado con lo acontecido tras el «accidente», pero no os resultaría comprensible. Lo que quiero que entendáis es que aquello que llamáis tiempo no es más que una línea cuyos extremos se tocan. Os pondré un ejemplo.

En una ocasión, un hada me relató un episodio referido a un humano... Estos cuentos son vistos por nosotras como si de leyendas se tratasen. Ya sé que sois vosotros quienes creéis que los personajes legendarios somos los seres elementales, pero es que a la mayoría de las hadas nos ocurre exactamente lo mismo (sobre todo a aquellas que nunca fueron humanas y que os temen).

No quiero desviarme de la historia de este hombre llamado abad Virila, que residía en Navarra, donde se encuentran comunidades nuestras repartidas en algunos puntos secretos... No puedo decir más.

Pero sí que este religioso vivía cerca del monasterio de Leyre (y ya estoy dando demasiados datos). Es una obsesión para las hadas que no lleguemos a ser localizadas, y somos extremadamente severas con las indiscreciones, como ya comprobaréis.

Esta persona estaba volcada en la vida monástica y en algo que llamáis Dios... (nuestro concepto de Dios es absolutamente distinto, aunque de ello hablaré en su momento), y deseaba llegar a conocer toda su infinitud. Para ello, según me contó esta hada que tenía como misión espiarle, vigilarle y cuidarle, se encaminaba todos los días desde el monasterio a través de un sendero trazado por él mismo hasta una roca, que tiene un nombre
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que me está vedado revelar. Allí descansaba, se dirigía hasta un claro en el bosque cerca de un río y se pasaba gran parte del día meditando en busca de una señal de la infinitud de Dios.

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