Diario. Una novela (8 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Relato

BOOK: Diario. Una novela
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5 DE JULIO

En vuestra primera cita verdadera, tú y Misty ajustasteis un lienzo en el bastidor para ella.

Peter Wilmot y Misty Kleinman, en una cita, sentados entre las hierbas altas, en un solar grande y vacío. Las abejas y moscas estivales pululaban en torno a ellos. Sentados sobre una manta a cuadros que Misty había traído de su apartamento. A su caja de pinturas de madera descolorida y cubierta de barniz amarillento, con las esquinas metálicas y las bisagras casi negras de tan deslustradas, Misty le ha extendido las patas que forman un caballete.

Si ya te acuerdas de todo esto, sáltatelo.

Si te acuerdas, las hierbas eran tan altas que tuviste que pisotearlas para formar un nido bajo el sol.

Era el trimestre de primavera y en el campus todo el mundo parecía tener la misma idea. Tejer un reproductor de discos compactos o la unidad central de un ordenador usando nada más que palos y hierbas nativas. Trozos de raíces. Vainas de semillas. El aire olía a pegamento.

Nadie se dedicaba a ajustar lienzos y pintar paisajes. Porque no tenía nada de ingenioso. Pero Peter se sentó en aquella manta bajo el sol. Se abrió la chaqueta y se estiró de los bajos del jersey ancho. Y debajo del mismo, sobre su pecho y su barriga desnudos, había un lienzo en blanco grapado en torno a un bastidor.

En lugar de crema bronceadura, te habías pintado con carboncillo debajo de los ojos y en el puente de la nariz. Una cruz grande y negra en medio de tu cara.

Si estás leyendo esto ahora, llevas Dios sabe cuánto tiempo en coma. Lo último que debería hacer este diario es aburrirte.

Cuando Misty te preguntó por qué llevabas el lienzo debajo de la ropa, metido así debajo del jersey...

Peter dijo:

—Para asegurarme de que es el tamaño adecuado.

Eso dijiste.

Si te acuerdas, sabrás que estabas masticando un tallo de hierba. Recordarás el sabor. Los músculos de tu mandíbula grandes y tensos, primero a un lado y luego al otro, mientras ibas masticando. Con una mano escarbabas entre las hierbas y recogías trozos de grava o terrones.

Todas las amigas de Misty se dedicaban a tejer sus estúpidas hierbas. Para fabricar algún aparato que pareciera lo bastante real como para ser ingenioso. Y que no se desmontara. A menos que tuviera el aspecto genuino de un sistema de entretenimiento de alta tecnología prehistórico real, la ironía no funcionaba.

Peter le dio el lienzo en blanco y le dijo:

—Pinta algo.

Y Misty dijo:

—Nadie pinta. Ya no lo hace nadie. Si alguien entre sus conocidos pintaba, usaba su propia sangre o su propio semen. Y pintaban sobre perros vivos de la perrera o sobre postres moldeados de gelatina, pero nunca sobre un lienzo.

Y Peter dijo:

—Apuesto a que tú todavía pintas sobre lienzo.

—¿Por qué? —dijo Misty—. ¿Por qué soy una retrasada? ¿Por qué no sé hacer nada mejor?

Y Peter dijo: —Tú pinta, joder.

Se suponía que tenían que haber superado el arte representativo.

Eso de hacer cuadros bonitos. Se suponía que debían aprender el sarcasmo visual. Misty decía que pagaban una matrícula demasiado alta para no practicar las técnicas de la ironía eficaz. Decía que las pinturas bonitas no enseñaban...

Y Peter dijo:

—Ni siquiera tenemos edad para comprar cerveza, ¿que se supone que le tenemos que enseñar al mundo? —Tumbado allí, de espaldas a su nido de hierbas, con el brazo debajo de la cabeza, Peter dijo—: Todos los esfuerzos del mundo no importan si no estás inspirado.

En caso de que no te dieras cuenta, hostia, pedazo de bobo, Misty quería realmente caerte bien. Solamente para que conste en acta: su vestido, sus sandalias y su sombrero blando de paja, se lo había puesto todo para ti. Si le hubieras tocado el pelo para algo, le habría crujido de tanta laca que llevaba.

Llevaba tanta colonia Windsong que atraía a las abejas.

Y Peter le puso el lienzo en blanco en su caballete. Y dijo: —Maura Kincaid nunca fue a la puta facultad de bellas artes. —Escupió un salivazo verde, cogió otro tallo de hierba y se lo metió en la boca. Con la lengua manchada de verde, dijo—: Apuesto a que si pintaras lo que tienes en el corazón, lo podrías colgar en un museo.

Lo que tenía en el corazón, le dijo Misty, no eran más que chorradas.

Y Peter se la quedó mirando. Dijo:

—Pues ¿qué sentido tiene pintar algo que no amas? Lo que ella amaba, le dijo Misty, nunca se vendería. La gente no lo compraría.

Y Peter dijo:

—Tal vez te sorprenderías.

Aquella era la teoría de Peter sobre la expresión personal. Sobre la paradoja de ser un artista profesional. El hecho de que nos pasamos la vida intentando expresarnos bien pero no tenemos nada que decir.

Queremos que la creatividad sea un sistema de causa y efecto. Resultados. Producto vendible. Queremos que la dedicación y la disciplina equivalgan al reconocimiento y la recompensa. Entramos en la rutina de la facultad de bellas artes, de nuestro programa de posgrado, y practicamos, practicamos, practicamos. No tenemos nada que documentar con nuestras excelentes habilidades. De acuerdo con Peter, nada nos cabrea más que el hecho de que un drogadicto, un vago total o un pervertido baboso creen una obra maestra. Como si fuera un accidente.

Algún idiota que no tiene miedo de decir qué es lo que ama.

—Platón —dice Peter, y gira la cabeza para soltar un salivazo verde entre las hierbas—. Platón dijo: «Aquel que se acerque al templo de las Musas sin inspiración, creyendo que la mera técnica basta, será siempre un ladrón y su poesía será eclipsada por los cantos de los maníacos».

Se metió otra hierba en la boca, la masticó y dijo:

—Así pues, ¿qué es lo que convierte en maníaca a Misty Kleinman?

Sus casas de fantasía y sus calles adoquinadas. Sus gaviotas volando en círculos sobre las barcas de los pescadores de ostras cuando estos regresan de los bancos que ella no ha visto nunca. Los maceteros de las ventanas abarrotados de dragones y zinnias. Ni en cofia iba a pintar toda aquella mierda.

—Maura Kincaid —dice Peter— no cogió un pincel hasta que tenía cuarenta y un años. —Empezó a sacar pinceles de la caja de madera descolorida y a retorcerles la punta para afilarlos—. Se casó con un carpintero de toda la vida de la isla de Waytansea y tuvieron un par de hijos.

Sacó los tubos de pintura de Misty y los puso junto a los pinceles, sobre la manta.

—No fue hasta que murió su marido —dijo Peter—. Entonces Maura enfermó muchísimo, de tuberculosis o algo parecido. En aquella época, si tenías cuarenta y un años ya eras una mujer mayor.

Hasta que murió uno de sus hijos, le contó, Maura Kincaid jamás había pintado un cuadro. Y dijo:

—Tal vez la gente tiene que sufrir de verdad antes de poder arriesgarse a hacer lo que aman.

Tú le dijiste todo esto a Misty.

Le dijiste que Miguel Ángel era un maníaco-depresivo que se retrató a sí mismo como mártir flagelado en su cuadro. Que Henri Matisse dejó la abogacía por una apendicitis. Que Robert Schumann solamente empezó a componer después de que se le paralizara la mano derecha y eso terminara con su carrera de concertista de piano.

Mientras decías esto te estabas hurgando el bolsillo. Intentando sacar algo.

Hablaste de Nietzsche y de su sífilis terciaria. De Mozart y su uremia. De Paul Klee y el escleroderma que le encogió las articulaciones y los músculos hasta matarlo. De Frida Kahlo y la espina bífida que le llenaba las piernas de llagas sangrantes. De lord Byron y su pie deforme. De las hermanas Bronté y su tuberculosis. De Mark Rothko y su suicidio. De Flannery O'Connor y su lupus. La inspiración necesita enfermedad, heridas y locura.

—De acuerdo con Thomas Mann —dijo Peter—, los grandes artistas son grandes inválidos.

Y pusiste algo sobre la manta. Allí, entre los tubos de pintura y los pinceles, dejaste un broche enorme de estrás. Con un diámetro tan grande como el de un dólar de plata, era un broche de cristales de color claro, espejitos pulimentados en una rueda de color amarillo y anaranjado, todos mellados y empañados. Allí encima de la manta a cuadros, el broche parecía hacer estallar la luz del sol en forma de chispas. El metal era de color gris deslustrado y engarzaba los cristales de estrás con unos dedos diminutos y afilados.

Peter dijo:

—¿Estás oyendo algo de esto?

Y Misty cogió el broche. El destello se reflejó directamente en sus ojos y la dejó cegada, deslumbrada. Desconectada de todo lo que había allí, del sol y de las hierbas.

—Es para ti —dijo Peter—. Para que te inspires. El reflejo de Misty roto en una docena de fragmentos en cada uno de los cristales de estrás. Un millar de caras diminutas. Misty le dijo a los colores que le brillaban en la mano:

—Y dime, ¿cómo murió el marido de Maura Kincaid?

Y Peter, con los dientes verdes, soltó un salivazo verde entre las hierbas altas que los rodeaban. Con la cruz negra en la cara. Se lamió los labios verdes con la lengua verde y dijo:

—Asesinado —dijo Peter—. Lo asesinaron.

Y Misty empezó a pintar.

6 DE JULIO

Solamente para que conste en acta, la biblioteca vieja y roñosa con el papel de las paredes arrancado en todas las juntas y las moscas muertas dentro de todas las lámparas de cristal glaseado blanco del techo, todo lo que recuerdas, sigue aquí. Si es que te acuerdas. El mismo globo del mundo gastado y descolorido hasta acabar siendo del color de la sopa. Con los continentes grabados en lugares como Prusia o el Congo belga. Todavía tienen el letrero enmarcado que dice: «Todo el que sea sorprendido pintarrajeando en los libros será denunciado». La vieja señora Terrymore, la bibliotecaria, viste los mismos trajes de tweed, pero ahora lleva una chapa en la solapa tan grande como su cara que dice: «¡Consiga un futuro nuevo con Owens Landing Financial Services!».

Si no entiendes algo, puedes hacer que signifique cualquier cosa.

La isla está llena de gente que lleva chapas o camisetas con esa clase de mensajes publicitarios. Si las llevan en público les dan algún pequeño premio o recompensa en metálico. Convierten sus cuerpos en vallas publicitarias. Llevan gorras de béisbol con números telefónicos gratuitos.

Tabbi está aquí, acompañada por Misty, buscando libros sobre caballos e insectos que la maestra quiere que lea antes de empezar séptimo curso este verano.

Nada de ordenadores. La ausencia de conexiones a internet o de terminales de bases de datos significa nada de veraneantes. Nada de capucemos. No se pueden ver cintas de vídeo ni DVD. No se puede hablar más que en susurros. Tabbi está en la sección infantil y tu mujer está en su propio coma personal: la sección de los libros de arte.

Lo que te enseñan en la facultad de bellas artes es que los famosos antiguos maestros como Rembrandt, Caravaggio y Van Eyck no hacían más que calcar. Que dibujaban de la forma en que la maestra no dejaba dibujar a Tabbi. Que Hans Holbein y Diego Velázquez se sentaban bajo un toldo de terciopelo en la oscuridad sin formas y dibujaban el mundo exterior que resplandecía a través de una lente diminuta. O que rebotaba en un espejo curvado. O que como una cámara microscópica, simplemente se proyectaba dentro de su sala a oscuras a través de un agujerito diminuto. Así proyectaban el mundo exterior sobre la pantalla de su lienzo. Canaletto, Gainsborough y Vermeer se pasaban horas enteras o días enteros a oscuras y calcaban el edificio o el modelo desnudo que había afuera, bajo la luz del sol. A veces incluso pintaban los colores directamente encima de los colores proyectados, copiando el brillo de la tela tal como caía en los pliegues proyectados. Pintaban un retrato exacto en una sola tarde.

Solamente para que conste en acta, en latín
camera obscura
quiere decir «sala a oscuras».

Donde la línea de montaje confluye con la obra maestra. Una cámara que usa pintura en lugar de óxido de plata. Lienzo en lugar de película.

Se pasan toda la mañana en la biblioteca, y en un momento dado Tabbi se dirige a su madre. Sostiene un libro abierto en las manos y le dice:

—¿Mamá? —Sin levantarla nariz de la página, le dice a Misty—: ¿Sabías que hace falta un fuego de por lo menos novecientos grados centígrados ardiendo durante siete horas para consumir un cuerpo humano normal?

El libro tiene fotos en blanco y negro de víctimas del fuego encogidas en la «posición del púgil», con los brazos calcinados doblados delante de la cara. Las manos cerradas en forma de puños y cocidas por el calor del fuego. Boxeadores negros chamuscados. El libro se llama
Cinco investigaciones forenses
.

Solamente para que conste en acta, el parte meteorológico de hoy anuncia asco nervioso con aprensión vacilante.

La señora Terrymore levanta la vista de su mostrador. Misty le dice a Tabbi:

—Déjalo donde estaba.

Hoy en la biblioteca, en la sección de arte, tu mujer está hojeando libros al azar en la estantería de referencia. Abre un libro cualquiera y el libro explica que cuando un artista usaba un espejo para proyectar una imagen sobre un lienzo, esa imagen quedaba invertida. Por eso hay tanta gente zurda en los cuadros de los maestros antiguos. Cuando usaban una lente la imagen quedaba cabeza abajo. No importaba cómo la vieran ellos, la imagen estaba distorsionada. En aquel libro, un viejo grabado mostraba a un artista calcando una proyección. Al otro lado de la página alguien había escrito: «Esto se puede hacer con la mente».

Por eso cantan los pájaros, para marcar su territorio. Por eso mean los perros.

Igual que la inscripción de debajo de la mesa del Comedor de Madera y Oro, el mensaje post mórtem de Maura Kincaid: «Elige cualquier libro de la biblioteca», escribió.

Su efecto perdurable a lápiz. Su inmortalidad de fabricación casera.

El nuevo mensaje está firmado: «Constance Burton».

Misty saca otro libro al azar y deja que se abra. Trata del artista Charles Meryon, un brillante grabador francés que se volvió esquizofrénico y murió en un manicomio. Hay un grabado del Ministerio de la Marina francés, un edificio clásico de piedra con una hilera de altas columnas estriadas delante, y la imagen del grabado parece perfecta hasta que uno repara en un enjambre de monstruos bajando del cielo.

Y escrito a lápiz encima de los monstruos y al otro lado de las nubes, pone: «Somos su cebo y su trampa». Firmado: «Maura Kincaid".

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