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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos

BOOK: Donde se alzan los tronos
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A la muerte de Carlos II, los Borbones consiguen hacerse con el trono de España y colocan a la cabeza al Duque de Anjou, que se convertirá en Felipe V. El nuevo rey tiene apenas diecisiete años, es un joven tímido y abúlico. Consciente del riesgo que supone dejar el imperio en manos de alguien tan inexperto, su abuelo, el gran Luis XIV de Francia, encomienda a la princesa de los Ursinos la labor de proteger, dirigir y vigilar al soberano y a su esposa, la pequeña María Luisa de Saboya. Mariana de Trémoille, princesa de los Ursinos, es pues nombrada Camarera Mayor de la reina. Durante los catorce años que permanece en Palacio, este fascinante personaje conseguirá manipular y dirigir los designios reales como asesora del Rey, convirtiéndose en uno de los personajes más decisivos de la política española de la época.Una magnífica novela histórica de vanidad, ambición y poder, con la Guerra de Sucesión como telón de fondo.

Ángeles Caso

Donde se alzan los tronos

ePUB v1.1

AlexAinhoa
19.09.12

Título original:
Donde se alzan los tronos

@Ángeles Caso, 2012.

© Editorial Planeta, S. A., 2012

Traducción: Ángeles Caso

ISBN: 978-84-08-02134-6 (epub)

Diseño/retoque portada: Cristina Reche y José Luis Merino

Editor original: AlexAinhoa (v1.0 - v1.1)

Corrección de erratas: Rubstan

ePub base v2.0

Para Concha García Campoy, Javier Loza, Maite Bandera

y María Escario, mis cuatro amigos tan magníficamente

poderosos. Su fuerza y su valentía me acompañaron

cada hora mientras escribía este libro.

Aviso para posibles lectores

Esto es una novela. O sea, ficción. Está basada en hechos y personajes reales, pero no todo lo que se cuenta en ella sucedió. Al menos, no de la misma manera. Curiosamente, es posible que algunas de las escenas que parezcan más exageradas hayan sido verdad. La vida contiene a menudo dentro de sí tanto absurdo como la mejor de las comedias. Y algunas vidas en concreto superan la imaginación más desbordante. Creo que las que aquí se recogen son de ese género.

Igual que todas las novelas, la ambición de ésta no tiene límites: intenta iluminar el Mundo. No los mundos concretos de las cortes de España y de Francia a principios del siglo XVIII, sino el Mundo, así, con mayúsculas. Lo que quiero decir es que no trata de Felipe V y la Princesa de los Ursinos y Luis XIV y todo lo demás, sino del poder. De una determinada manera de ejercer el poder. Demasiado común para mi gusto. Casi todo lo que sucede a partir de esta página, en Versalles o en el Alcázar madrileño, puede que esté sucediendo ahora mismo en un despacho de Washington, de Bruselas, o de Zamora (es un decir). Me temo que, en ciertas cosas, las personas no hemos cambiado mucho desde el origen de los tiempos. Y, como afirma el famoso refrán, el ser humano y el burro son los únicos animales que tropiezan dos veces —o un millón— en la misma piedra. Aunque, según me aseguran mis amigos científicos, lo del burro aún no ha sido probado.

Aquí yacen los señores Gutierre de Monroy y Doña Constanza de Anaya, su mujer, a los cuales dé Dios tanta parte del Cielo como por sus personas y linajes merecían de la tierra.

Sepulcro en la Catedral Vieja de Salamanca

No había nada sobre él ni debajo de él, y yo lo sabía. Se había desprendido de la tierra a puntapiés. ¡Maldito sea! Había hecho añicos la tierra misma a puntapiés.

JOSEPH CONRAD,
El corazón de las tinieblas

El hombre que puede, es Rey.

THOMAS CARLYLE

Capítulo I

Miserere mei, Deus…

Las voces de los monjes sonaban lejanas, como si las ensordeciera una lluvia de trigo que cayera misericordioso y opaco desde el cielo. El Aposentador Mayor de Palacio había decidido que no debían bajar al Panteón para que al salir no interrumpiesen con el ruido de sus sandalias las reflexiones de Su Majestad. Así que se habían quedado en lo alto de la escalera, y se veían obligados a gritar a voz en cuello para que abajo pudieran oírlos.

… et peccatum meum contra me est semper…

Aquello no era suplicarle humildemente perdón a Dios como se suponía que debían hacer, aquello era exigírselo con la espada en alto, pensaba fray Carpóforo, y un sudor frío le corría por la espalda imaginándose el enfado que debía de tener Dios en aquel momento. «No es culpa mía, Señor», musitaba el hermano en los instantes de silencio, a pesar de los codazos que le daba fray Atilano, su vecino de la izquierda, empeñado en hacerle callar.

… malum coram te feci…
,

chilló con todo su vozarrón fray Carpóforo, y en ese mismo momento decidió que pasaría la noche en la basílica, echado boca abajo sobre el suelo helador con los brazos en cruz, igual que había hecho muchos años atrás, aquella vez en que había espiado a la Reina y a sus azafatas mientras jugaban a las prendas en uno de los patios y había sentido el deseo agarrársele a las venas ante la maligna visión de las carnes blancas y los labios rojos y las risas cantarinas que parecían carcajadas de ángeles endemoniados.


et in peccatis concepit me mater mea…

Claro que de aquello hacía mucho, mucho tiempo, y él era joven y además hacía calor. Ahora estaban en marzo, y al día siguiente estaría enfermo del frío que iba a pasar tirado allí toda la noche, y a lo mejor hasta se moría, pero si se moría, por lo menos Dios tendría que saber que no estaba gritando aposta. «Yo no te exijo nada, Padre mío —musitó—, es que nos han mandado que lo hagamos así. Puede que el Rey esté sordo además de todo lo otro, pero no es culpa mía, Señor», dijo en voz alta, y fray Atilano le pegó un codazo tan fuerte en la cintura que estuvo a punto de chillar. Reaccionó sin embargo a tiempo y le dio a su vez un golpe en la mandíbula, alzando el brazo como si fuera un martillo.

… cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies…

Fray Atilano trastabilló y empujó de paso a Mateíllo, que estuvo a punto de caerse por la profunda escalera iluminada de teas. Mateíllo poseía la mejor de las voces blancas de la Capilla del monasterio. Cantaba como un pájaro, con tanta belleza como inconsciencia, pero aquél no era su mejor día. No había comido nada en toda la mañana. La madre había amanecido llena de moratones y de muy mal humor tras la paliza que le había propinado su marido la noche anterior. Así que le había echado a sopapos de la casa, muy temprano y sin un miserable pedazo de pan. Desde entonces había estado rodando por el pueblo, muerto de frío y de hambre, hasta que oyó las campanas tocando el ángelus y echó a correr hacia el monasterio para incorporarse, como le habían mandado, al coro. Pero ahora, mientras dejaba volar por el aire su hermosa voz transparente, le sonaban las tripas sin parar y sólo podía pensar en las gachas calentitas que iban a darle los monjes cuando terminase el
Miserere
, ya, enseguida, dentro de tan sólo unos momentos…


ut ædificentur muri Ierusalem…

El resto de los críos atacó la segunda parte del penúltimo versículo, y él se lanzó a las florituras de su solo sobre
Ierusalem
con la misma ansia con la que habría devorado un pedazo de jabalí. Se detuvo un instante, respiró, mordió la nota sol y lanzó luego la garganta hacia el do sobreagudo, pero en ese momento notó que algo se le quebraba en el gaznate, y en vez de un trino de ruiseñor, lo que salió de su boca fue una especie de graznido de cuervo. Acabó como pudo el fraseo, rojo como un tomate, mientras sus compañeros se esforzaban por no reírse y el Padre Cantor, desde una esquina, le echaba miradas furibundas.

Mateíllo se sintió desolado: ya no le darían las gachas, y encima su madre le pegaría una buena paliza cuando se enterara. Pero de inmediato, una luz se le encendió en la cabeza: igual es que se iba a volver hombre, igual se le iba a poner un vozarrón hondo y recio como el de su padre y ya nadie podría castrarle, dejarle los testículos como un pellejillo y convertirlo en un capón para que siguiera honrando a Dios con voz de mujer.

Todo el mundo decía que, como las mujeres tenían prohibido cantar en las iglesias, los capones ganaban mucho dinero, y que los Reyes y los Duques los preferían a las cantantes en sus palacios. Si se dejaba hacer, podía llegar a ser muy rico y a tener una gran casa y una silla de manos. Pero a él le daba mucho miedo aquello del cuchillo y la sangre y el hierro ardiente para cicatrizar, y además no quería ser sólo medio hombre y que le saliera una ridícula vocecilla femenina cuando tuviera que reñir en una taberna o pegarle a su mujer por las noches. Al Padre Cantor, que llevaba años amenazándolo con la operación, se le había pasado el tiempo sin darse cuenta, y ya nadie podría martirizarlo. Mateíllo sonrió, se mordió el labio fuertemente y, antes de que el coro hubiera terminado su partitura y le empezasen a llover las bofetadas, echó a correr escaleras arriba hacia la basílica y luego a la calle.

… tunc imponent super altare tuum vitulos.

La última sílaba estaba todavía flotando en el aire, rebotando a lo largo de las paredes y esforzándose por alcanzar, aunque fuera debilitada, la cripta, cuando allá arriba se armó un revuelo: el Padre Cantor se abrió paso a empujones entre los niños y los frailes, sin ocuparse del final de la pieza, y salió corriendo detrás de aquel elemento que se había dispuesto a amargarle la vida. ¡Gallos! ¡No debía de haber cumplido aún los once años y ya soltaba gallos! Ya era demasiado tarde para la operación, se había quedado sin su mejor soprano y ahora tendría que volver a empezar con otro crío maleducado y hambriento. El deseo de venganza le hizo correr como si se hubiera vuelto loco a lo largo de toda la basílica: al menos, le daría una buena paliza antes de devolverlo a la miseria, el único lugar donde se merecía estar. Pero al alcanzar la puerta y salir al patio, agotado y a punto de asfixiarse, no lo vio por ninguna parte. Mateíllo se había desvanecido entre la multitud de carrozas, sillas, caballos y guardias del séquito del Rey, preparado para partir hacia Madrid en cuanto terminase el encuentro de Su Majestad con su padre. Y, en el monasterio de El Escorial, nunca más se supo de aquel ruiseñor cochambroso y frustrado, tras el cual se cerraron esa mañana las puertas de la gloriosa y sagrada Jerusalén.

Abajo, en la cripta, nadie se dio cuenta del pequeño drama musical que había tenido lugar en las alturas. Cada uno estaba a lo suyo. El Duque de Medina Sidonia, Mayordomo Mayor del Rey, se mantenía imperturbable detrás del sillón que le habían bajado al Monarca, rezando y mirando los sepulcros con los ojos muy abiertos mientras pensaba en el encuentro que tendría aquella noche con Catalina. Se iban a pelear. Estaba seguro de que se iban a pelear. Se había empeñado en que le regalase otro collar de oro, uno más, y él no estaba dispuesto. Tenía que pagar la dote de su hija, y no era el mejor momento para andar comprándole joyas a la querida. Al menos hasta que llegase la flota de Indias con más doblones para sus arcas. A ver cómo lo arreglaba, porque lo que no quería era quedarse sin aquel cuerpo macizo, aquellas caderas bailarinas bajo los pechos redondos y suaves como una paloma, toda aquella hermosura…

El Duque de Medina Sidonia se pasó la lengua por los labios pensando en la hermosura de su amante, y se le cayó de las manos el rosario, haciendo tal estrépito que el Cardenal y el Padre Abad levantaron asustados la cabeza e interrumpieron sus oraciones. El fraile, acostumbrado a pasar muchas horas de rodillas sobre el suelo, volvió de inmediato a sus
paternoster
. Pero Su Eminencia, a quien se le estaban quedando las piernas tan rígidas como el propio mármol, aprovechó la interrupción para alzarlas por unos instantes y cambiar ligeramente de posición. ¿Qué hora sería?, pensó. La apertura del sepulcro estaba durando mucho, y él le había prometido al Embajador francés que aquella noche cenarían juntos y le contaría todo lo que hubiese ocurrido.

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