Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte (8 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor

BOOK: Dos fantasías memorables. Un modelo para la muerte
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—Póngase usted en mi camiseta, señor Parodi, comprenda mi caso —susurró Marcelo N. Frogman, alias Caño Maestro—. Le juro por las termas de Cacheuta que esa serata los muchachos estábamos más contentos que si yo hubiera olido un queso. Bicicleta, que es un globero serio, pasó el dato, confirmado ratos después por Diente de Leche, que se atiene a repetir todas las milanesas de Bicicleta, que la misma noche del crimen el doctor Le Fanu se trasladaría de San Isidro a Retiro, so pretexto de ver en el cine Select Buen Orden la cintita patriótica que se obtuvo cuando el desfile de los gauchos en el Balneario. Compute usted a ojo de buen cubero nuestro entusiasmo: algunos con la mieditis de que los batilanas divulgaran que habíamos desertado todos a una de esa cita de honor, hasta proyectamos trasladarnos en masa al cine Buen Orden, que está a la vuelta, para ver de cerca al doctor Le Fanu viendo la cinta de los gauchos que, con el cebo de la producción Ufa
Gimnasia para el adulto de clase media
, la encajaban de contrabando como chasco de relleno, aunque más de uno levantaba una silbatina que si yo concurro pienso que los tenía alterados mi sobaquina. Claro que después pasó lo de siempre: el fantasma de la boletería bastó para enfriar los ánimos de los más, aunque otros se desacataron escudados en razones de peso: Diente de Leche, por carencia de una confirmación oficial de que el Trompa concurriría; Golpe de Furca, que es el carnero de la disciplina, porque lo encandiló el espejismo (presentado bajo el contorno atractivo de una invitación de cartón) que en las esquinas de Lope de Vega y Gaona distribuían cucharones de sémola al suertudo que se mandara su acto de presencia; Tortugo Viejo, alias Leonardo L. Loiácomo, porque un escorchador anónimo le confió por teléfono que el padre Gallegani firmaría en persona, desde un tranvía sin acoplado, especialmente fletado por la Curia Eclesiástica, un retrato postal del Negro Falucho. Yo mismo, para sacarme el lazo, aproveché que tenía que rumbear a San Isidro pedaleando como un Mono Pancho en mi Automoto. Pucha que el indio goza afeitando los ómnibus con la bicicleta y corriendo carreras con los nenes patinadores, que a las primeras de cambio lo dejan cola, sudando la gota gorda dentro de su ropita de abrigo. Yo ya estaba lustroso de cansancio, pero no me caía de los manubrios porque me sostenía el orgullo argentinista de ver en carne propia lo grande que es la Patria, y eso que a gatas había llegado a Vicente López. Ahí opté por echar una cana al aire y me entré lo más ladinazo, que no me recogieron en carretilla porque no había ninguna, en la popular parrillada El Requeté, donde en vez de la fuentada de mazamorra con pancito para hacer sopas que reclamé de prepo, taimadamente me rellenaron de guiso de garbanzos, que si no protesté como un marrano fue para no fomentar esas reacciones del mozo, que saben ser tremendas. Me zamparon encima hasta media botella de Hospitalet, que cuando tuve que abonarla seguí viaje más soliviado, porque mi camiseta con mangas ahora lo tiene calentito al patrón.

—El destino de ese
restaurateur
—observó Montenegro— es, a todas luces, mefítico. Bajo la especie francamente atractiva de una camiseta con mangas usted le ha inferido, más bien, una moderna túnica de Neso, que le asegurará (¡para siempre!) esa soledad que es privilegio incuestionable del zorrino de nuestros campos.

—Con esa verdad tamaño bollo me distraía yo —admitió Frogman—. Claro que el indio, cuando estrila, se pone como un tuto y yo no trepidaba en imaginar una porción de venganzas, que si ahora se las divulgo, ustedes se reirán como unos gorditos. Les juro que a no ser por el gran invento argentino de las impresiones digitales doy la cara y le pongo un anónimo al vascongado, con el firme propósito, eso sí, de no volver a inmiscuirme en la parrillada, no fueran esos déspotas a darme mi lugar. La misma decisión con que di la espalda a Vicente López me hizo llegar como en manomóvil a San Isidro. Sin tan siquiera resolverme a hacer pis contra un arbolito, no fuera algún menor de edad a tomar posesión de la bicicleta haciendo caso omiso de mis más lastimeros ayes, llegué como por un tobogán a los fondos de la quinta con glorieta de la señora de De Kruif.

—¿Y qué andaba buscando a esas horas por los bajos de San Isidro, don Mono Pancho? —preguntó el investigador.

—Usted pone el dedo en la nana, señor Parodi; yo buscaba cumplir con mi deber y entregar en las propias manos del señor Kuno un librito-aguinaldo, que le mandaba nuestro presidente, la obrita cuyo nombre lleva por título un letrero en jeringoza.

—¡Una tregua —imploró Montenegro—, una tregua! El trilingüe abre fuego. El
opus
en cuestión es
La incredulidad del padre Brown
, en el más hermético de los textos anglosajones.

—A fuerza de hacer ruido de tren con la boca para distraerme —continuó Frogman—, llegué sin darme cuenta, con la cara lavada por el sudor y las piernas tan blandas que más bien parecían de queso fresco. Chucu-chucu-chucu hacía yo, cuando casi caigo redondo, porque en eso me veo un hombre apurado trepando la barranca como si jugara a la mancha subida. En esos trances en que usted se olvida hasta de Tupac Amaru, yo nunca dejo de contar con una válvula de escape: la fuga incontenible, torrencial, a campo traviesa. Esa vez me retuvo el miedo de la raspa merecida que el doctor Le Fanu me daría sin asco por no haber entregado su librito. Sacando coraje de la mieditis, lo saludé como un animal amaestrado, y recién me di cuenta que el desconocido que subía era el señor De Kruif, porque la luna le daba en la chiva, que la tiene colorada.

»¡Mire que el indio es pillo, señor Parodi! Ni bien el señor De Kruif no me saludó yo manyé que me había reconocido, porque hay cada urso que si lo deja sin el saludo le afeita la barba y bigote de un tirón gratis. Conmigo es otra cosa porque ya se sabe que el miedo no es sonso ni junta rabia.

»Yo seguí hecho un bacán, claro que suspendiendo mi chucu-chucu para otro carnaval, no fuera ese barbita a pensar que yo me había desmandado a tomarlo para el fideo y a descargar su cólera. Salí marcando tiempo, que más me hubiera valido quedarme quieto como un conejo embalsamado, porque me viera usted, trepando por una montañita sorpresa que después tuve que desatascarme del barro y salir de la zanja que si me divisan ustedes me toman por un candombe.

»¡Qué julepe se pegó un servidor! La montañita vino a ser la pancita del doctor Le Fanu, que yo sin pedir permiso pisé, pero él no me mandó a la misma miércoles porque estaba más muerto que un bife con papas fritas. Obstruía la vía pública de espaldas, con un buraco tamaño dedo gordo en la frente, que es por donde le salía la sangre negra que ahora le encostraba la cara. Yo me encogí como un rulito cuando vi que era el Trompa, que estaba lo más cafisho, con el chaleco blanco y polainas ídem y el calzado marca Fantasio, que poco me faltó para gritar
resaca y tierra negra para las plantas
, como en el tango cómico, porque los tamanguses me recordaron la fotito del señor Llambías en persona, instalado como un magnate en el barro medicinal de Huincó.

»Yo tenía más miedo que leyendo un cuentito con enfadados, pero esa tregua duró poco porque enseguida se me puso entre ceja y ceja que el doctor De Kruif también había maliciado que el criminal andaba suelto por ahí y por eso no había trepidado en salir como cohete. Yo me mandé una ojeada panorámica jefe, que no pasó del quiosco-glorieta, porque ahí la vi poniéndose en fuga a la señora de De Kruif con el pelo suelto.

—La intervención del gran pincel es impostergable —observó Montenegro—. Subrayemos la simetría de su dibujo: dos personajes detentan el plano superior; dos, el inferior. En la cumbre aérea de la barranca, Loló Vicuña, soberanamente destacada por un justo enfoque lunar, se retira,
blasée
, del vano
quid pro quo
policiaco. Gallarda lección para el esposo que, asimilado a las tinieblas afines, huye por la mediocre ladera, movilizado por quién sabe qué justificado
souci
. Lejos de nosotros aguardar, estimable Parodi, que la base corresponda a la cúpula. La enturbian dos figuras rudimentarias, mal desligadas todavía del impuro fango fluvial: el cadáver, de quien fuera futesa esperar siquiera un latido, y el vejete pueril que nos depararan ¡presente griego! los albañales de Varsovia. Rubrica el cuadro el velocípedo del
aztéque
, o más bien del
météque
. ¡Ja, ja, ja, ja!

—¡Santas palabras, mi amito! —exclamó Marcelo N. Frogman, alias El Fondo A La Derecha, batiendo palmas—. Le prometo que yo quedé como leche cortada. ¿Quién hubiera reconocido en mí al gran jovial, al ciclista desinteresado, que atravesaba la noche en Automoto, confiando a los pueblitos periféricos su inofensivo chucu-chucu?

»Yo me consagré por entero a emitir chillidos de auxilio, claro que
sotto voce
, no fuera cosa de que me oyese algún apolillante a pierna suelta o tan siquiera el criminal. Luego me llevé un susto que ahora que estoy sentado en este cuartito me río buenamente al recordarlo. Lo más campante, con el perramus recauchutado y el sombrero-galera de su propiedad, se me apareció con guantes carpincho y bastón de media estación el doctor Kuno Fingermann, silbando el tango
A mí nunca me mordió un chancho
, sin respeto ninguno por el difunto, a quien en la natural distracción ni siquiera había junado. Yo me hago cruces y me mando una ducha de agua bendita si me da por pensar que ese paquetón mofletudo cayó como un chorlito en el teatro mismo del acto de violencia, donde a lo mejor detrás de cada pastito acechaba un bandallo capaz de julepearme… Claro que yo enseguida no pude hacerme esa composición de lugar, porque sólo tenía ojos para el bastón en el que se apoyaba como un pobre lisiado ese Trompifay, que aun antes de tirar en el cantero al niño Baulito yo lo respetaba más que al señor de la calesita, que siempre está bicha que bicha para que yo no circule gratis. No pierda el equilibrio, señor Parodi, grabe este despropósito en el cacumen: en vez de esas palabras vulgares, sencillas si se quiere, que el acto de presencia del mortadela hubiera debido dictarle, ese morfón de natas me tomó por la corbatita con los colores del club K. D. T. y me dijo con la cara tan cerca de la mía que se miraba en mi frente como en un espejo: “Usted, Agua Abombada, que más bien podría llamarse Aguas Servidas, gíreme a la vista el importe que le abonaron para espiarme, ya que lo sorprendí
infraganti
”. Yo, con la ocurrencia de distraerlo de ese feo propósito, me puse a entonar el cantito escolar a mi bandera del teniente segundo de zapadores interventor, pero perro porfiado saca mendrugo, porque a las primeras de cambio me soltó la corbata con la distracción y se quedó mirando al extinto, que ya estaba al margen de la Historia, como quien dice. Viera la cara de azorado y de pompa fúnebre que se mandó. Si lo oye hablar, usted se ríe como si yo me diera un golpe. “Pobre hermano”, dijo con la voz de cemento portland, “morir el día que las acciones subieron medio punto”. Mientras lo quebraba un sollozo seco, yo aproveché hasta un par de veces para sacarle la lengua, claro que a sus espaldas y emponchado en las sombras de la noche, no fuera ese lágrima viva a notarlo y a enseñarme un poco de respeto con la mano pesada. Yo en todo lo que sea mi seguridad personal me cuido como pintura fresca, pero en materia de infortunios ajenos, soy más bien un soldado: usted me ve sonriente en la brecha, como si no pasara tal cosa. Pero esa vuelta, de poco me valió el estoicismo porque antes que pudiera encaramarme en la bicicleta para emprender rumbo a casita mi alborozado chucu-chucu, ya me había cazado de una oreja el doctor Kuno Fingermann, sin fijarse que después en la mano se le iban a pegar las moscas. Entonces sí que me se bajaron los humos. “Comprendo”, dijo. “Usted se fatigó de que lo tratara como la suela de zapato que es; tomó un revólver que ahora ha despistado en el barro y se lo explotó (pum, pum, pum) en la frente”. Sin favorecerme con una yapita de asueto para que yo me mandara un pis en el bombachón, se puso ese
Platero y yo
en cuatro patas, con la pretensión de encontrar por chiripa el arma de fuego, como si fuera el comisario Santiago. Yo lo sobraba lo más serio, tratando de pensar, para regocijar el espíritu, en un Patoruzú de franela para mí solo. Pero, en el entretanto, no le quitaba los ojos con la esperanza de que el revólver que encontrara fuera de chocolate y me cediera todo el papel de plata y un pedacito. ¡Qué chocolate ni qué revólver iba a encontrar ese comilón en el callejón! Lo que sí encontró fue más bien un bastón de longitud de 0,93, en malaca, de estoque, que sólo un chicato hubiera confundido con otro de propiedad del finado doctor Le Fanu, y que resultó ser el mismo. Ver el bastón del ruso y asustarme con él fue todo uno, porque me dijo que el gusanófilo lo había portado para atajarse, pincha que pincha, mis topetazos, pero que yo le firmé la boleta (pum, pum, pum, pum, pum, pum) de un solo balazo. ¡Ahijuna que el indio es zorro! Lo dejé tecleando con la respuesta. Le chanté con arrojo la gran verdad de preguntarle si él creía que yo era hombre de atacar por delante. ¡Suerte maula!, no se dejó ablandar ni ante mis lágrimas ni ante los noventa milímetros de pantomima acuática que se mandó el chubasco en ese momento y que por poco me despega la costra y me pasmo todo.

»Montó como un veterano en la Automoto y, siempre agarrado de la oreja que me la aplanaba contra el manubrio, tuve que chapalear a su lado hasta tener el gusto de divisar la lucecita de la comisaría donde los guardianes del orden me dieron una buena felpeada. A la mañana siguiente me convidaron con un mate frío y, antes de baldear con el desodorante todo el local, me tomaron juramento de que no aportaría más por ahí. Saqué permiso para volver de infantería hasta Retiro, porque la bicicleta la confiscaron para que saliera retratada en un diario del Hogar Policial, que no pude adquirir para satisfacer mi legítima curiosidad porque lo dan por cinco centavos.

»Nunca me acuerdo de decirle que en la comisaría el vigilante con catarro fue destacado para revisarme antes de tomar su baño los bolsillos. Levantaron un censo del contenido, que aunque yo maliciaba
grosso modo
lo que iban a encontrar no les decía ni mu para traer con mi astucia el confusionismo. Sacaron tantas cosas que yo me suelo preguntar si soy el canguro, o más bien una comadreja que es cien por cien argentina y está cerca del quiosco donde se expende en cartuchitos de papel el maní. Primero los sorprendí fácil con la pajita para tomar refresco en las confiterías; después, con el borrador y las correcciones de una tarjetita postal que iba a remitir a Diente de Leche; después, con mi
brevet de
indio, de la A. A. A., del que más de una vez debí renegar ante la sospecha de que me levantara la voz algún extranjero; después, con el merengue seco que llevo para no quedar todo bañadito en la crema; después, con unas moneditas de cobre que ya están blandas con el uso; después, con un ermitaño-barómetro que se asoma de la garita cuando entran a dolerme los cagliostros; por último, con el libro-aguinaldo que el señor Tonio le expedía al señor Chancho Rosillo Fingermann, firmado por el doctor Le Fanu. Yo me río que con el movimiento usted me discute que soy el Flan Gigante y si no se me rompe el labio es porque le pongo manteca, de que esos pánfilos que, cosa de entrar un poco en calor, me habían propinado un pesto liviano que cuasi me desmontan del esqueleto, tuvieran que rendirse a la evidencia de que yo portaba un libro-misterio que estaba en idioma que ni Dios pescaba ni diome.

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