Dos monstruos juntos (23 page)

Read Dos monstruos juntos Online

Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

BOOK: Dos monstruos juntos
5.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

La otra pasajera abandonaba la proa y se adentraba en el interior del barco. Patricia mezclaba el frío verdadero con el otro frío del miedo que comenzaba a sentir. No era solo que viera un fantasma, sino que fuera precisamente Lady Di. Seguía allí, suspendida, sin dirigirle la mirada porque miraba hacia el frente, la piel tan blanca, el perfil tan elegante, el pelo incapaz de alterarse ante el agua que debería salpicarle.

La figura se giró. Lentamente, como un muñeco en un reloj de cuco, movió sin perder gracia alguna el cuello para permitirle a su mirada enfrentarse a la de Patricia.

Patricia no pudo pestañear, como si las lágrimas le hubieran congelado los párpados. Aterrada por dentro, incapaz de expresarlo por fuera, vio cómo la aparición la enfrentaba sin que el resto de su cuerpo cambiara de dirección. La cara estaba girada hacia ella, pero los hombros, el torso, las piernas continuaban suspendidos sobre el agua en dirección este.

Y así se desvaneció.

Patricia se hundió en el húmedo asiento de madera, se estremeció, se convirtió en un flan de escalofríos y consiguió acercarse al pomo de la puerta, temblando absolutamente, hasta que la otra pasajera terminó de abrir la puerta por ella, preguntarle si estaba bien y todas esas cosas hasta que ella consiguió verse, demacrada, aterrada para el resto de sus días, una vez más en el reflejo de cristales que no le pertenecían.

Una vez en Greenwich emprendió camino, sola y tiritando, con más autocontrol, hacia una peluquería que conocía en esas inmediaciones. La propietaria era una ex modelo amiga de la Modelo. Estaría abierta, nunca cerraba los fines de semana porque organizaba charlas, conferencias de otras ex modelos sobre el amargo don de la belleza. A medida que caminaba por la peculiar ciudad dentro de la ciudad, sus parques, su sempiterna atmósfera universitaria, recuperó el aliento y el calor corporal. Y de repente entendió por qué se le había aparecido Lady Diana sobre las aguas del Támesis.

Ella y Lady Di tenían algo en común: siempre habían conocido el privilegio, desde el primer día de nacidas. Lo diferente fue que Diana entendió que tenía una conexión especial con la gente que jamás había disfrutado de tantos privilegios como ella. Eso la transformó en Lady Di, eso hizo que el Príncipe se empequeñeciera a su lado y, a partir de allí, todos los demás miembros de su familia política, incluyendo la Reina.

Patricia podía ser una estrella, pero le daba miedo el nivel de sacrificio, esa verdad de que para conseguir lo que quieres siempre debes hacer daño. Pero ¿no acababa de hacerlo con Alfredo? Más que daño había trastornado sus reglas del juego, manipulándolo. Pero en cada pareja eso siempre sucede, le pareció escucharse decir. Es eso justamente lo que convierte a unos simples enamorados en dos monstruos juntos.

La muerte de Diana marcaba el principio del fin de la prosperidad.

El 31 de agosto de 1997, el mundo la lloró. Y, de repente, sin estar aparentemente asociado, Londres empezó a poblarse de nuevos ricos como no pasaba desde finales de los setenta. Esta vez rusos, pero también árabes, judíos, latinoamericanos. El mundo entero giró otra vez hacia Londres y hacia su nueva cultura pop, fascinada por tener un ilustre fantasma entre ellos. Cómo era aquella canción de Suede: «Quiero acostarme con tu mejor amiga y que sea la chica de mis sueños.» Hacer lo imposible, transgredir y conseguir un triunfo al hacerlo. Lo malo se trastocaba en bueno. Las trampas en virtudes. La globalización en una manera de hacerte rico individualmente. Ser rico dejaba de ser un pecado. Era una necesidad, un peldaño que se podía dejar atrás para devenir en mega rico, ultra rico, estratosféricamente rico.

Entonces comprendió que la muerte de Diana Spencer sí había tenido un sentido. Alertar de que el único fin a la ambición insaciable es estrellarse. No hay otro. Tendrían que cambiar todas las religiones del planeta al unísono para encontrar uno distinto. Aun así, el espíritu de Diana se le había aparecido sobre las aguas para indicarle algo más: Diana murió para marcar la diferencia, el límite entre la última vez que el mundo entero iba a ser millonario y el lento proceso interior que convirtiera toda esa bonanza en las ruinas de nuestra decadencia. Su muerte es el principio de este fin. Solo que nadie supo ver las señales, empeñadas en aparecer bañadas en esplendor, engalanadas con glamour, ahítas de poder.

Fue hasta el asiento con la mano firme sobre su bolso. Recordó a su abuela Graziella haciendo el mismo gesto en su peluquería habitual. La amiga de la Modelo sujetaba una humeante taza de té, sorprendida de verla allí.

—Quiero el pelo corto. Exactamente como lo llevaba Diana el verano que murió.

CAPÍTULO 22

LA LARGA NOCHE DEL OVINGTON

Cuando entró en el Ovington su iPod sonaba con la selección del día anterior. Llegaba tarde, Joanie y Francisco comenzaron a aplaudirla tras el cristal de la cocina y a hacerle señales sobre su nuevo peinado. Decidió que no se iba a mirar en ningún otro reflejo prestado y por eso, por evitar superficies, alzó la cabeza y descubrió la mesa del fondo ocupada por la Higgins, el negro, la Modelo, David sin su novio y otra vez los «chicos maravilla», Borja y Enrique. Vaya, los había bautizado como «la Manada», sería más fácil, sencillo, describirlos con ese sustantivo y listo. Qué mal le sentaban las drogas a Higgins, en vez de adelgazarla la hinchaban. Y los «maravilla» realmente se vestían como futbolistas sin esposas. Ningún sentido de la combinación.

—Pero cómo manejas el tiempo de bien, querida Patricia. Nos quedamos a cuadros cuando desapareciste del
country
y aquí estás con ese hiper moderno corte de pelo.

¿Higgins llevaba un pañuelo o más bien era una peluca con pañuelo incorporado?

—David no sabe cómo pedirte perdón, hija. ¿Crees que podréis solucionarlo? En el interés de todos, claro —emplazó Higgins. David, como si no estuviera presente, agachó la cabeza y procuró hacerse invisible hasta que amainara el temporal.

—¿Recuerdas a Borja y a Enrique, querida? Se quedaron desolados porque desapareciste del
country
como un ciervo espantado.

Patricia alargó su mano para saludarles, otra vez. Borja tendría en torno a los treinta y cuatro años, alto, con pelo y flequillo castaño claro, buena nariz, bonita boca, buenos dientes, habría estudiado en El Pilar de Madrid o en el Colegio Alemán de Barcelona. Madrid más bien, porque llevaba el cinturón y los zapatos del mismo tono, ese color teja tan absurdo y que tanto gusta a los españoles porque les recuerda el albero de las plazas de toros. Un hombre que combina el cinturón con los zapatos no debería sentarse en el Ovington, pensó, pero las reglas de un restaurante se escriben todos los días. Enrique era mayor, claramente había superado los cuarenta, lucía alianza y manicura a punto de caducar, bonitos calcetines gris oscuro, zapatos marrones, traje azul. Estaba hablando con una de las inglesas de la mesa, una chica con aspecto de ex modelo. Enrique seguramente llevaba más años viviendo en Londres y había adquirido el chic del expatriado, que suaviza los errores del origen y fomenta las cualidades de lo adoptado.

—Patricia es la tapa del frasco en Londres en este momento —sentenció la Higgins.

—Lo es donde quiera que vaya. Lo que pasa es que nunca se acuerda de nosotros. Alfredo y yo fuimos juntos al Colegio Alemán. A él le gustaba llamarme Mr. Gratis, porque siempre me las arreglo para que casi todo sea así —dijo Borja. Patricia no quería mirarle, le molestaba su acento pijo mezclado con cierto deje anglófilo, como si debajo de todas esas argucias hubiera un tono de hablar violentamente proletario. Pero le gustaba el olor de su colonia, un perfecto vetiver, áspero, seco, directo.

—Borja ha dicho que casi todo gratis. Esta vez va a pagarme esta magnífica cena —intervino Enrique. No tenía perfume pero sí mucho pelo.

—Alfredo y yo volvimos a vernos en una presentación de cócteles en Alicante hace un montón de tiempo —informó Borja, sonriéndole sin sonreírle del todo—. Esta tampoco es mi primera vez en el Ovington, vine a la inauguración, pero no pude hacer nada para que Alfredo o tú quisierais verme.

Patricia se sentó cerca de Enrique. Siempre hay que estar más cerca del caballero mayor. ¡Ya estaba con ellos otra vez y David le sonreía con los ojos y hacía señas de aprobación al pelo! Patricia decidió al fin regalarle su mirada a Mr. Gratis. Gran error, porque en el iPod sonó de pronto «Soldados del amor», la canción de Marta Sánchez que marcó el principio de los noventa en España. Podría pensarse terriblemente incongruente en el Ovington, pero poco a poco creó una suerte de techo protector para el encuentro entre ella, la pelicorta estafadora y Mr. Gratis. «Fuerte, fuerte, todo el mundo, somos soldados del amor, soldados sin amor.» Borja la miró con otra sonrisa. Eran iguales, sus ojos jugaban a esconder secretos y mantenerse alertas.

—Llevamos trabajando en Londres desde hace unos siete años. Vendíamos casas a los rusos y si les apetecía incorporábamos una mansión en Mallorca o Marbella o Elche, hasta Almería, todo lo que tenga playa y calor español lo compran los rusos, ya sabes —continuó Enrique.

—Ahora, con la tormenta, iréis más hacia el este —respondió Patricia sin pensarlo mucho. El traje de Borja tenía las solapas muy anchas, era todo él mucho más ancho que Alfredo, no gordo sino más amplio, ese tipo de bróker que come carne todo el día.

—El este de Europa es el futuro, Patricia —pronunció Borja sin recolocarse en el sillón. Y sin dejar de mirarla—. La burbuja inmobiliaria no es que vaya a estallar, es que ha reventado salpicando de mierda todo lo que conocemos. Miami es ahora solo edificios vacíos. Los Angeles está a tope de hipotecas que pierden y pierden valor y que nadie puede completar. Madrid, asfixiado. En Londres están regalando pisos en Sloane Square...

—Por favor, Enrique, no sigas, ¿no ves que tenemos un poco de resaca? —intervino Higgins—. ¿O no es así, mis queridos?

—El que habla es Borja, cariño. Yo, Enrique, en general me limito a firmar —matizó Enrique partiéndose de risa.

Borja se arrellanó en la mesa y estiró bajo ella sus piernas de ex jugador de rugby. Patricia observó cómo David vigilaba su observar. Borja era ese ejemplar de varón que podían rifarse en las noches en que fueron niños y amigos antes de conocer a Alfredo. Peludo, patoso, masculino, lo único que podía explicar su presencia en el Ovington era el apodo con que le bautizara Alfredo: Mr. Gratis.

—La alcaldesa de Mogyoród, en Hungría, es muy amiga mía. —Borja proseguía con su perorata—. Todas esas búlgaras que estuvieron limpiando casas y escaleras en Madrid y en Valencia han ahorrado sus euros y están ahora comprando pisos en su país. Necesitan que se los construyamos. Enrique y yo estamos comprando terrenos en las afueras de Budapest...

—Perdona que interrumpa, pero toda Budapest es «unas afueras de Budapest» —intervino David, generando una carcajada del grupo.

Patricia no dejaba de mirar a Borja, que se movía como un perezoso descoordinado. Son animales que, aunque todo lo hagan a cámara lenta, poseen un infalible sentido del espacio. Suspendidos en las ramas de los árboles de caucho ejecutan sus movimientos con una coreografía espectacular. Borja, en cambio, intentaba llevarse las manos a la nuca y terminaba dejándolas caer en el espaldar como un peso muerto: deseaba abrir la boca y bostezar y terminaba tosiendo o maldisimulando un eructo. Era peor que torpe o vulgar. Era imposible.

—¿Te molesta si me desabrocho un poco el cinturón? Creo que la comida de Alfredo me provoca gases —añadió.

Patricia sintió ganas de abandonar la mesa.

—Te queda bien el pelo corto —continuó Borja.

—Sí, estoy segura de que Alfredo lo celebrará mucho.

—Qué raro, pensaba que era a los gays a quienes les gustaba el pelo corto en las tías.

—¿Desde cuándo conoces a Lucía? —cambió de tema.

—No la conozco, creo que es amiga de unos amigos de Enrique.

—Venga, Borja, no seas desagradable. Ella y yo fuimos al colegio juntos, igual que Alfredo y tú, hombre —recuperó Enrique su atención.

—Y tú no creas que no oigo lo que preguntas sobre mí, Patricia —afirmó Lucía.

—Lo importante aquí es que todos somos muy amigos de Marrero —indicó Borja sonriéndole ampliamente—. Hacemos negocios juntos. Él nos habla muy bien de ti, del Ovington, y de Alfredo...

Patricia se levantó de la mesa y avanzó hacia el despacho detrás de la cocina. Tenía sudores fríos, le dolían las rodillas y se veía reflejada en las puertas de los frigoríficos como un payaso anémico. David apareció a su lado.

—Son inofensivos, Patricia.

—Ni tú ni Higgins podéis volver al Ovington, David. No quiero tener nada que ver con esa gentuza.

—Demasiado tarde, Patricia, y tú lo sabes. Respira hondo, déjalo pasar. Perdóname también por lo de esta tarde.

—Lo había olvidado.

—Vaya, ahí va la ofensa.

—Escuché tus palabras, pero no significa que las vaya a recordar toda mi vida —dijo mirándole profundamente, el asunto estaba sellado. Luego, prosiguió—. No me gusta que esta gente venga aquí sin que al menos lo sepa Alfredo.

—Vendrán y se irán, como todos nosotros en tu vida, Patricia. Pero si la operación Thanksgiving de Alfredo y Marrero ha resultado tan exitosa, como lo demuestran todas las portadas y noticias que generan, no esperarás que ellos, Borja, Enrique, la Higgins y Pedrito y yo no aparezcamos por aquí.

—Husmeando —exclamó Patricia, y de inmediato se arrepintió de decirlo—. Sí, la Manada.

Patricia no movió ni un músculo. En el iPod sonaba Lily Allen, «Yo sé, ella sabe, falso o cierto. No estoy diciendo que sea tu culpa, eres tan naíf, eres una sonriente encantadora». Perfecta coincidencia. Todo el mundo estaba enterado de lo que pasaba en sus vidas. Entonces, ¿por qué no entraba Scotland Yard y la detenía de una vez? Empezó a verlo más claro. No, no iban a alcanzarla. Antes conseguiría ella utilizar a uno de ellos para acabar con todos. Con Marrero, sobre todo, apartarlo del botín, acallarlo para siempre y que Alfredo jamás supiera qué hicieron en el Mark. Era un plan difícil, pero empezaba a verlo claro en los gestos descoordinados de Mr. Gratis, en la risa cuajada de restos de ensalada de la Higgins, en los ojitos saltones de Pedrito Marrero que le recordaba a uno de esos roedores de tamaño gigante que nadan en las aguas del Orinoco. En el iPod sonaban Las Supremes, vaya, ni se acordaba de que las tuviera. «Stop! In the Name of Love», sí, se recordó con catorce años y junto a su hermana Manuela divirtiendo a la abuela Graziella en su única visita a Barcelona, imitándolas. «Detente, en el nombre del amor, antes que rompas mi corazón.» Hizo el bailecito y David, cómo no, se le unió, agitando la cadera de lado a lado y estirando el brazo en plan defensa.

Other books

In the Dead: Volume 1 by Petersen, Jesse
Tanner's Virgin by Lawrence Block
Escape by Paul Dowswell
Obsession by Kayla Perrin