Ejército enemigo (15 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: Ejército enemigo
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Se había puesto a investigar a la empresa fabricante de los salvaescaleras. Había averiguado el precio del artefacto, había solicitado incluso uno para su casa. Había tenido su momento de gloria al recibir a los operarios y observar su ira cuando comprobaron que en esa casa no había escaleras que salvar, ni por las que tirar al imbécil de su propietario. Mintió, dijo que iba a ampliar la vivienda, que iba a hacer un segundo piso, que había adquirido el apartamento superior, que lo había adquirido su novia, de hecho; que le dieran más información.

Así supo algo más acerca de la empresa, un par de nombres. Eso le llevó (Eduardo dedicaba veinticuatro mails al tema de los salvaescaleras; en algunos lo tocaba de pasada, en otros era el asunto medular) a conectar al fabricante de salvaescaleras con el proveedor de café molido de las máquinas expendedoras de uno de los periódicos que alojaban el anuncio. ¡Eran de la misma familia!, seguramente hermanos. En varias ocasiones acudió a la sede del periódico a comprobar si allí había salvaescaleras, pero no le dejaron entrar. Eduardo parecía muy ducho en la técnica de prueba y error. Acudió como periodista, y falló; acudió como amigo de un periodista, y falló; acudió como informante confidencial de un escándalo que ya verían, y falló. Nunca supo si en el periódico usaban esos salvaescaleras que, sin embargo, anunciaban con desproporcionado afán. Tampoco supo qué mensaje o conspiración o estafa a gran escala se escondía detrás de la incansable campaña de un artefacto geriátrico e inútil.

Cuando me resentía de leer palabras paranoicas y críticas al sistema, y empezaba a pensar que mi corta investigación iba a ser efectivamente así de corta, volvía a la bandeja de entrada y leía el mail que Eduardo le había enviado a Daniel después de su muerte. Sí, Eduardo era uno de los amigos que había tenido la tierna idea, común a la vez que estanca, de escribirle póstumamente. «Tendrán que matarnos a todos», así acababa su mail. Su lectura daba siempre razón y aliento a mi pesquisa.

Me alegraba de que el encuentro con Eduardo hubiera tenido lugar sin ser yo consciente de que era el autor de este mensaje en particular. Habría sido aún más difícil disimular mi ventaja secreta, mi lectura de cientos de mails privados, sobre todo cuando preguntó: «¿Hay algo que debamos saber?».

O: «¿Hay algo que tú sepas?».

O: «¿Qué es ese algo que quieres saber?».

¿Cuál fue la pregunta? Todas las conversaciones deberían estar grabadas.

El «síndrome del juguete de guerra» era otra de esas teorías, conceptos, ideas ingeniosas que Daniel y Eduardo armaban mediante el cruce obsesivo de mails. Habían delimitado perfectamente las fronteras de este particular cliché intelectual, por lo que, a menudo, lo usaban sin mayores explicaciones.

Según vi en el mail definitivo del debate (celebrado, según me percaté, en los meses en los que Daniel y yo dejamos de vernos) el «síndrome del juguete de guerra» hacía referencia al modo en el que algunas ideas cuajan entre las generaciones más jóvenes, que las aceptan no por su contenido específico, sino por el storytelling, como decimos en publicidad.

En palabras de Eduardo, que de storytelling no parecía saber mucho, los medios venden «una idea de inteligencia inmediata» y «soberanamente simple» cuya asunción por parte del receptor va acompañada de una «inusitada sensación de pertenencia a una avanzadilla sociopolítica», para concluir en «un grupo de pesados que piden el carril bici porque se han comprado una bici justamente para pedirlo, no para usarla».

La terminología empleada venía de una aportación de Daniel. Según mi amigo muerto, mi legatario de palabras, la primera vez que él sintió el «síndrome» fue cuando vio por televisión, y luego en prensa, a un conjunto de personas opinar en contra de los juguetes bélicos. Nada de pistolas de plástico, decían, ni de ametralladoras de madera; nada de Risk, nada de videojuegos de destripar zombis ni de volar cosas por los aires. Este entretenimiento infantil y juvenil, tradicional en los varoncitos, debía ser vetado por los adultos responsables, sabedores del perjuicio a largo plazo que familiarizar a sus hijos con instrumentos del mal y de la muerte podría traer a sus pacíficos hogares. Si un niño disparaba agua un día sobre su amiguito, al cabo de los años le estaría metiendo una bala en la cabeza. Así pensaban.

Daniel comentaba en los mails el efecto inmediato que ese discurso había provocado en su cerebro, el modo en el que se convirtió, sin darse cuenta, en proselitista de aquella idea «soberanamente simple, en efecto». Dio la paliza a su padre para que no le comprara más juguetes de guerra, y le sermoneó por todas esas escopetas de mentira que había puesto en sus manos durante años. Tiró todo su ajuar de pistolero a la basura:
Resident Evil 1
encima de
Resident Evil 2
encima de
Resident Evil 3
. Después salió a la calle y fue adoctrinando a todos sus amigos. A algunos consiguió convencerlos de hacer un mundo mejor, un mundo sin pistolas de agua. Otros se resistieron y pasaron a ser considerados inmediatamente por Daniel como «inferiores a mí». «Además –comentaba con sorna–, esta idea de no promover los juguetes que tuvieran que ver con prácticas agresivas me hizo ligar un montón. A las chicas les encantaba.»

El «síndrome del juguete de guerra» sirvió para explicar el éxito y «la nula efectividad» de numerosas modas progresistas posteriores. Desde la famosa «capa de ozono» hasta el célebre «cambio climático», pasando por «un mundo sin ejércitos», «carril bici», «libros para Guatemala», «comida para Etiopía» o «ropa para Ecuador». Todas eran campañas simbólicas, simulaciones a medio camino entre el sentimiento de culpa y el sentimiento de «distinción», que no aportaban nada a la labor de mejorar el mundo, y que sólo servían (hablaba Eduardo) «para que un montón de jetas recién salidos de Administración y Dirección de Empresas hiciera su agosto con la tontería de moda».

El cambio climático irritaba especialmente a Eduardo. También me irritaba a mí, que asistía entre complacido y atónito a la cercanía de todos esos postulados con el único mío de siempre: dejad que el mundo se vaya a la puta mierda.

Ellos, sin embargo, no atacaban esos clichés desde el escepticismo, sino con la esperanza de que, superada su banalidad, podría dejarse paso a algo útil, «aunque fuera sólo un poco».

El cambio climático es una película de Hollywood –decía Eduardo–. Ya ves cómo estos cabrones del cine siempre se forran a base de profetizar el Apocalipsis. La gente no va a las salas a ver a los actores cogiendo el autobús, va a las salas a ver el autobús volar por los aires, y luego la ciudad, por los aires, y luego el país, por los aires, y luego el mismísimo planeta: ¡todo por los aires! Cada año, la película tiene que proponer una catástrofe más catastrófica, si me permites la redundancia, y eso mismo viene a ser el «cambio climático». Con la capa de ozono ya nos acojonaron bastante, pero se trataba sólo de un agujero sobre nuestras cabezas, que iba abriéndose y abriéndose hasta dejarnos a todos achicharrados. Se vendieron muchos desodorantes con esta gilipollez. Se llenaron muchos programas de televisión, de radio; se escribieron páginas y páginas donde, vaya, nunca antes ni ahora ni después había sitio para la información verdaderamente dura, verdaderamente peligrosa, que estaba pasando no en el cielo, sino a la vuelta de la jodida esquina. Pero la capa de ozono dejó de dar dividendos cuando todo el mundo se creyó lo de la capa de ozono. (Resulta sintomático que hasta entonces nadie sabía que existía el ozono, y que ahora a buen seguro nos costaría mucho definirlo). Así que la máquina del consumo se paralizó, y ya no había modo de distinguir unos productos de otros, todos con el mismo logo de conciencia ecológica y mejora del medio ambiente. Había que hacer algo realmente grande, apoteósico. ¿Qué fue? ¡Destruir el mundo entero! Así, sin más y con dos cojones. ¡El mundo se va a acabar! Si ya el cristianismo había disfrutado de siglos de dominio de las mentes gracias a este tipo de amenazas absolutas, el mercado no le iba a ir a la zaga. El cambio climático nos viene perfectamente empaquetado y dispuesto para su uso. Tiene un nombre estupendo, unos avales científicos sospechosamente resumidos en cuatro gráficos de powerpoint, un montón de famosos guapos y ricos diciendo que creen en él, y un resorte último que se asegura la completa sumisión del incauto ciudadano: si no crees, el fin del mundo será culpa tuya. Atención al verbo: «creer»; atención al castigo: «infierno». Sacad conclusiones.

En otro mail, comentaba Daniel:

Claro, lo que sucede, Edu, es que todos nos posicionamos a favor del medio ambiente, por lo que estamos ante un nuevo caso de apropiacionismo de las buenas intenciones. Hay que ser bueno, hay que ser ecologista, pero sólo se puede ser ecologista a nuestra manera. La camiseta del cambio climático es la camiseta del ecologista, no otra. Las películas sobre el cambio climático, los foros y simposios, las conferencias, todo el producto cultural aparejado a este concepto ha sustituido al ecologismo en su conjunto, y nadie que predique a favor del medio ambiente puede no citar el cambio climático. Es un monopolio industrial.

Empachado de paranoias, hartito de compromiso, llegué finalmente a un pasaje en los mails de Eduardo que me hizo aguzar mi sentido detectivesco. En él hablaban de criadas. «… Patricia, que limpia en la casa de Laura, podría valerte, Dani. Te dejo su móvil.» Y Daniel contestaba: «Ok, lo hablamos». Nada más.

Busqué «Patricia» en todo el correo electrónico de Daniel. Aparecían muchas, pero ninguna con las trazas de haber movido nunca un cepillo «en la casa de Laura». Busqué «Laura»; deduje que era la ex novia de Eduardo. «No, no he vuelto a ver a Laura. Mejor así», «… me dicen que está saliendo con un arquitecto…», «… como sabía que Laura acabaría por dejarme…», «… te lo digo porque una vez estuve allí con Laura, y nos gustó mucho…», «… ya ni tenía tiempo para jugar al ajedrez conmigo, Laura…».

Me pregunté qué hacía Eduardo pasándole a Daniel el contacto de una limpiadora doméstica. Mi primera respuesta fue malpensada: tanto criticar esa «forma de explotación» tan cercana a la prostitución para, finalmente, rendirse en secreto a la comodidad de tener alguien que te apañe la casa. Mi segunda respuesta fue más inquietante: no la tenía.

Apunté en mi cuaderno «Criada/Patricia» y, durante un instante, mientras miraba las palabras siamesas, vi a ambos lados de la barra la misma palabra inexistente, algo como Briacia/Briacia. Parpadeé con determinación, recuperé «Cria-

da», recuperé «Patricia», pero sentí que mis anomalías lectoras iban in crescendo, pues ya era
capaz
de no ver bien dos palabras al mismo tiempo, si estaban muy juntitas.

Decidí llamar a Patricia. Estaba hasta los cojones. Llevaba tantas horas tantas noches buscando entre los mensajes de Eduardo incoherencias con nuestra conversación que necesitaba salir de las palabras, investigar en la vida, creerme mi propio misterio.

–¿Aló?

Me cogió el teléfono a la primera. Eso me hizo pensar que estaba acostumbrada a recibir llamadas de desconocidos, posibles clientes derivados hacia ella por clientes habituales.

–Hola, ¿Patricia? ¿Eres Patricia?

–Sí, ¿quién llama?

Le conté que estaba interesado en contratar sus cepillos, bayetas y planchas. Que un amigo (no di más datos) me había facilitado su número; que si podíamos vernos cuanto antes.

Me preguntó dónde vivía. Tuve un apreciable momento de lucidez al darme cuenta de que su labor estaba restringida a un área manejable logísticamente, por eso mentí y afirmé vivir en el mismo barrio que Daniel, un barrio noble, lleno de casas por limpiar, no como el mío, lleno de personas que limpian su propio polvo. Coló. La convoqué en la cafetería de un estiloso centro comercial con la excusa de no disponer de tiempo suficiente para recibirla en mi domicilio, donde, por motivos de trabajo, añadí, apenas aparecía más que los fines de semana.

Nos vimos a los dos días.

Entretanto, continué enzarzado en mi vicio verbal, trabajando en el correo de Daniel como en la determinación del genoma humano, en una absorción agotadora de mi patrimonio alfabético. Por mucho que mi imaginación lo intentó, no encontré nada mejor a lo que agarrarme que aquel «limpia en la casa de Laura, podría valerte».

Criada/Patricia era colombiana. Lo supe en cuanto la vi alzar la barbilla en busca del señor con la corbata roja. En mi barrio había muchas colombianas y me resultaba fácil distinguirlas debido a su particular aureola de fertilidad. Le hice un gesto para que acabara de encontrarme.

–Buenas tardes, señor.

–Buenas tardes, Patricia.

Nos dimos la mano.

–Llámame Santiago, por favor.

–Claro.

Se sentó, pidió un refresco de naranja y atendió a mis palabras.

Repetí mi discurso telefónico, con el añadido de una descripción absurdamente pormenorizada de mi domicilio (pensaba en el de los padres de Daniel mientras lo hacía). No tenía ni idea de cómo llegar a aquello que realmente me interesaba, de modo que estuvimos hablando durante diez minutos sobre su tarea y honorarios.

–Doce euros la hora –dijo.

–Ah, muy bien. Es la primera vez que voy a contratar a alguien para limpiar mi casa, no tengo mucha idea de cómo funciona el asunto.

Patricia alojó en el fondo de sus pupilas un brillo de suspicacia.

–Hasta hace poco vivía con mi madre. –Reí.

–¿Le limpiaba su mamá?

–En efecto. –Bajé la cabeza–. Yo no sé ni coger un estropajo.

Patricia me habló de sus horarios de trabajo, de los días en los que le venía bien pasarse por mi casa y de las tareas que podía realizar.

–¿Plancha también?

Dije que sí, que también. Empecé a sudar al calor de la evidencia de que, en realidad, eso no llevaba a ninguna contratación efectiva. Le estaba haciendo perder el tiempo a la pobre mujer.

Me puse nervioso y decidí dar un paso en el vacío.

–Me habló de ti… Eduardo. –Estuve a punto de decir Daniel, pero los muertos no dan referencias.

–Qué Eduardo –preguntó.

Le di su apellido. «El profesor de Filosofía», acoté.

Patricia parpadeó pesadamente.

–No conozco a ningún profesor de Filosofía…

–…

–No, señor. A ninguno. –Dio un trago a su refresco. Miró a su alrededor. Había un montón de personas con bolsas en una mano y niños o parejas en la otra.

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