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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (6 page)

BOOK: El americano tranquilo
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—Oh, no.

—¿Pero va a venir?

—No. Era sólo una broma —dijo Pyle disculpándose.

—¿Tiene usted otra hermana? —le pregunté a la señorita Hei.

—No. ¿Por qué?

—Parece como si estuviera usted examinando las posibilidades del señor Pyle como marido.

—Sólo tengo una hermana —dijo la señorita Hei haciendo sonar con fuerza su mano contra la rodilla de Phuong, como un presidente que mantiene el orden con el mazo.

—Es una hermana muy bonita —dijo Pyle.

—Es la chica más hermosa de Saigón —dijo la señorita Hei, como si lo estuviera corrigiendo.

—Puedo creerlo.

—Ya es hora de que pidamos la comida —dije yo—. Incluso la muchacha más hermosa de Saigón debe comer.

—No tengo hambre —dijo Phuong.

—Es delicada —prosiguió con firmeza la señorita Hei. Había un matiz de amenaza en su voz—. Necesita cuidados. Se merece cuidados. Es muy, muy leal.

—Mi amigo es un hombre de suerte —dijo Pyle con gravedad.

—Adora a los niños —dijo la señorita Hei.

Me reí y entonces capté la mirada de Pyle; me estaba contemplando con sorpresa escandalizada, y de repente se me ocurrió que estaba interesado de verdad en lo que la señorita Hei decía. Mientras pedía la comida (aunque Phuong me había dicho que no tenía hambre, yo sabía que podía tomar un buen bistec con salsa tártara, dos huevos crudos y alguna otra cosa), escuchaba cómo Pyle trataba con seriedad la cuestión de los niños.

—Siempre he pensado que me gustaría tener muchos niños —decía—. Una familia grande es un interés maravilloso. Asegura la estabilidad del matrimonio. Y es también bueno para los niños. Yo fui hijo único. Es una gran desventaja ser hijo único.

Nunca le había oído hablar tanto antes.

—¿Qué edad tiene su padre? —preguntó la señorita Hei con glotonería.

—Sesenta y nueve años.

—A los ancianos les gustan los nietos. Es muy triste que mi hermana no tenga padres que puedan disfrutar con sus hijos. Cuando llegue ese día —añadió con una mirada triste que me dirigió a mí.

—Ni usted tampoco —dijo Pyle, sin ninguna necesidad, a mi entender.

—Nuestro padre era de muy buena familia. Fue mandarín en Hué.

—He pedido comida para todos —dije.

—Para mí no —dijo la señorita Hei—. Debo volver con mis amigos. Me gustaría ver de nuevo al señor Pyle. Quizá pueda usted arreglarlo.

—Cuando regrese del norte —dije.

—¿Va a ir al norte?

—Creo que ya es hora de que eche un vistazo a la guerra.

—Pero toda la prensa ha regresado dijo Pyle.

—Ése es el mejor momento para mí. No tengo que ver a Granger.

—Entonces debe usted venir a comer conmigo y con mi hermana cuando monsieur Fowlair se haya ido —y añadió con hosca cortesía—: para distraerla.

Después de que se fue, Pyle dijo:

—¡Qué mujer tan agradable y tan cultivada! Y habla inglés tan bien.

—Dile que mi hermana estuvo en un negocio en Singapur —me dijo Phuong con orgullo.

—¿De verdad?, ¿qué tipo de negocio?

Se lo traduje a ella:

—Importación, exportación. Sabe taquigrafía.

—Ojalá tuviéramos más como ella en la Misión Económica.

—Hablaré con ella —dijo Phuong—. Le gustaría trabajar para los norteamericanos.

Después de la comida volvieron a bailar, Yo también soy malo bailando, y no tenía la inconsciencia de Pyle —¿o la tenía, me preguntaba a mí mismo, cuando me enamoré por vez primera de Phuong?—. Tuvo que haber habido muchas ocasiones en el Grand Monde antes de la noche memorable de la enfermedad de la señorita Hei en las que había bailado con Phuong sólo por la oportunidad de hablarle. Pyle estaba aprovechando tal oportunidad cuando daban vueltas por la pista otra vez; se había relajado un poco, eso era todo, y la mantenía a menos de un brazo de distancia, pero los dos estaban callados. De pronto, al contemplar los pies de Phuong, tan ligeros y tan precisos y tan dueños de los de Pyle que se arrastraban, me sentí otra vez enamorado. Apenas podía creer que dentro de una hora, o de dos horas, ella volvería conmigo a la mísera habitación con retrete compartido y las viejas en cuclillas en el pasillo.

Deseé no haber oído nunca el rumor sobre Phat Diem, o que el rumor se hubiera referido a otra ciudad distinta, y no al único lugar del norte donde mi amistad con un oficial de la marina francesa me permitía introducirme, sin censura, sin control. ¿Una primicia periodística? No en aquellos días, cuando de lo que todo el mundo quería leer era de Corea. ¿Una oportunidad para morir? ¿Por qué habría yo de querer morir cuando Phuong dormía a mi lado todas las noches? Pero conocía la respuesta a aquella pregunta. Desde la infancia nunca había creído en la permanencia y, sin embargo, la había anhelado. Siempre tenía miedo de perder la felicidad. Este mes, el próximo año, Phuong me dejaría. Si no el próximo año, dentro de Eres años. La muerte era el único valor absoluto en mi mundo. Se pierde la vida y uno ya no puede perder otra cosa nunca más nada. Envidiaba a los que podían creer en un Dios y desconfiaba de ellos. Tenía la impresión de que mantenían su valor con una fábula sobre lo inmutable y lo permanente. La muerte era algo mucho más cierto que Dios, y con la muerte ya no existiría la posibilidad diaria de que el amor muriera. Se esfumaría la pesadilla de un futuro de aburrimiento e indiferencia. Nunca podría haber sido pacifista. Matar a un hombre era seguramente concederle un beneficio inconmensurable. Oh, sí, la gente siempre, todas partes, amaba a sus enemigos. Era a sus amigos a los que protegían para el dolor y la vacuidad.

—Perdóneme por apartar a Phuong de usted —dijo la voz de Pyle.

—Oh, no sé bailar, pero me gusta verla bailar.

Uno siempre hablaba de ella así, en tercera persona, como sí no estuviera presente. A veces parecía invisible como la paz.

Empezó entonces la primera atracción de la noche: un cantante, un prestidigitador, un comediante —era muy obsceno, pero cuando miré a Pyle me di cuenta de que evidentemente él no podía seguir el argot—. Sonreía cuando Phuong sonreía y se reía incómodo cuando yo me reía.

—Me pregunto dónde estará Granger ahora —dije, y Pyle me miró con reproche.

Luego vino el plato fuerte de la noche: una
troupe
de hombres vestidos de mujer. Había visto muchos durante el día en la rue Catinat paseando de un lado a otro, con sus viejos calzones y suéteres, con un poco de azul pintado alrededor de la barbilla, meneando las caderas. Ahora con vestidos de noche escotados, con joyas falsas y pechos falsos y voces roncas, parecían al menos tan deseables como la mayoría de las mujeres europeas de Saigón. Un grupo de jóvenes oficiales de la Fuerza Aérea les silbó y ellos les devolvieron sonrisas deslumbrantes. Me quedé asombrado por la repentina violencia de la protesta de Pyle.

Fowler —me dijo—, vámonos. Ya hemos tenido bastante, ¿no? Esto no es nada apropiado para
ella
.

Capítulo 4
1

Desde el campanario de la catedral la batalla era solamente pintoresca, fija como un cuadro de la guerra de los boers en un viejo número de
Illustrated London News
. Había un avión lanzando suministros en paracaídas a un puesto aislado de las
calcaires
[27]
, aquellas extrañas montañas erosionadas por la intemperie en la frontera de Annam que parecen montones de piedra pómez, y al tener que volver siempre al mismo sitio para el lanzamiento, parecía que nunca se movía, y que el paracaídas estaba siempre allí, en el mismo lugar, a mitad de camino hacia la tierra. Desde la llanura surgían siempre iguales los estallidos de los morteros, el humo sólido como las piedras, y en el mercado ardían pálidamente las llamas a la luz del sol. Las diminutas figuras de los paracaidistas se movían en una sola hilera a lo largo de los canales, pero a esta altura parecían estacionarias. Incluso el cura, sentado en una esquina del campanario nunca cambiaba de posición mientras leía el breviario. Desde esa distancia la guerra era muy ordenada y limpia.

Yo había llegado de Nam Dinh antes del amanecer en una balsa, No pudimos desembarcar en la estación naval porque estaba cortada por el enemigo que rodeaba completamente la ciudad en un radio de seiscientos metros, así que la embarcación llegó cerca del mercado en llamas. Éramos un blanco fácil a la luz de las llamas, pero por alguna razón nadie disparó. Todo estaba tranquilo, a excepción del desmoronamiento y crujido de los puestos que ardían. Pude oír hasta los pasos de un centinela senegalés que hacía la guardia al borde del río.

Había conocido bien Phat Diem en la época anterior al ataque —la calle única, larga y estrecha, de puestos de madera, cortada cada cien metros por un canal, una iglesia y un puente—. De noche la iluminaban sólo velas o pequeñas lámparas de aceite (no había electricidad en Phat Diem excepto en los cuarteles de los oficiales franceses), y noche y día la calle estaba abarrotada y llena de ruido. Con su extraño estilo medieval, bajo la sombra y protección del príncipe obispo, había sido la ciudad con más vida de todo el país, y ahora, cuando desembarqué y caminaba hacia las dependencias de los oficiales, era la más muerta. Escombros y cristales rotos y el olor de pintura y yeso quemados, la larga calle vacía hasta donde podía alcanzar la vista me recordaba una avenida de Londres en las primeras horas de la mañana después de un bombardeo: se esperaba ver incluso un cartel que dijera «Bomba sin explotar».

La fachada del edificio de los oficiales se había venido abajo, y las casas que había enfrente estaban en ruinas. Al bajar por el río desde Nam Dinh había sabido por el teniente Peraud lo que había ocurrido. Se trataba de un joven serio, masón, y para él era como un castigo por las supersticiones de sus compañeros. El obispo de Phat Diem había visitado una vez Europa y había adquirido allí cierta devoción por Nuestra Señora de Fátima —la visión de la Virgen que, según creen los católicos, se apareció a un grupo de niños en Portugal—. Al regresar a casa, hizo construir una gruta en su honor en los terrenos de la catedral, y celebraba su festividad todos los años con una procesión. Las relaciones con el coronel al mando de las tropas francesas y vietnamitas se habían vuelto tensas desde el día en que las autoridades habían dispersado el ejército privado del obispo. Este año el coronel —que sentía cierta simpatía hacia el obispo, porque para cada uno de ellos su país era más importante que el catolicismo— tuvo un gesto de amistad y participó con sus más altos oficiales al frente de la procesión. Nunca se había congregado una multitud mayor en Phat Diem para honrar a Nuestra Señora de Fátima. Incluso muchos budistas —que constituían casi la mitad de la población— no quisieron perderse la fiesta, y los que no creían ni en Dios ni en Buda pensaban que, de algún modo, todos estos estandartes e incensarios y la custodia de oro mantendrían la guerra lejos de sus hogares. Todo lo que quedaba del ejército del obispo —su banda de música— encabezaba la procesión, y los oficiales franceses, piadosos por orden del coronel, la seguían como niños de un coro, atravesando el portal que daba acceso al recinto de la catedral, pasando por la blanca imagen del Sagrado Corazón que se hallaba en una isla en medio del pequeño lago frente a la catedral, bajo el campanario que tenía alas que se extendían al estilo oriental, y ya dentro de la catedral bajo el artesonado con sus gigantescos pilares hechos de árboles únicos, y el trabajo de lacado escarlata del altar, más budista que cristiano. De todos los pueblos entre los canales, de aquel paisaje holandés, donde los brotes jóvenes y verdes de arroz y las doradas cosechas reemplazan a los tulipanes, y las iglesias a los molinos de viento, afluía la gente.

Nadie se dio cuenta de los agentes del Vietminh que se habían unido también a la procesión, y aquella noche mientras el principal batallón comunista atravesaba los pasos de
calcaire
, adentrándose en la llanura de Tonkin, bajo la mirada impotente de los vigías franceses que se hallaban en lo alto de las montañas, los agentes de la vanguardia atacaban Phat Diem.

Ahora, después de cuatro días, con la ayuda de los paracaidistas, se había rechazado al enemigo a un kilómetro escaso de la ciudad. Esto significaba una derrota: no se permitían periodistas, no se podían enviar telegramas, porque los periódicos debían informar sólo de las victorias. Las autoridades me habrían detenido en Hanói si hubieran conocido mi propósito, pero cuanto más se aleja uno de los cuarteles generales, menos estricto es el control hasta que, cuando se halla al alcance del fuego enemigo, se convierte uno en un invitado que es bien recibido —lo que ha sido una amenaza para el estado mayor de Hanói, una preocupación para el coronel encargado de Nam Dinh, para el teniente en el frente es una broma, una distracción, un detalle de interés del mundo exterior, de tal forma que durante unas pocas y benditas horas puede dramatizarse a sí mismo un poco y contemplar bajo un falsa luz heroica incluso a sus propios heridos y muertos.

El cura cerró su breviario y dijo:

—Bueno, ya se acabó.

Era europeo, pero no francés, porque el obispo no habría tolerado a un cura francés en su diócesis. Dijo como disculpándose:

—Tengo que subir hasta aquí, entiende, para conseguir un poco de tranquilidad lejos de toda esa pobre gente.

El ruido del fuego de mortero parecía acercarse, o quizá era el enemigo que por fin estaba contestando. La extraña dificultad era encontrarlos: había doce estrechos frentes, y entre los canales, entre las granjas y los arrozales, innumerables oportunidades para las emboscadas.

Justo debajo de nosotros se levantaba, se sentaba y se tendía toda la población de Phat Diem. Los católicos, los budistas, los paganos, todos ellos habían empaquetado sus posesiones más valiosas —una cocina, una lámpara, un espejo, un armario, algunos felpudos, un cuadro sagrado— y se habían metido en el recinto de la catedral. Aquí en el norte haría un frío terrible cuando llegara la noche, y la catedral ya estaba llena: no había más refugio; incluso cada peldaño de la escalera que conducía al campanario estaba ocupado, y continuamente se agolpaba más gente contra la puerta, llevando a sus bebés y sus utensilios domésticos. Creían, cualquiera que fuese su religión, que aquí estarían a salvo. Mientras contemplábamos la escena, se introdujo a empujones un joven de uniforme vietnamita con un rifle: lo detuvo un cura que le quitó el rifle. El padre que estaba a mi lado me explicó:

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