—Almirante Naismith —requirieron de la sala de tácticas—. Su lecturas médicas parecen extrañas. Se solicita chequeo telemétrico.
El universo pareció reducirse a su vientre. Un torrente repentino, arcadas, tos, y otro, y otro. El ventilador no podía seguir el ritmo. No había comido nada aquel día, ¿De dónde salía todo eso?
Un mercenario tiró de él en el aire y trató de ayudarle, estirándole las piernas agarrotadas.
—Almirante Naismith, ¿está usted bien?
Le abrió la placa facial; ante el «¡No! ¡No aquí…! ¡Hijo de puta!» que jadeó Miles, el hombre saltó hacia atrás y alzó la voz en un grito penetrante:
—¡Médica!
Está exagerando la reacción, trató de decir Miles; lo limpiaré yo mismo… Coágulos oscuros, gotas escarlata, glóbulos de resplandor carmesí flotaron delante de su aturdida mirada, divulgando su secreto. Parecía ser sangre pura. «No», se quejó, o trató de hacerlo, «no ahora…».
le aferraron unas manos, que le devolvieron por el corredor por el que momentos antes había entrado. La gravedad le comprimía contra la cubierta del pasillo; ¿quién diablos había aumentado la gravedad? Otras manos le quitaron el casco. Se sentía como una langosta para la cena. El estómago volvió a esprimírsele.
La cara de Elena, casi tan blanca como la suya, se le acercó. La joven se arrodilló, se quitó el guante de servo y le asió la mano, carne a carne al fin.
—¡Miles!
La verdad es lo que uno se cree…
—¡Comandante Bothari! —graznó Miles, tan alto como podía. Un anillo de rostros atemorizados se amontonó a su alrededor. Sus dendarii. Su gente. Por ellos, entonces. Todo por ellos—. Hágase cargo.
—¡No puedo!
Su cara estaba pálida y aterrada por la conmoción. Dios, pensó Miles, debo parecerme a Bothari vertiendo sus tripas. No es tan grave, trató de decirle a Elena. Espirales negras y plateadas destellaron en su vista, enturbiándole el rostro de la joven. ¡No! ¡Todavía no…!
—Mi súbdita. Tú puedes. Tú debes. Estaré contigo. —Se retorció, aferrado por algún gigante sádico—. Tú eres un verdadero Vor, no yo… Debió de haber algún cambio en aquellos reproductores. —Le dispensó una tétrica sonrisa —Impulso, adelante…
Elena se levantó entonces; la determinación desalojó el terror de su cara, el hielo que había corrido como agua se trasmutó en mármol.
—Bien, mi señor —susurró. Y en voz más alta—: ¡Bien! Hagan sitio aquí, dejen hacer su trabajo a los médicos… —Y despejó a los admiradores.
Miles fue puesto en una camilla flotante. Miro sus pies en las botas, distantes y oscuras lomas, balanceándose delante de él como si le llevaran volando. Primero, los pies; tenían que ser primero los pies. Apenas sintió el pinchazo de la primera endovenosa en el brazo. Escuchó tras él la voz de Elena, alzándose tronante.
—¡Está bien, payasos! No más juegos. ¡Vamos a ganar este asalto para el almirante Naismith!
Héroes. Brotaban alrededor suyo como semillas. Un portador; aparentemente él era incapaz de contraer la enfermedad que él mismo diseminaba.
—Maldita sea —se lamentó—. Maldita sea, maldita sea, maldita sea…
Repitió esta letanía como una mantra, hasta que la segunda inyección sedante le separó del dolor, de la frustración y de la conciencia.
Anduvo errando dentro y fuera de la realidad, como cuando de niño, perdido en la Residencia Imperial, trataba de abrir diferentes puertas: algunas conducían a tesoros; otras, a desvanes; pero ninguna a lo conocido. Una vez se despertó viendo a Tung, sentado a su lado, y se preocupó; ¿no debería estar el capitán en la sala de tácticas?
Tung le miró con afectuosa inquietud.
—¿Sabes, hijo? Si quieres durar en este negocio, debes aprender a medir tu propio paso. Casi te perdemos.
Sonaba como un buen aforismo; tal vez debería caligrafiarlo y pegarlo en la pared de su dormitorio.
En otra ocasión, se despertó mirando a Elena. ¿Cómo había llegado a la enfermería? La había dejado en la lanzadera. Nada permanecía donde uno lo ponía…
—Maldita sea —murmuró Miles disculpándose—. Cosas así nunca le pasaban a Vorthalia el Audaz.
Elena alzó una ceja.
—¿Cómo lo sabes? Las historias de esas épocas fueron escritas por bardos y poetas. Tú intenta pensar alguna palabra que rime con «úlcera sangrante».
Lo estaba intentando trabajosamente cuando la oscuridad se lo tragó de nuevo.
En otro momento, se despertó solo y llamó una y otra vez al sargento Bothari, pero el sargento no vino. Es como el hombre que está todo el tiempo a disposición, ocioso —pensó petulantemente—, y de pronto se toma un largo permiso justo cuando uno le necesita. El sedante de la médica terminó ese combate de Miles contra la conciencia, y no a su favor.
Fue una reacción alérgica al sedante, le explicó más tarde el cirujano. Entró su abuelo, le ahogó con una almohada y trató de esconderle debajo de la cama. Bothari —con el pecho ensangrentado —y el oficial piloto mercenario —con los cables de su injerto colgando como un extraño coral con brazos —le miraban. Entonces apareció su madre, espantando a los espectros como una granjera apartando a sus gallinas. «Rápido —le dijo—, calcula el valor hasta el último decimal y se romperá el embrujo. Si eres suficientemente betano, podrás hacerlo mentalmente.»
Miles esperó ansioso durante todo el día la llegada de su padre, en ese desfile de figuras alucinatorias. Había hecho algo sumamente sagaz, pero no alcanzaba a recordar bien qué, y anhelaba poder impresionar al fin al conde. Pero su padre no apareció en ningún momento. Miles lloró de desilusión.
Otras sombras fueron y vinieron, la médica, el cirujano, Elena y Tung, Auson y Thorne, Arde Mayhew; pero estaban distantes, figuras reflejadas en vidrio plomizo. Después de llorar un largo rato, se durmió.
Cuando volvió a despertar, fuera de la enfermería, el pequeño cuarto privado en el que se hallaba estaba nítido y claro, pero Ivan Vorpatril estaba sentado junto a la cama.
—Otras personas —se quejó Miles —alucinan con orgías, cigarras gigantes y otras cosas. ¿Y yo con qué? Parientes. Puedo ver parientes cuando estoy consciente. No es justo…
Ivan, preocupado, se dio la vuelta hacia Elena, quien estaba apostada al extremo de la cama.
—Creía que el cirujano había dicho que el antídoto se había disipado a estas alturas.
Elena se levantó y se inclinó hacia Miles, preocupada también.
—Miles, ¿puedes oírme?
—Por supuesto que puedo oírte.
De ponto, notó la ausencia de otra sensación.
—¡Eh! ¡Mi estómago no me duele!
—Sí, el cirujano bloqueó algunos nervios durante la operación. Deberías estar completamente curado por dentro en un par de semanas.
—¿Operación? —Echó una subrepticia mirada a la ropa sin forma que parecía estar ocupando, en busca de no sabía qué. Su torso lucía tan plano, o abultado, como siempre; ninguna parte importante había sido accidentalmente tijereteada…—. No veo ninguna línea de puntos.
—No hizo ningún corte. Fue todo metiendo cosas por el esófago y usando un tractor manual, salvo para instalar el biochip en tu nervio neumogástrico. Un poco grotesco, pero muy ingenioso.
—¿Cuánto tiempo he estado fuera?
—Tres días. Estuviste…
—¡Tres días! El ataque a la nómina… Baz… —Se abalanzó convulsivamente hacia delante.
Elena le empujó con firmeza. Haciéndole recostarse otra vez.
—Hemos capturado la nómina. Baz regresó, con todo su grupo íntegro. Todo está bien, excepto tú, que casi te desangras hasta morir.
—Nadie muere de úlcera. ¿Baz volvió? ¿Dónde estamos, de paso?
—Atracados junto a la refinería. Yo tampoco creía que uno pudiera morirse de úlcera, pero el cirujano dice que los agujeros en el cuerpo, cuando derraman sangre, son lo mismo si están fuera como si están dentro, así que creo que se puede. Tendrás un informe completo… —Volvió a empujarle hacia atrás, exasperada—. Pero pensé que sería mejor que vieras primero a Ivan, sin todos los Dendarii a tu alrededor.
—Uh, está bien.
Miró, confundido, a su corpulento primo. Ivan estaba con ropa de civil, pantalones estilo barrayarano, camisa betana, aunque con botas reglamentarias del Servicio.
—¿Quieres tocarme, a ver si soy real? —preguntó jocosamente Ivan.
—No serviría de nada, también pueden tocarse las alucinaciones. Tocarlas, olerlas, oírlas… —Miles se estremeció—. Aceptaré tu palabra. Pero…, ¿qué estás haciendo aquí?
—Buscándote.
—¿Te envió mi padre?
—No lo sé.
—¿Cómo puedes no saberlo?
—Bueno, él no me habló personalmente… Mira, ¿estás seguro de que el capitán Dimir no ha llegado todavía o que no te envió algún mensaje o algo? Tenía todos los despachos y órdenes secretas además.
—¿Quién?
—El capitán Dimir. Es mi comandante.
—Nunca oí nada de él.
—Creo que trabaja fuera del departamento del capitán Illyan —agregó Ivan servicialmente—. Elena pensó que quizás hubieras oído algo que no tuviste tiempo de mencionar…
—No…
—No lo entiendo —suspiró Ivan—. Dejaron Colonia Beta un día antes que yo en un expreso Imperial. Deberían estar aquí desde hace una semana.
—¿Cómo fue que viajaste por separado?
Ivan se aclaró la voz
—Bueno, estaba esa chica, ya sabes, en Colonia Beta. Me invitó a la casa… Quiero decir, Miles, ¡una betana! La conocí justo al llegar al puerto de lanzaderas, prácticamente la primera cosa que hice. Llevaba uno de esos pequeños sarongs deportivos, y nada más…
Las manos de Ivan estaban comenzando a ondular en ensoñadoras curvas descriptivas; Miles se apresuró a interrumpir lo que sabía que podría ser una larga digresión.
—Probablemente pescaba galácticos; algunas betanas los coleccionan, como un barrayarano adquiere banderines de todas las provincias —Ivan tenía una colección así en su casa, recordó Miles—. ¿Qué pasó entonces con ese capitán Dimir?
—Se fueron sin mí —Ivan parecía afligido—. ¡Y ni siquiera era tarde!
—¿Cómo llegaste aquí?
—El teniente Croye me informó de que te habías ido a Tau Verde IV, así que me enganché en un viaje con una nave mercante rumbo a uno de esos países neutrales de por ahí. El capitán me soltó aquí en la refinería.
A Miles se le abrió la mandíbula.
—Te enganchaste… te soltó… ¿te das cuenta de los riesgos?
Ivan guiñó un ojo
—Ella era muy buena para eso. Eh… maternal, ya sabes.
Elena estudió el techo, fríamente desdeñosa.
—Esa palmada en el culo que te dio en el tubo de la lanzadera no me pareció a mí precisamente maternal.
Ivan se sonrojó.
—De cualquier modo, aquí estoy. —Se envalentonó—. ¡Y antes que el viejo Dimir! Tal vez no me vea en tantos problemas como pensé.
Miles se pasó la mano por el cabello.
—Ivan… ¿sería demasiado complicado comenzar por el principio? Suponiendo que haya uno.
—Oh, sí, supongo que no sabrás nada del gran follón.
—¿Follón? Ivan, eres la primera noticia que tenemos de casa desde que abandonamos Colonia Beta. El bloqueo, ya sabes… aunque tú pareces haberlo atravesado como humo…
—La pájara era hábil, eso hay que reconocerlo. No sabía que las mujeres mayores pudieran…
—El follón —le reorientó Miles, apremiante.
—Sí, bien. El primer informe de Colonia Beta que llegó a a casa decía que habías sido raptado por un tipo que era desertor del Servicio…
—¡Oh, Dios! Y mi madre… ¿Qué hizo mi padre?
—Estaban bastante preocupados, supongo, aunque tu madre seguía diciendo que Bothari estaba contigo y, de todos modos, a alguien de la embajada se le ocurrió hablar con tu abuela Naismith, quien no pensaba en absoluto que hubieses sido raptado. Eso calmó mucho a tu madre, y ella, hm, calmó a tu padre… Como sea, decidieron esperar nuevos informes.
—Gracias a Dios.
—Bien, los siguientes informes fueron de un agente militar aquí, en el espacio local de Tau Verde. Nadie me dijo qué contenían… bueno, nadie se lo dijo a mi madre, lo cual suele ser sensato si uno lo piensa un poco. Pero el capitán Illyan anduvo corriendo un tiempo en círculos, veintiséis horas al día, entre la Casa Vorkosigan, el Cuartel general, la Residencia Imperial y el Castillo Vorhartung. Tampoco ayudó mucho el que los informes que obtuvieron estuviesen fechados tres semanas antes.
—¿El Castillo Vorhartung? —murmuró sorprendido Miles—. ¿Qué tiene que ver con esto el Consejo de Condes?
—No podía imaginármelo tampoco. Pero el conde Henri Vorvolk fue sacado tres veces de la clase en la Academia para asistir a sesiones del comité de los condes, así que lo arrinconé… Parece que existía el fantástico rumor de que estabas en el espacio local de Tau Verde reuniendo tu propia flota mercenaria, nadie sabía por qué… al menos, yo pensé que era un rumor fantástico… Como sea, tu padre y el capitán Illyan decidieron finalmente enviar un correo expreso para investigar.
—Vía Colonia Beta, me imagino. Eh… ¿por casualidad te cruzaste con un tipo llamado Tav Calhoun mientras estabas allí?
—Oh, sí, el betano loco. Anda dando vueltas por la embajada… Tiene una orden de detención en tu contra, y se la muestra a todo el que pesca entrando o saliendo del edificio. Los guardias no le dejan entrar ya.
—¿Hablaste con él personalmente?
—Brevemente. Le dije que existía el rumor de que habías ido a Kshatryia.
—¿De veras?
—Por supuesto que no. Pero era el lugar más lejano en que pude pensar. El clan —dijo afectadamente Ivan —debe permanecer unido.
—Gracias… —Miles se lo pensó un momento—. Espero. —Suspiró—. Supongo que lo mejor será esperar a tu capitán Dimir, entonces. Al menos podría llevarnos de vuelta a casa, lo cual solucionaría un problema. —Miró a su primo—. Te explicaré todo más tarde, pero ahora tengo que averiguar tantas cosas… ¿puedes mantener la boca cerrada un rato? Se supone que nadie aquí sabe realmente quién soy. —Un horrible pensamiento sacudió a Miles—. ¿No habrás estado preguntando por mí usando mi nombre, no?
—No, no, sólo por Miles Naismith —le tranquilizó Ivan—. Sabíamos que estabas viajando con tu pasaporte betano. De todas formas, acabo de llegar aquí ayer por la noche y prácticamente la primera persona con quien me encontré fue con Elena.
Miles suspiró aliviado y se volvió hacia Elena.
—¿Has dicho que Baz está ahí fuera? Tengo que verle.
Ella se retiró, dando un amplio rodeo en torno a Ivan.