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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El camino de fuego (8 page)

BOOK: El camino de fuego
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—Sin un estricto régimen, es inútil. Disciplina, y luego ya veremos.

A pesar de las recriminaciones de su paciente, el doctor Gua se mostró inflexible. Fue necesaria la enérgica intervención de Medes para que su esposa se calmara. Tras haberla encerrado en su habitación, el secretario de la Casa del Rey recibió al fiel Gergu, que regresaba de Abydos.

—¿Sigue mostrándose tan cooperador nuestro buen Bega?

—Tiene ganas de enriquecerse, pero eso no le basta. Siente tanto odio contra el faraón que refuerza su decisión.

—El viejo sacerdote me parece sólido —objetó Medes—. De hecho, su verdadera naturaleza se revela así. Corroído por la avidez, se engañó a sí mismo creyendo servir a Osiris y satisfaciéndose con poca cosa. Y su único dueño, hoy, es el Anunciador. El mal me fascina, Gergu, pues siempre lo puede todo. Destruye en un instante lo que a Maat le cuesta años construir. Cuando este país, sus templos y la sociedad sean sólo un campo lleno de ruinas, actuaremos a nuestra guisa.

Un vino blanco fresco calmó la sed de Gergu. Cuando su patrón le abría de ese modo su corazón, prefería no escucharlo. Si existía un tribunal en el otro mundo, afirmaría a los jueces que no estaba al corriente de nada para obtener así su indulgencia.

—¿Qué has recogido esta vez?

—Una estela magnífica, con la representación de Osiris y la fórmula sagrada de Abydos que asocia el difunto al culto de los antepasados. ¡Obtendremos una fortuna!

—¿Sigue siendo seguro el método?

—He comprado, y caro, a un policía de Abydos, y uno i le vuestros carteros, muy bien pagado también, transporta el botín en uno de vuestros barcos postales. Bega considera que se impone la prudencia, y nunca sacamos más de una estela a la vez.

—En cuanto termine la transacción, no olvides untar a nuestros amigos aduaneros y elegir un nuevo almacén para la madera preciosa que llega del Nilo.

A Gergu le gustaba el tráfico clandestino. En aquella corrupción no intervenían dioses ni demonios, sino sólo un perfecto conocimiento de la administración portuaria y de los funcionarios poco exigentes.

La lúgubre atmósfera de palacio sorprendió a Medes. Ciertamente, el faraón exigía un perfecto comportamiento por parte de los escribas y los domésticos, pero, por lo general, sonreían y se mostraban amables. En cambio, hoy los rostros eran hoscos, y el silencio pesado.

Como de costumbre, Medes acudió a casa del Portador del sello real para recibir sus instrucciones. Como Sehotep estaba ausente, quiso dirigirse a Senankh. El gran tesorero no estaba en su despacho. Intrigado, Medes solicitó audiencia al visir, que lo recibió casi de inmediato.

De edad avanzada, corpulento y cortante, el antiguo jefe de la provincia del Oryx y adversario declarado de Sesostris, Khnum-Hotep, había acabado comprendiendo la necesidad de la unión del Bajo y el Alto Egipto bajo la autoridad del faraón. Excelente administrador y trabajador encarnizado, el visir esquivaba los achaques de la vejez sirviendo a su país con una abnegación y una competencia que todos admiraban. Quien se aventuraba a solicitar un favor inmerecido sufría su terrible cólera.

En su copa favorita, decorada con hojas de oro y adornada con pétalos de loto, Khnum-Hotep mezclaba tres vinos añejos. Gracias a aquel elixir de juventud y a unas sólidas comidas, disponía de una energía superior a la de sus subordinados, incapaces a menudo de seguir su ritmo.

Sus tres perros, un macho muy vivaz y dos hembras rechonchas, permanecían siempre a su lado. Dos veces al día, tenían derecho a un largo paseo y seguían a su dueño, quien, cómodamente instalado en una silla de manos con el respaldo reclinable, seguía examinando expedientes.

—¿A qué viene esta visita, Medes?

—Puesto que Sehotep y Senankh están ausentes, me gustaría saber si tengo que llevar a cabo alguna tarea urgente.

—Limítate a encargarte de los asuntos corrientes. Hoy no habrá reunión de la Casa del Rey.

—¿Acaso se ha producido algún incidente grave? El palacio parece abrumado por la tristeza.

—Por unas muy malas noticias llegadas de Canaán, su majestad está sufriendo una terrible prueba. Por eso nadie tiene ganas de sonreír.

—¿Un nuevo levantamiento de los rebeldes?

—El hijo real Iker ha sido asesinado —reveló el visir.

Medes puso cara de circunstancias.

—Sólo deseo una cosa: que los culpables sean castigados.

—El general Nesmontu no permanecerá inactivo, y el rey les partirá el espinazo a los insurrectos.

—¿Debo hacer que repatríen el cuerpo?

—Sehotep se encarga de ello, Senankh está preparando una tumba. Iker descansará en Menfis, los funerales serán discretos. El enemigo no debe saber que ha herido gravemente a su majestad. Tú y yo procuraremos que nada turbe el buen funcionamiento del Estado.

Al salir del despacho de Khnum-Hotep, Medes sintió ganas de cantar y bailar. Liberado de Iker, al que consideraba un peligro real, miraba el porvenir con optimismo. En cuanto al Anunciador, libre de la amenaza de un espía, éste ya no podría ser descubierto.

Con las manos atadas a la espalda, lo único que había hecho Iker fue cambiar de prisión, sin posibilidad de escaparse. Dado que Trece-Años lo sabía todo, su suerte estaba ya decidida: interrogatorio, tortura, ejecución. Sin embargo, el muchacho no se mostraba en absoluto agresivo, y le ofrecía comida y bebida a su futura víctima.

—No te preocupes, Iker, te reeducaremos. Hasta ahora has estado creyendo en valores falsos. No te he salvado para nada.

—Antes de morir, ¿podré por lo menos encontrarme con el Anunciador?

—¡No vas a morir! O, por lo menos, no hoy. Primero debes aprender a obedecer. Luego lucharás contra el tirano. Cuando te maten, irás al paraíso.

El hijo real aparentó sentirse decepcionado. Si se mostraba dócil, podría conseguir lograr su objetivo.

—El faraón considera al Anunciador un criminal —dijo con voz apagada—. Afirma que tan sólo Egipto velará por la prosperidad de Canaán.

—¡Miente! —contestó Trece-Años enfurecido—. ¡Él es el criminal! Han abusado de ti. Gracias a mi tribu, te convertirás en un hombre nuevo. Al principio, según nos ha contado Bina, fuiste un buen luchador, después te extraviaste. O consigues convertirte, o servirás de alimento a los cerdos.

De naturaleza cruel, el muchacho no conocía ni los remordimientos ni la lástima. Asesinaba como un animal salvaje y no toleraba la mínima discrepancia. Granjearse su amistad parecía algo imposible, pero el escriba intentaría engañarlo comulgando con sus fanáticas palabras.

Astuta, la pequeña tropa evitó todo tipo de contacto con las patrullas egipcias. Avanzó de prisa en dirección norte, alejándose así de la zona controlada por Nesmontu.

Muerto, olvidado, Iker se internaba en la nada.

El paisaje en nada recordaba al del valle del Nilo ni al del Delta. Ocultos en un bosque de espinos, donde no faltaban las aguadas, los miembros del clan de Trece-Años se alimentaban de caza y de bayas. Las mujeres pocas veces salían de sus chozas.

Tras sus recientes hazañas, el chiquillo adquiría la talla de un héroe. Incluso el jefe, un barbudo de nariz achatada, lo saludaba.

—He aquí a un egipcio que acabo de capturar por orden del Anunciador —declaró Trece-Años con orgullo.

—¿Por qué no lo has matado?

—Porque está condenado a ayudarnos.

—¿Un egipcio ayudando a los cananeos?

—El Anunciador ha decidido transformarlo en un arma contra sus compatriotas. Tú te encargarás de su educación.

Un perrazo enorme se puso al lado de su dueño. Miró al extranjero y gruñó de forma tan amenazadora que incluso inquietó a Trece-Años.

—¡Tranquilo, Sanguíneo!

Sin dejar de observar al prisionero, el monstruo gruñó con menos intensidad.

—Todas estas historias no me interesan —interrumpió el jefe—. Yo necesito un esclavo que sepa hacer pan con los cereales que robamos a los egipcios. O es capaz de hacerlo, o lo regalaré a mi perro.

Educado en el campo, Iker se había acostumbrado a las exigencias de la cotidianidad. Solía ayudar al panadero de Medamud a preparar sus tortas.

—Procuradme lo necesario.

—Intenta no decepcionarme, muchacho.

—Vuelvo junto al Anunciador —anunció Trece-Años.

Y desapareció sin dirigir la menor mirada a Iker.

—¡A trabajar, esclavo! —ordenó el jefe, que estaba encantado con aquella ayuda inesperada.

Las horas se sucedían, extenuantes. Con la ayuda de un celemín, Iker medía la cantidad de grano que sacudía en un cedazo, por encima de un mortero de terracota. Luego, con una basta maja, machacaba los granos para separarlos de su envoltura y producir una harina cuya calidad, a pesar de varios tamizados, dejaba mucho que desear. A continuación la humedecía y la amasaba durante largo rato hasta obtener una pasta poco satisfactoria. El escriba no disponía de buenas herramientas ni de la mano de un auténtico panadero, pero aun así se esforzaba por progresar.

Fases delicadas, añadir la cantidad de sal adecuada y la cocción sobre unas brasas cuidadosamente alimentadas. Por lo que a la forma de los panes se refiere, ésta dependía de unos moldes desportillados que habían sido arrebatados a algunos caravaneros.

Estaba también la cotidiana tarea de ir a buscar agua y limpiar el campamento. Todas las noches, Iker se derrumbaba, agotado, y dormía con un pesado sueño del que lo sacaban al alba.

El joven perdió las esperanzas varias veces, convencido de que no conseguiría llevar a cabo un esfuerzo más. Pero aún le quedaba una pizca de voluntad y, ante la burlona mirada de los cananeos, reanudaba su implacable labor.

Sin embargo, tras una asfixiante jornada, estaba tan agotado que se derrumbó ante el horno del pan, esperando con una especie de serenidad el golpe fatal que lo liberara de aquella abominable existencia. Una lengua muy suave le lamió las mejillas. A su modo,
Sanguíneo
lo reconfortaba. Inesperada, aquella manifestación de amistad salvó al hijo real.

Se levantó y, a partir de aquel instante, su cuerpo soportó mejor la prueba; en vez de acabar con él, las tareas lo reforzaron.

Cuando el jefe vio a su perro acompañando al prisionero y defendiéndolo contra uno de sus esbirros, deseoso de apalearlo, quedó pasmado.
Sanguíneo
era un asesino nato, y debería haber destrozado al esclavo. Para seducirlo de ese modo, Iker forzosamente debía de tener poderes mágicos. Además, ¿no debería haber sucumbido hacía ya mucho tiempo?

Nadie, ni siquiera el jefe del clan cananeo, se burlaba de un hechicero. Pero ¿y si, al desaparecer, arrojaba un hechizo a sus torturadores? Convendría respetar un poco a Iker sin quedar en ridículo. Las circunstancias se prestaban a ello, puesto que era preciso cambiar de refugio; hacía ya mucho tiempo que la tribu se encontraba allí.

Encargaron al hijo real que preparara las provisiones para el camino. Dócil, Iker obedeció. Si pensaba escapar, se equivocaba por completo:
Sanguíneo
devoraba a los que se fugaban.

10

Gracias a la organización tan segura como eficaz montada por Gergu, una nueva estela había salido de Abydos con total impunidad. Conociendo cada una de las capillas y su contenido, Bega tenía muchos tesoros para vender, por no hablar de sus futuras revelaciones sobre los misterios de Osiris. Semejantes divulgaciones lo obligarían a violar definitivamente su juramento, pero aquello no lo turbaba. Aliado de Set y discípulo del Anunciador, cuando se eliminara la jerarquía sería el primero en desvelar los últimos secretos a los que no tenía acceso todavía.

En el seno de la ciudad sagrada, nadie desconfiaba de él. El Calvo apreciaba su rigor y no sospechaba que un sacerdote permanente, de inmaculada reputación, albergara como mayor deseo la destrucción de Abydos.

Bega, por su parte, desconfiaba de Isis, cuyo ascenso estaba lejos de haber terminado. La muchacha, sin embargo, parecía indiferente al poder y a los honores, pero ¿no cambiaría su actitud?

Para evitar cualquier sorpresa desagradable, Bega vigilaba a Isis. Nada insólito: llevaba a cabo sus tareas y sus rituales, pasaba largas horas en la biblioteca de la Casa de Vida, meditaba en el templo, hablaba con sus colegas y se encargaba de su asno, que no había cometido aún ningún error en su conducta.

Aunque la sacerdotisa iba a menudo a Menfis, no abandonaba el dominio de la espiritualidad, que pronto se reduciría a la nada. ¿Acaso el faraón no debía a los misterios de Osiris la mayor parte de su poder? Seco el árbol de vida, dislocada la barca divina, Sesostris ya sólo sería un déspota vacilante y frágil a quien el Anunciador daría un golpe fatal.

¿Por qué odiaba Bega lo que había venerado? Porque la autoridad suprema del país no reconocía su valor, y aquella falta era imperdonable. Si el rey hubiera corregido su error, tal vez Bega habría renunciado a vengarse. Pero desde su encuentro con el Anunciador era ya demasiado larde para retroceder.

—Estás de servicio en el templo de Sesostris —le anuncio el Calvo.

—¿Los demás permanentes también?

—Todos actuarán en el lugar que les he asignado. Mañana por la mañana reanudaremos el curso normal de los ritos.

Bega comprendió: el «Círculo de oro» iba a reunirse.¿Por qué no lo captaba la cofradía? Aquella humillación suplementaria fortaleció su decisión de probar su verdadera importancia, aunque el camino tomado se alejase definitivamente de Maat.

En cuanto Sesostris aparecía, todos sabían quién era el faraón. Gigante de severo rostro, de inmensas orejas, de párpados pesados y prominentes pómulos, tenía una mirada tan penetrante que nadie podía sostenerla. El atlético jefe de todas las policías del reino, Sobek el Protector, desaconsejaba en vano al monarca que viajase. Encargarse de su seguridad en Menfis tenía ya muchas dificultades, y los desplazamientos planteaban problemas insolubles. Formados personalmente por Sobek y sometidos a un riguroso entrenamiento, seis policías de élite velaban permanentemente por el faraón, e interceptarían a quien osara amenazar al rey. También era inquietante que Sesostris celebrase los ritos, solo en el naos de un templo, o concediera audiencias privadas. Según Sobek, todo el mundo era sospechoso. Y los dos intentos de atentado contra la persona real reforzaban ese punto de vista. Perpetuamente ansioso, ligero de sueño, el Protector no quería dejar nada al azar.

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