Carbonell, impertérrito, ladeó la cabeza.
—Si crees que tu verborrea moralista va a disuadirme, estás equivocado. Una vez que finalice la actuación e interroguemos nuevamente a la Mulata, pienso mostrarte el lado más abyecto y oscuro de nuestra ciudad. —Lo observó con atención—. Oye, ¿no serás uno de esos conservadores que desdeñan el libertinaje, pero que luego se entregan a la corrupción, ocultos tras la máscara del anonimato?
Debido al tono de su voz, un tanto alegre, Fernández-Luna comprendió al instante que el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona había comenzado a disfrutar la noche antes de tiempo. Su hilaridad se debía a un par de copas de vino manzanilla. Lo delataba su aliento.
—Soy liberal de pies a cabeza —admitió el madrileño, sintiéndose orgulloso de sus ideales políticos.
—¡Si ya lo sabía yo! ¡Eres de los míos! —exclamó, pasándole el brazo por encima del hombro de manera amistosa—. Luna… estoy seguro de que nos vamos a llevar bien.
Eufórico, Carbonell soltó una carcajada que al momento llamó la atención del recepcionista. Como vio que los oficiales de Infantería, igualmente, los escrutaban con mirada crítica, le hizo un gesto a su compañero para que comenzase a andar. Cuanto antes abandonaran el hotel, mejor.
Fuera, la policía a caballo hacía su ronda nocturna con ojo avizor, expectante, presta para intervenir ante cualquier tipo de incidencia que pudiera alterar el orden público. No en vano, en Jefatura les habían avisado de una posible protesta sindicalista por parte del movimiento obrero CNT, que reclamaba diversas mejoras relacionadas con la seguridad en el trabajo.
—Creo que me has malinterpretado —adujo Carbonell con una voz y una actitud algo más lúcida. Nada más salir a la calle, la suave brisa de la noche mitigó los vapores del alcohol—. No vayas a pensar que iba a llevarte al burdel de Madame Petit o al club de morfinómanos de la calle Escudellers. De momento, no procede. —Desplegó una sonrisa irónica—. Simplemente, creí que te interesaría conocer ese otro mundo que discurre paralelo al nuestro.
—No creo que Barcelona sea distinta a Madrid. Criminales, putas y degenerados los hay en todas partes —alegó con seriedad—. En todo caso, ya habrá tiempo para ello. Esta noche nos limitaremos a interrogar a la Mulata.
—De acuerdo, mejor lo dejamos para otro día —no quiso insistir.
Ya en la Rambla de Canaletas fueron engullidos por el vaivén de aristócratas caballeros y parejas amarteladas que caminaban absortos en sus propios asuntos, atesorando en realidad un punto de melancolía en su descenso al corazón de la inmoralidad y el desenfreno.
Una vez en el vestíbulo del Alcázar Español, Fernández-Luna se sintió desbordado ante la inesperada visita de un grupo de señoras engalanadas con fastuosos vestidos de tafetán tornasolado y esclavinas de piel sobre los hombros. Se abalanzaron sobre él aguijadas por una enfermiza curiosidad, deseosas de escuchar una de sus intrigantes aventuras en la capital de España. Venían acompañadas de Carbonell, el verdadero responsable de la multitudinaria congregación. Según pudo comprobar, su colega tenía buena mano para las féminas. Gran parte de su éxito se debía a su jovial atractivo y ponderada elocuencia.
La expectación que había suscitado su nombre entre las aburridas mujeres que acudían al teatro, después de que Carbonell las pusiera al corriente de sus miríficas hazañas policiales, le resultó un tanto exagerada y, además, poco conveniente. Desvió la mirada hacia la puerta del
café-concert
. Por un instante sintió lástima de los hombres que, hartos de atender la tibia conversación de sus esposas, departían de política en la acera envueltos en la nube de humo que originaban sus cigarros.
Echando mano de su exquisita educación, el mallorquín le fue presentando a Carmen Ortega de Mercader, condesa de Vilardaga; a Beatriz Rocamora de Huelín, marquesa de Alós; a Mercedes Rull, condesa de Fígols; a Carmen Pascual de Fontcuberta, baronesa viuda de Bonet; a Dolores Sert, marquesa de Comillas, y también a la joven y encantadora viuda de Macià, Dolores Moncerdà.
Antes de que Fernández-Luna se diese cuenta se vio rodeado por aquel elenco de nobles damas. Estas representaban el esplendor de una ciudad modélica que proponía desterrar a los marginados sociales, pero que saboreaba, al igual que ellos, su particular dosis de infamia. Carbonell, divertido ante la mirada de reproche que le lanzaba su colega, aprovechó que el resto de las mujeres centraba su atención en él para cortejar, discretamente, a la atractiva y acaudalada señora que fue de Macià.
Dolores Moncerdà no tendría más de veintiséis años. Había perdido a su esposo en la Guerra de Marruecos, después de que el jerife Al-Raisuni condujese a varias tribus del Rif a una sangrienta revuelta contra los españoles. Ella aceptó la pérdida con entereza y dignidad, convirtiéndose en otra de las tantas viudas de aquellos valerosos oficiales del Ejército que habían entregado su vida por los intereses de España. En un principio se recluyó en la lujosa mansión que poseía en la calle del Comercio, frente al Palacio de Bellas Artes. Con el paso del tiempo, Dolores echó en falta la palabrería cómplice de una amiga, y también el calor de unos labios masculinos recorriendo la piel de un cuerpo que se negaba a envejecer. Doña Carmen Pascual de Fontcuberta acudió en su auxilio con el fin de integrarla de nuevo en su círculo de amistades, pues conocía demasiado bien los sinsabores y tristezas a los que debía enfrentarse una mujer tras la pérdida de su esposo, máxime en los albores del matrimonio. Gracias a la refinada experiencia de la baronesa como alcahueta, Dolores comenzó a recibir proposiciones de diversos caballeros, que al fin y al cabo no dejaban de ser cazafortunas al acecho de viudas jóvenes, acaudaladas y desvalidas. De entre todos ellos, Ramón Carbonell era el pretendiente con más posibilidades de hacer realidad su sueño. Ambos estaban muy enamorados. Sobre todo Dolores.
El madrileño les hizo un gesto a las damas para que fuesen con él. Las invitó a sentarse en el sofá de terciopelo rojo situado al final del vestíbulo. De pie ante ellas, se dispuso a contarles la historia de Eddy Arcos, conocido también como el Aviador, el Piloto y el Marquesito: un embaucador que se movía entre la
crème
de la alta sociedad europea y sudamericana con el propósito de vivir a costa de sus incesantes mentiras. En Buenos Aires se había hecho pasar por piloto de aeroplano; en La Habana, por escritor; en Roma, por artista, y en Nueva York, por noble español de rancio abolengo.
Confiándoles un secreto, les puso al corriente de sus sospechas. Según él, aquel hombre no era otro que el Fantôme, el archiconocido ladrón de guante blanco buscado por la policía de toda Europa. Pensaba explicarles que aquel habilísimo truhán tenía por costumbre viajar con el cráneo de una joven —ex amante suya— guardado en una caja lacada de madera, cuando se abrieron las puertas de la sala. El espectáculo iba a comenzar de un momento a otro. Fernández-Luna dio gracias al Cielo por exonerarle de aquel castigo impuesto por su tocayo.
No sabía que lo peor estaba por llegar.
—Me ha dejado usted intrigada con ese asunto del ladrón de joyas. Espero que pueda contarme el final de su historia una vez que finalice la representación —le dijo la baronesa viuda de Bonet, aferrándose a su brazo mientras caminaban por la sala rectangular del
café-concert
camino de la sala de baile.
—No puedo negarme a su petición, que por otro lado resulta comprensible. Reconozco que las andanzas de Eddy, hasta cierto punto, son envidiables. Si he de serle sincero, siento verdadera admiración por ese hombre. Ha conseguido lo que muy pocos: burlar a la justicia durante años.
—Entonces, ¿le parecería un atrevimiento que les invitara, a usted y al señor Carbonell, a sentarse con nosotras esta noche? —La baronesa miró hacia una de las mesas situada junto al escenario, donde podía verse un pequeño jarrón con rosas rojas y una botella de Moët & Chandon enfriándose en la cubitera—. Así, cuando termine el espectáculo podrá seguir hablándome de ese delincuente al que tanto admira. —Sus ojos brillaron de excitación—. Tomaremos unos vinos en el Marsella, que está aquí al lado.
Fernández-Luna giró la cabeza hacia atrás, buscando la aprobación de su colega. Carbonell, que caminaba a su espalda acompañando a Dolores, plegó los labios en un taimado gesto de complicidad. Solo entonces comprendió lo que estaba ocurriendo: el muy ladino había previsto aquella cita de antemano. Lo había utilizado para acercarse a la joven que pretendía. Quisiera o no, le estaba sirviendo de «carabina».
Impelido por la curiosidad, dirigió su mirada hacia la mano derecha del mallorquín. No llevaba anillo de desposado. Era libre de pelar la pava a su antojo. Se sintió algo más tranquilo.
—Será un honor para nosotros aceptar la compañía de ustedes dos —le dijo a doña Carmen, de forma educada pero sin demasiado énfasis.
—¿Sabe una cosa, querido amigo? —inquirió la aristócrata, cuyos ojos de color esmeralda centelleaban de satisfacción—. Es usted un hombre realmente encantador.
Fernández-Luna sintió un ligero apretón en el antebrazo, un inequívoco gesto de seducción por parte de la baronesa que consiguió sonrojarle. No pudo evitarlo: se acordó de su esposa Ana. Era en esas situaciones tan incómodas cuando más la echaba de menos.
Se sustrajo a la insinuación de aquella elegante dama, un par de años mayor que él. No pensaba seguirle el juego. No era de esa clase de hombres. Y si bien es cierto que había visitado diversos prostíbulos en compañía de los amigos, en alguna de sus eventuales escapadas, jamás había pensado en el adulterio prorrogado como un escape a la rutina conyugal. Las queridas eran un incordio además de peligrosas, más aún si se quedaban embarazadas. La mayoría de ellas solía arruinar a sus amantes, o los condicionaba a llevar una vida escindida entre dos hogares. En todo caso, si un día decidiera costearse una entretenida, sería alguien de quien estuviese realmente enamorado.
Se acomodaron en la mesa próxima al escenario, y para mayor escándalo lo hicieron en parejas. Fernández-Luna pudo observar cómo la condesa de Vilardaga, así como la marquesa de Alós, ambas sentadas con sus notabilísimos cónyuges en una mesa que quedaba en el otro extremo de la sala, recurrían a los anteojos para espiarlos desde la distancia. Se sintió incómodo, vigilado. La situación resultaba embarazosa para un hombre tan sencillo, cabal y amante de su trabajo como él. Odiaba las habladurías.
Experimentó un gran alivio cuando se apagaron las luces de la descomunal lámpara que colgaba del techo y las voces fueron perdiendo intensidad hasta convertirse en un susurro, un runrún apenas audible. Segundos después, cuando las tinieblas envolvieron cada uno de los rincones de la sala, se hizo el completo silencio.
En primer lugar actuó la pareja de transformistas, que con sus cuchufletas humorísticas hicieron reír a los espectadores. A continuación le tocó el turno a la Argelia, una cupletista de lujo que formaba parte de la compañía de vodevil que llevaba tres meses en cartelera. Hubo una gran ovación por parte del público, que rompió en aplausos y vítores. Y finalmente, tras la representación del resto de las actrices y bailarinas a transformación de la compañía Llobregat, hombres y mujeres aguantaron la respiración, con la mirada atenta en el tablado, a la espera del verdadero espectáculo de la noche.
Nada más salir a escena, la luz del foco central iluminó el voluptuoso cuerpo de la cantante y bailarina nacida en Santiago de Cuba. Iba vestida con un
maillot
de lamé, bastante corto y adornado de lentejuelas, y altísimas plumas de caribú sobre la cabeza. Con andar insinuante, la Mulata se acercó a quienes estaban sentados en las primeras mesas para agradecerles su asistencia. Después de intercambiar unas breves palabras con los músicos de la orquestina, inició su actuación cantando un bolero al son de guitarras, bongoes, claves, requintos y maracas. El baile criollo y sensual, así como la belleza de aquel cuerpo semidesnudo en continuo movimiento, suscitó en los caballeros el temblor excitado del principiante al visitar una casa de lenocinio. La suya era una danza que derrochaba erotismo, armonía y folklore; un baile plácido y exquisito, capaz de invocar frívolas escenas de la Cuba colonial que algunos recordaban con nostalgia.
Fernández-Luna tuvo que reconocer que la joven poseía una belleza fuera de lo común. Su piel morena, su nariz respingona, sus ojos de color café, el culebreo de sus curvas, la carnosidad de sus labios y el ligero atuendo que apenas ocultaba su cuerpo, bastaban para volver loco a cualquier varón que se jactara de serlo. Era atractiva, sí; y también peligrosa. Esa fue la rotunda conclusión a la que llegó el de Madrid después de analizar fríamente los atributos, y posibles defectos, de aquella criatura angelical de largas piernas y abundante melena negra.
Poco después, todos los presentes observaban embelesados a la espectacular
vedette
. Incluso él mismo, que era de esos hombres que raramente se fijaban en las mujeres —a menos que fuese bastante atractiva—, se había dejado atrapar por la voz y el encanto de María Duminy. De ahí que ninguno de ellos reparara en la presencia de un individuo de tupida y espesa barba que avanzaba con sigilo hacia el escenario. Envuelto en un guardapolvo de color oscuro y la cabeza cubierta con una gorra de pañete, apenas se podía distinguir su silueta.
Cuando ya estaba a un par de metros del tablado, tropezó aparatosamente con una de las sillas. El sonido atrajo la atención de Fernández-Luna, que dirigió su mirada hacia el lugar donde se había originado el estrépito. En un fugaz instante, y gracias al reflejo de la luz del escenario, pudo ver el brillo metálico de una pistola en mitad de la oscuridad.
Reaccionó de inmediato.
—¡Detengan a ese hombre! —gritó, poniéndose en pie—. ¡Va armado! —avisó con mayor potencia de voz.
Sonó un disparo; y luego, otro más. María Duminy, que en este caso era el verdadero objetivo de aquel exaltado, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Afortunadamente seguía ilesa. Su agresor había errado el tiro.
Los músicos de la orquestina abandonaron sus instrumentos para ir a esconderse tras las columnas que circundaban la pista de baile, ante el temor de recibir una bala perdida. En cuanto a los aristócratas y poderosos empresarios que habían acudido a la representación, llevados por la urgente necesidad de salvar sus vidas, se levantaron de los asientos, precipitándose después hacia la salida. Cuando se encendieron las luces de la lámpara central, Fernández-Luna vio al responsable de aquel atentado desaparecer por una de las puertas laterales.