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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (4 page)

BOOK: El círculo oscuro
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—Descansa. Medita. Completa la primera fase de tus estudios. —Pendergast hizo una pausa—. No acabo de creer que nadie sepa qué es el Agoyzen. Seguro que alguien lo ha mirado. Es la naturaleza humana, incluso aquí, entre estos monjes. Me ayudaría muchísimo saber qué es.

—Lo investigaré.

—Magnífico. Sé que puedo contar con tu discreción. —Titubeó un poco y se volvió hacia ella—. Constance, necesito preguntarte algo.

Al ver su expresión, Constance abrió mucho los ojos, pero su tono de voz permaneció tranquilo.

— ¿Qué?

—Nunca has dicho nada sobre tu estancia en Feversham, y es posible que en algún momento necesites hacerlo. Cuando te reúnas conmigo… si estás preparada…

Volvió a dejar la frase a medias, dando muestras de una confusión y una indecisión raras en él.

Constance apartó la mirada.

—Aún no hemos hablado de lo que pasó, y ya han transcurrido semanas —añadió él—, pero tarde o temprano…

La joven se volvió hacia él bruscamente.

— ¡No! —dijo con rabia—. No. —Hizo una pausa para recuperar la compostura—. Quiero que me prometas no hablar nunca más en mi presencia de él o de… Feversham.

Pendergast la miró atentamente, sin moverse. Al parecer, la seducción de su hermano Diógenes había afectado a Constance más profundamente de lo que creía. Finalmente asintió, moviendo apenas la cabeza.

—Te lo prometo.

Soltando las manos de la joven, le dio un beso en cada mejilla, cogió las riendas y montó. Después azuzó al caballo con los talones, cruzó la entrada principal y se alejó por la sinuosa senda.

Capítulo 4

En lo más profundo del monasterio de Gsalrig Chongg, dentro de una celda desnuda, Constance Greene se había sentado en la posición del loto y visualizaba con los ojos cerrados una complicadísima cuerda de seda con nudos situada ante ella en un cojín. Detrás, en la penumbra, estaba Tsering, pero lo único que Constance percibía de él era su voz, un grave murmullo en tibetano. Después de casi ocho semanas estudiando el idioma con ahínco, Constance lo hablaba con cierta, aunque balbuceante, fluidez, y ya había adquirido un vocabulario modesto, así como algunas expresiones y frases hechas.

—Mira el nudo en tu mente —dijo la voz grave, hipnotizadora de su maestro.

Gracias a la voluntad de Constance, el nudo empezó a materializarse a una distancia de algo más de un metro, irradiando luz. Desapareció de su conciencia el hecho de estar sentada en el frío suelo de una celda revestida de nitro.

—Que sea claro. Que sea estable.

El nudo se enfocó de golpe; temblaba un poco o se volvía borroso cada vez que flaqueaba la atención de Constance, pero siempre acababa enfocando de nuevo.

—Tu mente es un lago en el crepúsculo —dijo el maestro—. Quieto, en calma y transparente.

Constance se sintió envuelta por la extraña sensación de estar y no estar. El nudo que había elegido visualizar permaneció ante ella. Era de una complejidad media, obra de un gran maestro, trescientos años atrás, y recibía el nombre de Doble Rosa.

—Aumenta la imagen del nudo en tu mente.

Era un difícil equilibrio entre esfuerzo y distanciamiento. Si se concentraba demasiado en la nitidez y la estabilidad, la imagen empezaba a descomponerse y otros pensamientos se entrometían, mientras que si se distanciaba demasiado, la imagen se perdía en las brumas de su mente. Había un punto de equilibrio perfecto, que fue encontrando despacio, muy despacio.

—Ahora mira la imagen del nudo que has creado en tu mente. Obsérvala desde todos los ángulos, desde arriba y desde los lados.

Los lazos de seda, que brillaban suavemente, se mantuvieron firmes en la visión mental de Constance, aportándole una alegría tranquila y un grado de conciencia que experimentaba por primera vez. De pronto desapareció totalmente la voz de su maestro, y solo quedó el nudo. Se desvaneció el tiempo. Se desvaneció el espacio. Solo quedaba el nudo.

—Deshaz el nudo.

Era la parte más difícil; exigía una concentración enorme seguir las vueltas y revueltas del nudo, y desanudarlo después mentalmente.

Pasó algún tiempo. Podrían haber sido diez segundos, o diez horas.

Una mano le tocó suavemente el hombro. Abrió los ojos. Tsering estaba delante, con la túnica alrededor del brazo.

— ¿Cuánto? —preguntó en inglés.

—Cinco horas.

Al levantarse, casi no la sostenían las piernas. A duras penas pudo andar. Tsering la cogió del brazo y la ayudó a recuperar el equilibrio.

—Aprendes bien —dijo—. Procura no enorgullecerte demasiado de ello.

Constance asintió.

—Gracias.

Recorrieron despacio un antiguo pasadizo. Al llegar a un recodo, Constance oyó el rumor lejano de las ruedas de oración que reverberaban entre las piedras del pasillo.

Otro recodo. Se sentía fresca, lúcida y alerta.

— ¿Qué impulsa las ruedas de oración? —preguntó—. Giran sin cesar.

—Debajo de monasterio hay manantial, fuentes del río Tsangpo. Al pasar por rueda, pone en movimiento engranaje.

—Muy ingenioso.

Dejaron atrás el muro de ruedas de latón, que crujía y traqueteaba como un invento de Rube Goldberg
[1]
.

Dejaron atrás las ruedas y salieron a uno de los corredores exteriores. Frente a ellos se erguía uno de los pabellones del extremo del monasterio, enmarcando las tres grandes montañas con sus pilares cuadrados. Al entrar con Tsering en el pabellón, Constance se llenó los pulmones de aire puro de alta montaña. Tsering le indicó un asiento. Ella se sentó. Durante unos minutos contemplaron en silencio las montañas, cada vez más oscuras.

—Meditación que aprendes es muy poderosa. Quizá algún día salgas de meditación y encuentres que nudo está… deshecho.

Constance no dijo nada.

—Algunas personas pueden incidir en mundo físico solo con pensamiento, y crear cosas pensando. Cuentan que monje meditó tanto tiempo sobre rosa que al abrir ojos había rosa en suelo. Es muy peligroso. Hay quien, con bastante habilidad y paciencia, es capaz de crear… algo más que rosas. No es cosa deseable, sino grave desviación respecto a enseñanzas budistas.

Constance asintió, mostrándose de acuerdo pese a no creer ni una palabra de lo que oía.

Una sonrisa tensó los labios de Tsering.

—Eres escéptica. Muy bien. Tanto si crees como si no, ten cuidado al elegir imagen sobre que meditas.

—Lo estudié—dijo Constance.

—Recuerda: aunque tengamos muchos «demonios», mayoría no son malignos. Son apegos que hay que conquistar a través de iluminación.

Otro largo silencio.

— ¿Alguna pregunta?

Constance se quedó callada, pensando en la última petición de Pendergast antes de irse.

—Dígame una cosa: ¿por qué hay un monasterio interior?

Tsering guardó un momento de silencio.

—Monasterio interior es más antiguo de Tíbet, construido en aislamiento de estas montañas por grupo de monjes itinerantes de India.

— ¿Lo construyeron para proteger el Agoyzen?

La mirada de Tsering se endureció.

—De eso no se puede hablar.

—Mi tutor ha ido a buscarlo. A petición del monasterio. Quizá yo también pueda ayudar.

El anciano apartó la vista, con una expresión distante que nada tenía que ver con el paisaje que se vela desde el pabellón.

—Agoyzen fue traído de India; lejos, en montañas, donde no fuera peligroso. Construyeron monasterio interior para proteger y guardar Agoyzen, y más tarde fue construido monasterio exterior alrededor de interior.

—Hay una cosa que no entiendo muy bien: si tan peligroso era el Agoyzen, ¿por qué no lo destruyeron?

El monje se quedó callado mucho rato, hasta que dijo en voz baja:

—Porque tiene una finalidad importante en futuro.

— ¿Qué finalidad?

Pero el maestro no dijo nada más.

Capítulo 5

El jeep salió a toda velocidad de la curva, dio tumbos por una sucesión de enormes baches enfangados y, enfilando una ancha pista de tierra, bajó de las montañas hasta la localidad de Qiang, situada en un húmedo valle, bastante cerca de la frontera entre Tíbet y China. La gris llovizna que caía del cielo se fundía con la cortina de humo marrón depositada sobre la ciudad por un sinfín de chimeneas industriales, que se levantaban al otro lado de un río turbio y aceitoso. Las dos orillas del río estaban atestadas de basura.

Dando bocinazos, el conductor del jeep adelantó a un camión sobrecargado; después a otro, en una curva sin visibilidad (por la que estuvo a punto de despeñarse), y emprendió el descenso hacia la población.

—A la estación de tren —le dijo Pendergast en mandarín al conductor.


Wei wei, xian shengf
.

El jeep esquivó a peatones, bicicletas y a un hombre con un carro de dos bueyes. El conductor dio un frenazo en una rotonda congestionada y avanzó despacio, tocando la bocina sin parar. El aire estaba lleno de humo de tubos de escape de coche y de una verdadera sinfonía de bocinas. Los limpiaparabrisas abofeteaban el cristal, untándolo de barro sin que la anémica lluvia bastase para dispersarlo.

Al otro lado de la rotonda, la ancha avenida moría en un edificio bajo de cemento gris, frente al que el conductor frenó en seco.

—Ya hemos llegado —dijo.

Pendergast bajó y abrió el paraguas. El aire olía a azufre y a emanaciones de petróleo. Entró en la estación, llena de gente que gritaba y se empujaba, cargada con bolsas gigantescas y cestas con ruedas. Se velan pollos y patos vivos, con las patas atadas. Incluso había un hombre con un viejo carro de supermercado sobre el que un cerdo chillaba hasta dar lástima.

El fondo de la estación era más transitable. Fue donde encontró lo que buscaba: un pasillo mal iluminado por donde se iba a los despachos de la administración. Caminando deprisa, dejó atrás a un vigilante amodorrado y se internó por el largo pasillo, donde fue leyendo los nombres de las puertas. Se paró junto a una de aspecto particularmente desgastada y movió el tirador. Como estaba abierto, entró sin llamar.

Detrás de un escritorio lleno de papeles había un funcionario chino bajo y rechoncho. En un lado de la mesa había un juego de té con las tazas melladas y sucias. El despacho olía a fritura y a salsa hoisin.

El funcionario se levantó como un resorte, indignado porque entrasen sin llamar.

— ¿Quién usted? —rugió en mal inglés.

Pendergast cruzó los brazos, con una sonrisa desdeñosa.

— ¿Qué quiere? Voy llamar guardia.

El funcionario tendió una mano hacia el teléfono, pero Pendergast se acercó rápidamente y colocó el auricular en su sitio.

—Ba… —dijo en voz baja, en mandarín—. Basta.

La nueva ofensa provocó que el funcionario se pusiera rojo de ira.

—Quiero saber la respuesta a algunas preguntas —dijo Pendergast, en el mismo mandarín frío y oficial.

La reacción del funcionario fue inmediata: indignación, confusión y temor fue lo que reflejaron sus facciones.

— ¡Usted me insulta! —exclamó finalmente en mandarín—. Se mete en un despacho, toca mi teléfono, me viene con exigencias… ¿Quien es, si puede saberse, para presentarse aquí con estos modales de bárbaro?

—Me hará el favor de sentarse y escuchar, buen hombre. Si no… —Pendergast cambió a un registro de informalidad insultante—. Se encontrará en el primer tren que salga, asignado a un puesto de guardia en lo más alto de la cordillera de Kunlun.

La cara del funcionario casi estaba morada, pero no dijo nada. Al cabo de un rato se sentó rígidamente y esperó con las manos cruzadas sobre la mesa.

Pendergast también se sentó. Sacó el rollo que le había dado Thubten y se lo tendió al funcionario, que lo cogió a regañadientes después de un momento.

—Hace dos meses pasó por aquí este hombre. Se llama Jordán Ambrose. Llevaba una caja de madera muy antigua. A camino de un soborno, usted le extendió un permiso de exportación para la caja. Me gustaría ver una copia del permiso.

Se hizo un largo silencio. Después el funcionario dejó la pintura sobre la mesa.

—No sé de qué habla —dijo agresivamente—. Yo no acepto sobornos; además, por esta estación pasa mucha gente, y no me acordaría.

Pendergast sacó del bolsillo una caja plana de bambú, la abrió y la giró, haciendo caer sobre la mesa un fajo de renminbís de cien yuanes que el funcionario se quedó mirando, a la vez que tragaba saliva.

—Seguro que se acuerda de ese hombre —dijo Pendergast—. La caja era grande, de un metro y medio de largo, y saltaba a la vista que era antigua. Al señor Ambrose le habría sido imposible llevársela de aquí o salir del país sin un permiso. Ahora puede elegir, buen hombre: o se salta sus principios y acepta el soborno, o sigue sus principios y acaba en la cordillera de Kunlun. Como quizá haya deducido por mi acento y la fluidez con la que hablo su idioma, pese a ser extranjero tengo contactos importantes en China,

El funcionario se limpió las manos con un pañuelo y puso una de ellas encima del dinero, que recogió y oculto rápidamente dentro de un cajón. A continuación se puso en pie, al igual que Pendergast. Se dieron la mano y se saludaron educadamente, corno si se vieran por primera vez.

Después el funcionario se sentó.

— ¿Desea un té el caballero? —preguntó.

Pendergast echó un vistazo a las tazas sucias y descascarilladas y sonrió.

—Sería un gran honor, señor mío.

El funcionario gritó de malos modos hacia otra habitación. Apareció corriendo un subordinado, que se llevó el juego de té y lo devolvió a los cinco minutos, humeante. El burócrata sirvió dos tazas.

—Sí, ya me acuerdo del hombre al que se refiere —dijo—. No tenía visado para estar en China. Llevaba una caja larga. Quería dos cosas: un visado de entrada (que le hacía falta para salir) y un permiso de exportación. Yo le di ambas cosas. Le salió… muy caro.

El té era un lung ching cuya calidad sorprendió a Pendergast.

—No hablaba chino, como supondrá usted. Me contó una historia muy inverosímil sobre que había entrado en el Tíbet por Nepal.

— ¿Y la caja? ¿Le dijo algo sobre la caja?

—Que era una antigüedad comprada en el Tíbet. Ya se sabe que los puercos de los tibetanos venderían a sus propios hijos por un par de yuanes. La Región Autónoma del Tíbet está llena de cosas viejas.

— ¿Le preguntó usted que había dentro?

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