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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (6 page)

BOOK: El círculo oscuro
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—Solo vendo de particular a particular. Obviamente, no estamos abiertos al público. ¿Cuánto tiempo hace que colecciona? Nunca había oído su nombre, y eso que me enorgullezco de conocer prácticamente a todo el mundo en este negocio…

—No soy coleccionista.

La mano de Morin se quedó quieta, mientras encendía el cigarrillo.

— ¿No es coleccionista? Pues le habré entendido mal cuando hablamos por teléfono.

—No me entendió mal. Le dije una mentira.

La mano se quedó rígidamente inmóvil. El humo dibujaba volutas en el aire.

— ¿Perdón?

—En realidad soy detective. He venido a título privado; estoy buscando un objeto robado.

Fue como si se congelase hasta el aire de la sala.

Morin habló con calma.

—Dado que reconoce no estar aquí en misión oficial, y que ha entrado haciéndose pasar por otro, me temo que nuestra conversación ha terminado. —Se levantó—. Buenos días, señor Pendergast. Lavinia le acompañará a la puerta.

Se volvió para irse, por lo que Pendergast habló con su espalda.

—A propósito, la estatua khmer del rincón procede de Camboya, de Banteay Chhmar. Solo hace dos meses que la robaron.

Morin se detuvo a medio camino.

—Se equivoca. Procede de una antigua colección suiza. Tengo los documentos que lo demuestran. Así como de todos los objetos de mi colección.

—Yo tengo una foto del mismo objeto in situ, en la pared del templo.

— ¿Lavinia? —dijo Morin en voz alta—. Por favor, llame a la policía y dígales que en mi casa hay un indeseable que se resiste a irse.

—Y aquellos Sri Chakrasamvara y Vajravarahi nepaleses del siglo XVI fueron exportados con un permiso falsificado. Sería imposible que una pieza así saliera legalmente de Nepal.

— ¿Esperamos a la policía, o ya se iba?

Pendergast miró su reloj.

—Esperaré con mucho gusto. —Dio unas palmadas a su maletín—. Aquí dentro hay suficientes documentos para tener ocupada durante años a la INTERPOL.

—Usted no tiene nada. Todas mis piezas son legales; su procedencia está más que contrastada.

— ¿Como aquella bóveda craneal kapala con adornos de oro y plata? Es legal… porque es una copia moderna. ¿O es que intenta hacerla pasar por original?

Se hizo el silencio. La mágica luz veneciana se filtraba por las ventanas, bañando la espléndida sala con su resplandor dorado.

—Cuando llegue la policía, le haré arrestar —acabó diciendo Morin.

—Sí, y seguro que confiscarán el contenido de mi maletín, que encontrarán extremadamente interesante.

—Es usted un chantajista.

— ¿Chantajista? Yo no quiero nada. Me limito a exponer hechos, como por ejemplo que aquel Vishnu con consortes del siglo XII, supuestamente de la dinastía Pala, también es falso. Si fuera auténtico, le reportaría una pequeña fortuna. Lástima que no pueda venderlo.

— ¿Qué diablos quiere?

—Absolutamente nada.

—Viene aquí, miente, me amenaza en mi propia casa… ¿y no quiere nada? ¡Vamos, Pendergast! ¿Sospecha que alguno de estos objetos es robado? Pues ¿por qué no lo hablamos como dos caballeros?

—Dudo que el objeto robado que busco esté en su colección.

Morin se pasó un pañuelo de seda por la frente.

—Con algún objetivo o alguna petición habrá venido a visitarme, ¿no?

— ¿Por ejemplo?

— ¡No tengo ni idea! —se exasperó—. ¿Quiere dinero? ¿Un regalo? ¡Todo el mundo quiere algo! ¡Suéltelo de una vez!

—Bueno, bueno… —dijo Pendergast tímidamente—. Ya que insiste, me gustaría que echara un vistazo a un pequeño retrato tibetano.

Morin se volvió tan bruscamente que hizo caer la ceniza de su cigarrillo.

— ¿Solo se trata de eso? ¡Por Dios!, ahora mismo miraré el retrato de marras. Para eso no hacían falta tantas amenazas.

— ¡Cuánto me alegro de oírlo! Tenía miedo de que no quisiera colaborar.

— ¡Ya le he dicho que sí, que colaboraré!

—Magnífico.

Pendergast sacó el retrato que le había dado el monje y se lo tendió a Morin, que inmediatamente lo desenrolló. El doctor abrió unas gafas y se las puso. Al cabo de un momento se las quitó y devolvió el rollo a Pendergast.

—Moderno. Sin valor.

—No he venido para que lo valore. Fíjese en la cara del retrato. ¿Le ha visitado alguna vez este hombre?

Después de titubear unos instantes, Morin cogió el retrato por segunda vez y le prestó más atención. Puso cara de sorpresa.

—Pues sí, sí que le reconozco. ¿Se puede saber quién ha hecho este retrato? Es de un estilo thangka perfecto.

— ¿Vino a venderle algo?

Morin hizo una pausa.

—No estará trabajando con este… individuo, ¿verdad?

—No, le estoy buscando; a él y al objeto que robó.

—Los despaché a los dos.

— ¿Cuándo vino?

Morin se levantó y consultó una gran agenda.

—Hace dos días, a las dos. Trajo una caja. Dijo que le habían comentado que yo trataba en antigüedades tibetanas.

— ¿Quería venderla?

—No, eso es lo más raro; ni siquiera quiso abrir la caja. La llamó Agoyzen, una palabra que yo nunca había oído, y eso que algo se de arte übclano. Si no le eché enseguida fue porque la joya era auténtica, y muy, muy antigua, una joya en sí misma, con inscripciones en tibetano arcaico que se remontaban como mínimo al siglo x. Me habría gustado quedarme con la caja, y me moría de ganas de saber qué contenía, pero él no quería vender nada. Lo que quería era, en cierto modo, asociarse conmigo; necesitaba financiación. Pretendía montar una especie de exposición itinerante del objeto de la caja, que según él asombraría al mundo. Creo que la palabra que usó fue «transfigurar». Sin embargo, se negó en redondo a enseñarme el objeto sin haber accedido a sus condiciones. Como comprenderá, me pareció una proposición absurda.

— ¿Qué le contestó?

—Intenté convencerle de que abriera la caja, pero debería haberle visto: empezó a darme miedo, señor Pendergast. Estaba loco.

Pendergast asintió.

— ¿En qué sentido?

—Soltó una risa histérica, y dijo que me estaba perdiendo la oportunidad de mi vida. Dijo que se lo llevaría a Londres, donde conocía a un coleccionista.

— ¿La oportunidad de su vida? ¿Sabe a qué se refería?

—Farfulló no sé qué tontería de cambiar el mundo. Pazzesco.

— ¿Sabe a qué coleccionista pensaba ver en Londres?

—No me dio ningún nombre, pero a la mayoría les conozco. —Escribió algo en un papel y se lo dio a Pendergast—. Aquí tiene algunos nombres para empezar.

— ¿Por qué vino a verle a usted? —preguntó Pendergast.

Morin abrió las manos.

— ¿Por qué ha venido usted, señor Pendergast? Soy el principal marchante de antigüedades asiáticas de Italia.

—Sí, es verdad; nadie tiene mejores piezas… porque nadie tiene menos escrúpulos.

—Ya tiene la respuesta —dijo Morin, no sin cierto orgullo.

Llamaron insistentemente al timbre. También se oían golpes.


¡Polizia!
—dijo una voz en sordina.

— ¿Lavinia? —llamó Morin—. Por favor, déles gracias a la policía de mi parte, pero dígales que pueden irse. Ya me he ocupado del indeseable. —Se volvió hacia Pendergast—. ¿Ya he satisfecho su curiosidad?

—Sí, gracias.

—Espero que los documentos de su maletín no caigan en malas manos…

Pendergast lo puso boca abajo y lo abrió. Salieron periódicos viejos.

Morin le miró fijamente, mientras se sonrojaba. De repente sonrió.

—Tiene usted tan pocos escrúpulos como yo.

—Quien a hierro mata, a hierro muere.

—Se lo ha inventado todo, ¿verdad?

Pendergast cerró el maletín.

—Sí, excepto mi comentario sobre el Vishnu con consortes, aunque seguro que encontrará a algún empresario rico que se lo comprará y lo disfrutará sin sospechar nada.

—Gracias. Es mi intención.

Morin se levantó y acompañó a la puerta a Pendergast.

Capítulo 8

La lluvia caída hacía poco había abrillantado las calles de Croydon, un triste distrito comercial al sur de Londres. Eran las dos de la madrugada. Aloysius Pendergast estaba en la esquina de Cairo New Road y Tamworth. Por la A23, los coches circulaban a toda velocidad. Un tren de la línea Londres-Southampton pasó como un relámpago. En la esquina de la manzana había un hotel de los años setenta, feo, con manchas de hollín y humedad en la fachada de hormigón. Pendergast se caló el sombrero, se apretó el nudo de la corbata Burberry, se puso bajo el brazo la bolsa de cazador Chapman y caminó hacia la puerta acristalada de la entrada del hotel. Estaba cerrada. Llamó al timbre. Poco después se oyó el zumbido de apertura.

Entró en una recepción muy iluminada, que olía a cebolla y humo de cigarrillo. El suelo era moqueta de poliéster, azul y dorada, con manchas, y el papel de la pared tenía un diseño dorado con textura resistente al agua. Se oía una versión de «Strawberry Fields Forever» de hilo musical. La mesa del recepcionista (un hombre melenudo, con el pelo algo aplastado en un lado de la cabeza, que le vio llegar con desgana) estaba en un lado.

—Una habitación, por favor.

Pendergast llevaba el cuello subido, y su postura casi impedía verle la cara. Habló en tono gruñón y acento de los Midlands.

— ¿Nombre?

—Crowther.

El recepcionista deslizó una tarjeta sobre la mesa. Pendergast la rellenó con un nombre y una dirección falsos.

— ¿Modo de pago?

Sacó del bolsillo un fajo de billetes y pagó en efectivo.

El recepcionista le miró por encima.

— ¿Equipaje?

—Me lo ha extraviado la jodida compañía aérea.

Le dio una llave de las de tarjeta y se fue por el fondo, seguramente para seguir durmiendo. Pendergast cogió la tarjeta y fue hacia los ascensores.

Subió a su piso (el tercero), pero no bajó del ascensor. Después de que se cerraran las puertas, se quedó dentro, sin cambiar de planta. Abrió la bolsa, sacó un pequeño lector de tarjetas magnéticas, pasó por él la de su habitación y leyó los resultados de la pantalla LCD. Después de un rato tecleó unos números, volvió a pasar despacio la tarjeta por el lector y guardó el aparato dentro de la bolsa. A continuación pulsó el botón de la séptima planta y esperó a que el ascensor subiera.

Las puertas se abrieron a un pasillo fuertemente iluminado con tubos fluorescentes. Estaba vacío, con puertas a ambos lados, y había la misma moqueta azul y oro que en el resto del edificio. Pendergast bajó del ascensor, caminó deprisa hacia la habitación 714 y se paró a escuchar. Dentro no se oía nada. La luz estaba apagada.

Insertó la tarjeta. La puerta se entreabrió con un pitido, a la vez que se encendía una luz azul. La abrió despacio, y la cerró nada más entrar.

Con algo de suerte encontraría la caja sin problemas y se iría sin despertar al huésped de la habitación, pero estaba inquieto. Había hecho algunas averiguaciones sobre Jordán Ambrose. Era de una familia de clase media alta de Boulder, Colorado.

Experto en snowboard, alpinismo y mountain bike, había dejado la universidad para escalar las Siete Cumbres, algo de lo que solo podían presumir doscientas personas en todo el mundo; pretendía coronar la cima más alta de cada uno de los siete continentes, hazaña que a Ambrose le había llevado cuatro años. Después de eso se había dedicado profesionalmente al montañismo. Había dirigido expediciones muy lucrativas al Everest, al K-2 y A las Tres Hermanas. En invierno ganaba dinero rodando acrobacias en snowboard y haciendo promociones. La expedición al Dhaulagiri había sido un intento muy bien organizado y financiado de escalar la cara oeste —todavía virgen— de la montaña, una de las últimas escaladas épicas que quedaban en el inundo: tres mil seiscientos vertiginosos metros de pared casi vertical, compuesta de roca podrida y hielo, y expuesta a aludes, vientos huracanados y cambios bruscos de temperatura —de hasta más de treinta grados— del día a la noche. Ya habían muerto en el intento treinta y dos escaladores. El grupo de Ambrose sumaría cinco bajas más a la lista. Ni siquiera habían llegado hasta la mitad.

Lo increíble era que Ambrose hubiera sobrevivido. Y que llegara al monasterio era prácticamente un milagro.

Desde entonces, desde su paso por el monasterio, todo lo que había hecho parecía impropio de él, empezando por el robo. Jordán Ambrose no necesitaba dinero. De hecho hasta entonces no le había interesado casi nada. Tampoco era coleccionista. No le interesaban ni el budismo ni ningún tipo de vía espiritual. Siempre había sido una persona honrada y muy inteligente, entregada (por no decir obsesionada) al alpinismo.

¿Por qué había robado el Agoyzen? ¿Por qué lo arrastraba por toda Europa, no para venderlo, sino en busca de un socio, o algo por el estilo? ¿Cuál era el objetivo de esa «asociación»? ¿Por qué se negaba sistemáticamente a enseñar el objeto? ¿Y por qué no había hecho ni siquiera el esfuerzo de ponerse en contacto con las familias de los cinco escaladores muertos (todos grandes amigos suyos), algo totalmente contrario a la ética del alpinismo?

Todos los actos de Jordán Ambrose a partir de su estancia en el monasterio parecían de otra persona, lo cual inquietaba profundamente a Pendergast.

Cruzó el vestíbulo, y nada más girar hacia la habitación oscura reconoció el olor a herrumbre de la sangre. La luz cruda que entraba desde la autopista le permitió ver un cuerpo en el suelo.

Sintió rabia, y una gran consternación. Adiós a sus esperanzas de una solución fácil.

Con el impermeable bien ceñido, y el sombrero en la cabeza, acercó los dedos al interruptor y lo encendió sin quitarse los guantes.

Era Jordán Ambrose.

Le consternó aún más ver el estado del cadáver. Estaba tendido de espaldas, con los brazos extendidos y la boca abierta, y los ojos azules mirando fijamente al techo. En el centro de la frente había un pequeño agujero de bala, con quemaduras y restos de pólvora, señal de que le habían disparado a bocajarro con una pistola del calibre veintidós. No había orificio de salida. La bala había rebotado en el interior del cráneo, lo que sin duda había provocado una muerte inmediata. Sin embargo, lejos de conformarse con matar, el asesino parecía haberse ensañado en una orgía totalmente gratuita de cuchilladas al cadáver. Aquellos pinchazos, cortes y tajos delataban una psicología anormal. Ni siquiera era la de un asesino habitual.

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