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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (7 page)

BOOK: El círculo oscuro
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Tras un rápido registro de la habitación, Pendergast comprobó que el Agoyzen ya no estaba en ella.

Volvió junto al cadáver. Las brutales cuchilladas post mortem habían dejado la ropa hecha jirones, pero los bolsillos, parcialmente vueltos del revés, indicaban que el asesino había registrado el cadáver antes de entregarse a su sangriento frenesí. Tocando lo menos posible el cadáver, extrajo del bolsillo trasero la cartera de la víctima y la abrió. Estaba llena de dinero. No lo habían robado. Supuso que si habían registrado a Ambrose era para comprobar que no escribiese nada acerca de la cita fatal.

Guardó la cartera en la bolsa y se apartó del cadáver para realizar otro examen de la habitación, fijándose en todos los detalles. Observó las manchas de sangre, las señales en la moqueta y la cama y las salpicaduras en la maleta.

Ambrose iba bien vestido, con traje y corbata, como si esperase una visita de cierta importancia. La habitación estaba ordenada, la cama bien hecha, y los artículos de tocador alineados encima del lavabo. Sobre una mesa había una botella de whisky abierta, y dos vasos casi llenos. Examinó la condensación de los vasos y probó el whisky con el dedo para calcular la cantidad de hielo derretido. Basándose en la dilución del whisky, y en la temperatura de los vasos, estimó que se habían servido hacía cuatro o cinco horas. Estaban limpios, sin huellas dactilares.

Volvió a llamarle la atención el extraño comportamiento del asesino.

Dejó la bolsa encima de la cama, sacó unos tubos de ensayo V unas pinzas y se arrodilló para tomar muestras de sangre, fibras y pelo. Repitió la operación en el cuarto de baño, por si lo había usado el visitante, pero este había sido cauteloso; una habitación de hotel barata y limpiada por encima era uno de los peores lugares para recoger pruebas forenses. A pesar de todo, registró a fondo hasta el último rincón, buscando huellas en los pomos de las puertas y en otras superficies (incluso debajo de la mesa de fórmica). Resultó que las habían limpiado todas. En el rincón más próximo a la puerta había una mancha de humedad, señal de que alguien había dejado un paraguas, y se lo había llevado después de que goteara un rato.

La lluvia había empezado a las nueve, y había parado a las once.

Se arrodilló otra vez al lado del cadáver y deslizó la mano por el interior del traje para comprobar la temperatura de la piel. Basándose en la temperatura corporal, la prueba de los vasos y el horario de la lluvia, la muerte se había producido hacia las diez.

Giró cuidadosamente el cadáver. Debajo, en la moqueta, se velan las marcas de las cuchilladas que habían atravesado el cuerpo. Sacó un cuchillo y recortó un cuadrado de moqueta. Lo levantó y examinó las marcas en el contrachapado, introduciendo la punta del cuchillo. Eran considerablemente profundas.

Desde la puerta, sometió la habitación a un último examen visual. No halló nada más destacable. A grandes rasgos, lo ocurrido estaba claro: el asesino había llegado a las diez para una cita; había dejado ti paraguas mojado en un rincón, y el impermeable húmedo sobre una silla; Ambrose había servido dos whiskys de una botella comprada para la ocasión; el asesino había sacado una Magnum del calibre veintidós, había encañonado la cabeza, de Ambrose y le había disparado una bala en el cerebro. A continuación había registrado el cadáver y la habitación, antes de apuñalar salvaje y absurdamente a la víctima. Por último, y según todos los indicios, conservando la calma, había limpiado la habitación y se había llevado el Agoyzen.

Un comportamiento totalmente inusual según las pautas de la mayoría de los asesinos.

En el hotel no descubrirían el cadáver hasta la hora en la que Ambrose debería dejar la habitación, o más tarde. Había tiempo de sobra para irse muy lejos.

Salió de la habitación, tras apagar la luz, y bajó a la recepción en ascensor. Llamó varias veces al timbre. Tras una larga espera, el recepcionista salió cansinamente del fondo, con el pelo aún más aplastado que antes.

— ¿Algún problema? —preguntó.

—Soy amigo de Jordán Ambrose, que está registrado en la habitación 714.

Se rascó las costillas huesudas a través de la camiseta.

— ¿Y?

—Ha venido alguien a verle hacia las diez. ¿Se acuerda de quién era?

—Lo difícil sería que lo olvidase. Llegó hacia las diez diciendo que estaba citado con el huésped de la 714.

— ¿Qué aspecto tenía?

—Un ojo tapado con una venda manchada de sangre. Llevaba gorro e impermeable, por la lluvia. Ni me fijé en nada más ni tuve ganas de fijarme.

— ¿Altura?

—Pues… la normal.

— ¿Voz?

Se encogió de hombros.

Creo que era americano. Bastante aguda. Suave. No dijo gran cosa.

— ¿Cuándo se fue?

—No le vi marcharse. Yo estaba al fondo, con el papeleo.

— ¿No pidió un taxi?

—No.

—Describa la ropa que llevaba.

—Un impermeable como el de usted. Los pies no se los vi.

— ¿Llegó en coche o en taxi?

El recepcionista se encogió de hombros, y volvió a rascarse.

—Gracias —dijo Pendergast—. Voy a salir unas horas. Llámeme a un taxi de la compañía con la que suelan trabajar, por Livor.

El recepcionista hizo una llamada telefónica.

—Cuando vuelva, llame al timbre —dijo por encima del hombro, mientras volvía a su «papeleo».

Pendergast esperó fuera. El taxi apareció en pocos minutos. Subió.

— ¿Adonde vamos? —preguntó el taxista.

Pendergast sacó un billete de cien libras.

—De momento a ninguna parte. ¿Puedo hacerle unas preguntas?

— ¿Es poli?

—No, detective privado.

—Un Sherlock Holmes, ¿eh? —Volvió su cara roja, entusiasmado, y cogió el billete—. Gracias.

—Hacia las diez y cuarto o las diez y media de esta noche ha salido un hombre del hotel, probablemente en uno de sus taxis. Tengo que localizar al taxista.

—Vale.

Cogió la radio del salpicadero. Después de hablar durante unos minutos, pulsó un botón y entregó el micro a Pendergast.

—Ya puede hablar con la persona que busca.

Pendergast lo cogió.

— ¿Es usted quien ha recogido a un cliente delante del Hotel Buckinghamshire Gardens esta noche alrededor de las diez y veinte?

—Yo mismo — contestó una voz ronca, con fuerte acento cockney.

— ¿Dónde está? ¿Podemos vernos?

—Volviendo de Southampton por la M3.

—Aja. ¿Podría describirme la carrera?

—Pues mire, jefe, la verdad es que daba un poco de reparo; llevaba un ojo tapado con un parche, y le salía sangre. No es que me fijara mucho más. Me entiende, ¿verdad?

— ¿Llevaba algo?

—Una caja grande y larga de cartón.

— ¿Algún acento?

—Americano, del sur, o algo así.

— ¿Podría ser una mujer disfrazada?

Se oyó una risa bronca.

—Con la de mariquitas que corren hoy en día, supongo que nada es imposible.

— ¿Le dijo su nombre, o pagó con tarjeta?

—Pagó en efectivo, y no abrió la boca en todo el camino. Después de decirme adonde iba, claro…

— ¿Adonde le llevó?

—A Southampton, al puerto.

— ¿El puerto?

—Sí, jefe, al
Britannia
.

— ¿El nuevo trasatlántico de la North Star?

—El mismo.

— ¿Para embarcar?

—Creo que sí. Bajó en la aduana, y llevaba en la mano algo que parecía un billete.

— ¿Podría ser un tripulante?

Otra risa ronca.

—Lo dudo. La broma le costó doscientas libras.

— ¿Llevaba algún equipaje aparte de la caja?

—No.

— ¿Le llamó la atención por algo más?

El taxista pensó un poco.

—Olía raro.

— ¿Cómo?

—Pues… como si trabajara en un estanco.

Pendergast reflexionó un momento.

— ¿Por casualidad sabe cuándo zarpa el
Britannia
?

—Dijeron que a mediodía, con la marea.

Pendergast devolvió el micrófono al taxista, pensativo. En aquel momento empezó a sonar su teléfono móvil.

Lo abrió.

— ¿Diga?

—Soy Constance.

Se irguió por la sorpresa.

— ¿Dónde estás?

—En el aeropuerto de Bruselas. Acabo de bajar de un vuelo con escalas desde Hong Kong. Aloysius, necesito verte. Tengo información importantísima.

—Constance, no podrías ser más oportuna. Escúchame bien: Puedes llegar a Heathrow en un máximo de cuatro horas, te recogeré en el aeropuerto. ¿Te parece posible? Cuatro horas. Ni un minuto más. De lo contrario no tendré más remedio que salir sin ti.

—Lo intentaré, pero ¿por qué dices salir? ¿Qué pasa?

—Estamos a punto de embarcar.

Capítulo 9

El taxi negro de Londres iba por la autopista M3 a ciento cuarenta kilómetros por hora, adelantando coches y camiones que se volvían borrosos por la velocidad. A lo lejos se vela la torre cuadrada de color crema de la catedral de Winchester, en medio de una selva de grises paisajes urbanos.

En el asiento trasero iban Constance y Pendergast, que echó un vistazo a su reloj.

—Tenemos que estar en el puerto de Southampton dentro de un cuarto de hora —dijo al taxista.

—Imposible.

—Le tengo reservadas otras cincuenta libras.

—El dinero no hará que el coche vuele —dijo el taxista.

Aun así aceleró todavía más, haciendo chirriar los neumáticos al meterse por la rampa de conexión con la A335 en dirección sur. Rápidamente, los alrededores de Winchester dejaron paso a campos. Compton, Shawford y Otterbourne pasaron como exhalaciones.

—Aunque llegáramos al barco —dijo Constance, saliendo de su mutismo—, ¿cómo embarcaríamos? Esta mañana he leído en
Le Monde
que todos los camarotes están reservados desde hace meses. Dicen que es el viaje inaugural más codiciado desde el
Titanic
.

Pendergast se estremeció.

—Una comparación bastante desafortunada. Resulta que ya había conseguido un alojamiento bastante aceptable para los dos: La Suite Tudor, un dúplex en la popa del barco. Dispone de un dormitorio que podremos usar como despacho.

— ¿Cómo lo has conseguido?

—La habían reservado unos tales señores Prothero de Perth, Australia, que no han tenido ningún inconveniente en cambiar los billetes por una suite todavía mayor en el crucero por todo el inundo del
Britannia
del otoño que viene, más una módica suma.

Pendergast se permitió el lujo de sonreír un poco.

El taxi se lanzó por el enlace con la M27, hasta que quedó frenado por el intenso tráfico en dirección a Southampton. Llegaron una zona industrial bastante deprimente, seguida por hileras e hileras de casas adosadas de ladrillo, cada vez más cerca del laberinto de calles del casco viejo. Giraron a la izquierda por Marsh Lane, y justo después a la derecha por Terminus Terrace, en un hábil eslalon por el tráfico. Las aceras estaban llenas de gente, la mayoría con cámaras. Delante se oían gritos y aplausos.

—Dime una cosa, Constance, ¿qué has descubierto para que hayas salido tan precipitadamente del monasterio?

—Te lo diré en pocas palabras. —Constance bajó la voz—. Me tomé a pecho tu petición. Investigué.

Pendergast también habló más bajo.

— ¿Y cómo se «investiga» en un monasterio tibetano?

Constance reprimió una sonrisa lúgubre.

—Siendo atrevida.

— ¿Es decir?

—Me introduje en el monasterio interior y planté cara a los monjes.

—Ya

—Era la única manera, pero… lo curioso es que parecía que me esperasen.

—Sigue.

—Estuvieron sorprendentemente comunicativos.

— ¿En serio?

—Sí, pero no sé muy bien por que. Los monjes del monasterio interior no saben qué es el objeto, ni quién lo hizo. En eso el lama Thubten fue sincero. Lo trajo de India un santón, para que lo guardasen y lo protegiesen en el alto Himalaya.

— ¿Quemas?

Constance vaciló.

—Lo que no te contaron los monjes es que saben para qué sirve el Agoyzen.

— ¿Para qué?

—Al parecer es un instrumento para vengarse del mundo. Limpiarlo, dijeron.

— ¿Te dieron alguna indicación sobre la forma que podría tomar esa «venganza», esa «limpieza»?

—No tenían ni idea.

— ¿Cuándo se producirá?

—Cuando la tierra se ahogue en egoísmo, avaricia y maldad.

— ¡Qué suerte! Entonces el mundo no tiene nada que temer —dijo Pendergast con ironía.

—Según el monje más locuaz, ellos no pretendían dejarlo suelto. Eran sus custodios, y tenían la misión de impedir que escapara prematuramente.

Pendergast reflexionó un momento.

—Por lo visto hay uno de sus hermanos que no está de acuerdo.

— ¿Qué quieres decir?

Se volvió hacia ella, con sus ojos grises iluminados.

—Sospecho que algún monje llegó a la conclusión de que la tierra ya estaba madura para que la limpiasen, y que se asoció con Jordán Ambrose para robar el Agoyzen, con el objetivo de desatarlo contra el mundo.

— ¿Por qué lo crees?

—Está clarísimo. El Agoyzen estaba extraordinariamente bien protegido. Yo estuve más de un año en el monasterio y no supe que existía. ¿Cómo es posible que un visitante fortuito, un simple escalador que ni siquiera iba allí a estudiar, consiguiera encontrarlo y robarlo? Solo podía ocurrir si uno o más monjes quisieran que lo robasen. El lama Thubten me dijo que estaba seguro de que ninguno de los monjes tenía el objeto en su poder, pero eso no significa que un monje no ayudara a alguien de fuera a robarlo.

—Pero si el objeto es tan terrible como dicen… ¿qué tipo de persona querría desencadenarlo?

—Interesante pregunta. Cuando volvamos al monasterio con el Agoyzen, deberemos descubrir al monje culpable y planteárselo directamente. —Pendergast pensó un instante—. Es curioso que los monjes no optasen por lo más sencillo: destruirlo, quemarlo…

—Es lo último que pregunté, y se asustaron mucho. Dijeron que no podían.

—Interesante… Pero en fin, a lo nuestro: el primer paso será obtener la lista de pasajeros, con la hora de embarque.

— ¿Crees que el asesino es un pasajero?

—Casi con absoluta certeza. La tripulación y el personal de a bordo debían presentarse en el barco mucho antes de la hora de la muerte de Ambrose. Me parece significativo que se disfrazara con una venda ensangrentada antes de ir a ver a Ambrose.

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