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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El Código y la Medida (4 page)

BOOK: El Código y la Medida
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Ahora le llegó el turno de ser el blanco de las miradas sorprendidas de los otros.

—Y también maíz y abejas zumbando —añadió Stephan—. Y un gran oso, no un jabalí, bailó en el centro del salón.

—No, no —lo corrigió Gunthar—. Sólo era Vertumnus. Estoy seguro.

—Un montón de espejismos, eso es todo este asunto —murmuró Stephan.

—¿Y la sangre derramada? —preguntó Sturm—. ¿La savia que manó de su herida?

—¿Savia? —repitió Boniface con tono incrédulo.

Cuatro pares de ojos solámnicos se volvieron hacia el muchacho, como si de repente hubiese anunciado que las lunas habían caído del cielo.

Stephan soltó una risita, pero acto seguido su expresión se tornó seria y prendió la mirada en el joven sentado en el banco ante él, sacudido por los escalofríos.

—El problema, Sturm, es que, fuera lo que fuera lo que cada uno vio, todos coincidimos en que fuiste herido y que derribaste a lord Silvestre llevado por la cólera, y que todos oímos el reto lanzado a continuación.

—¿El chico fue herido? —preguntó alarmado Gunthar. Se acercó a Sturm y alargó la mano—. ¿Dónde te hirió, Sturm?

—En el hombro —respondió el muchacho, señalándose la herida… que había desaparecido por completo. La blanca tela de su túnica ceremonial, sin manchas y sin desgarrones, cubría el punto donde sentía el sordo y palpitante dolor. En un desconcertado silencio, Gunthar y Alfred examinaron el hombro de Sturm.

—Ignoro lo que sientes, pero no veo herida —dijo Alfred con voz queda—. Y, sin embargo, tendría sentido lo de la herida. Sin ella, las últimas amenazas de esa monstruosidad verde serían ridículas. —Miró a los otros caballeros, que asintieron con gesto grave—. Estés herido o indemne, Sturm Brightblade, el problema sigue presente —continuó lord Alfred, levantando el dedo índice con actitud dogmática, como un académico o un letrado—. Recordemos lo que recordemos, este asunto (el combate, el matar, el resucitar y…, y sangrar savia, ¡por todos los dioses!) es más importante que las dríades o el jabalí, o incluso tu herida, llegado el caso. Vertumnus se dirigió a ti, y su desafío recayó en ti.

—En efecto —dijo lord Boniface con firmeza, pero sin severidad—. Y ahora tenemos que decidir cuál es su significado.

La mirada de Sturm fue de un rostro a otro. Para entonces, las sombras de la biblioteca habían dejado de ser negras para adquirir una especie de tono gris brumoso. Quizás el reducir toda una larga noche a una breve conversación también era producto del poder de la música de Vertumnus. O tal vez el tiempo había transcurrido tan rápido, al igual que los años pasados en Solace, por el mero hecho de que su curso había pasado inadvertido a Sturm.

El joven casi se sintió aliviado cuando una queda llamada en la puerta anunció la llegada de dos centinelas de la Torre, cuyo honor o desventura era hablar en nombre de los sesenta hombres asignados para guardar la plaza fuerte y las ceremonias celebradas entre sus muros. Abochornados y arrastrando los pies, colorados hasta las orejas, hundidos de hombros y con la vista gacha, aguardaron en la entrada.

Los sesenta centinelas eran soldados de infantería de primer orden, seleccionados por todo el territorio de Solamnia, educados por la Orden y curtidos en las guerras de Neraka. No eran la clase de hombres que dormitan en sus puestos de guardia.

Pero, de los sesenta, cincuenta habían oído una suave e invitadora música elevándose en la noche invernal. Algunos juraron que era una canción popular de la septentrional Coastlund lo que habían escuchado en el cortante viento de diciembre; otros, en cambio, que había sido algo más refinado y clásico, semejante a las melodías que habían oído en los artesonados salones de la corte de Palanthas.

Algunos afirmaban que era una canción de cuna. Pero, fuera cual fuera la música que llegó a los oídos de los centinelas que vigilaban las murallas, desde la Espuela de Caballeros hasta las Alas de Habbakuk, tuvo, de hecho, el efecto de una nana, pues despertaron horas más tarde, atados a sus puestos por una maraña de enredaderas y raíces, mientras sus compañeros tiraban con todas sus fuerzas de la maleza que los aprisionaba.

Sumido en un silencio furibundo, lord Alfred escuchó el informe de los dos guardias. Apenas les dirigió una mirada cuando les dio permiso para marcharse, y siguió con los ojos fijos en un montón de libros ladeados y abiertos sobre un atril, en un rincón de la estancia. La puerta se cerró tras los centinelas, y un gran suspiro se apagó con sus pisadas en el distante clamor del salón.

—Así que el tal Vertumnus es tan poderoso como se cuenta —sonó la voz queda de Alfred en el renovado silencio de la biblioteca—. Eso lo hace todo aún más perturbador, máxime si se tiene en cuenta lo que le aguarda al muchacho.

Todos los ojos se volvieron hacia Sturm. El joven deseó haber podido unirse a los centinelas en su retirada, pero contuvo el aliento y luchó por dominar el miedo.

—Creo que ha sido elegido con un propósito —dijo el Juez Supremo.

—¿Qué clase de propósito? —preguntó Sturm.

—Si hubieses prestado atención a lo que se ha dicho, muchacho, te habrías dado cuenta de que no estamos más cerca de dar respuesta a esa pregunta de lo que lo estás tú —explicó Stephan con una sonrisa—. Todo cuanto sabemos es que en esa música y esa burla había algo que te indujo a utilizar la espada contra lord Silvestre y derrotarlo en combate, sólo para descubrir que él es el vencedor mientras el juego no haya finalizado. Es un acertijo, no cabe duda.

—¿Y la solución? —puntualizó Sturm.

—Creo que te la dio —contestó lord Alfred—. Que el primer día de primavera, tú, y sólo tú, tienes que reunirte con él en su feudo, en medio del Bosque Sombrío. Allí, al parecer, los dos resolveréis este asunto, como dijo el Hombre Verde, «espada contra espada, de caballero a caballero, de hombre a hombre». Está escrito con toda claridad que la Medida de la Espada estriba «en aceptar el desafío al combate por el honor de la caballería».

Sturm tragó saliva con dificultad y metió las heladas manos bajo la túnica. Los caballeros lo observaban sombríos, como si en la declaración de lord Alfred yaciera una autorización de ajusticiamiento.

—Hay algo seguro, muchacho —dijo Boniface—. Te ha sido lanzado un reto.

—Y yo lo acepto, lord Boniface —respondió Sturm con valentía. Se puso de pie, pero las piernas le fallaron. Gunthar se apresuró a sostenerlo con su mano firme.

—Pero no eres un caballero, Sturm —le recordó lord Stephan—. Todavía no. Y, aunque llevas en la sangre el Código y la Medida, quizá no te sientas obligado a ellos.

—Con todo,
eres
un Brightblade —insistió Boniface con voz queda. Se inclinó sobre Sturm, y sus escrutadores ojos azules parecieron hurgar el corazón del joven.

Sturm tomó asiento de nuevo, esta vez con fatiga, y se cubrió el rostro con las manos. El extraño banquete acudió a su memoria, y algunos recuerdos resultaron borrosos por la incertidumbre. Evocaba vagamente los rasgos de Vertumnus, al igual que las melodías, las extrañas tonadas que, apenas una hora antes, Sturm creía no olvidaría jamás.

¿Qué certidumbre había en todo esto? Sólo recordaba el desafío con claridad. Ese reto era indudable; tan indudable como el Código y la Medida, por los que un caballero estaba obligado a aceptar tales desafíos.

—Lord Stephan tiene razón al decir que todavía no formo parte de la Orden —empezó Sturm, con los ojos fijos en las estanterías que había detrás de los caballeros. Daba la impresión de que los libros fluctuaran bajo la mortecina luz, burlones—. Y, sin embargo, estoy obligado con el Código por mi linaje. Es…, es casi como si corriera por mis venas. Y, si ése es el caso, si es algo que me conecta con mi padre, como dijo Vertumnus o creí oírle decir, entonces deseo cumplir con él.

Alfred hizo un gesto de asentimiento; un atisbo de sonrisa le curvó la comisura de los labios. Gunthar y Stephan estaban silenciosos y serios, en tanto que lord Boniface Crownguard miraba a otro lado. Sturm se aclaró la voz.

—Supongo que ciertas cosas, como las reglas y los juramentos, son… incluso más fuertes cuando cabe la posibilidad de eludirlos, pero eliges cumplirlos porque…, porque…

No estaba muy seguro del porqué. Se puso de pie otra vez, y lord Alfred abandonó la estancia para regresar un momento después con la gran espada Gabbatha, de la que se decía que había adornado una vez el cinturón de Vinas Solamnus. Era la espada de la justicia, con una brillante hoja ancha de dos filos y la empuñadura tallada diestramente a semejanza de un martín pescador, cuyas alas doradas se extendían para formar la cruceta. Así pues, en presencia de los más poderosos Caballeros de la Orden, Sturm puso su mano sobre Gabbatha y juró solemnemente aceptar el desafío de lord Vertumnus, el druida o hechicero o caballero renegado.

Cuando las palabras fueron dichas y el juramento quedó sellado, lord Stephan, ahora abstraído y pensativo, salió de la biblioteca rezongando algo sobre desigualdades insalvables. Al abrir el viejo caballero la puerta, resonó el golpe del hacha contra madera en la sala, al otro lado Sturm rebulló inquieto alternando el peso del cuerpo de un pie a otro, y miró a los hombres mayores en espera de consejo, instrucciones, órdenes.

—Muy bien —suspiró lord Alfred—. Muy… bien. —Parecía que se hubiera despistado.

—Parte dentro de quince días, Sturm —instruyó lord Boniface—. Salir con anticipación te dará… tiempo para viajar por tierras desconocidas. Si damos crédito a lo dicho por lord Silvestre, el tiempo es un punto esencial en este desafío.

—Lo recuerdo —contestó Sturm taciturno—. «El lugar acordado y la fecha acordada.»

—Pero antes deberías prepararte, Sturm —urgió Gunthar.

—Es cierto —admitió Alfred con ansiedad—. Elige cualquier caballo de las cuadras… Es decir, cualquier caballo dentro de lo razonable. Al fin y al cabo, eres un hijo de la Orden, y haremos cuanto esté en nuestro poder para equiparte y entrenarte y prepararte para lo que te aguarda en primavera y en el Bosque Sombrío.

Sturm asintió con un cabeceo. La velada había quedado reducida a promesas sin entusiasmo. Era como si los caballeros lo supieran, y supieran también que asuntos aún más oscuros se escondían bajo las promesas.

El chico había sido herido, después de todo. O así lo afirmaba él, y el viejo Stephan Peres lo confirmaba. Y lord Silvestre había amenazado que en primavera se consumarían los efectos de la herida.

Todo el asunto era confuso, sórdido e imprevisible por su carácter misterioso.

Gunthar se aproximó a una estantería y hojeó un libro mientras Alfred recitaba el equipo que Sturm necesitaría, dónde podía conseguirlo, y en qué medida cuantitativa y cualitativa la Orden estaba dispuesta a proporcionárselo. Sturm continuó asintiendo con la cabeza y dando las gracias al Juez Supremo, pero su mirada era distante y sus pensamientos estaban en otra parte.

Así pues, lo dejaron a solas, todavía moviendo la cabeza arriba y abajo y sumido en sus pensamientos, de pie en el centro de la biblioteca, rodeado por doquier de historia solámnica que parecía aplastarlo desde lo alto de las polvorientas e indiferentes estanterías. El último en salir fue lord Boniface, el buen amigo de Angriff, su rival en el manejo de la espada.

—Me siento orgulloso de ti, muchacho —dijo, y le dio la espalda con rapidez, ocultando el rostro en las sombras de la estancia sumida en la penumbra.

—Gracias —musitó Sturm.

La puerta se cerró tras ellos, dejándolo a solas con su miedo y sus cavilaciones.

—¿Cómo se lucha contra un misterio? —preguntó el joven en voz alta—. ¿Cómo puede siquiera entenderse?

Se volvió de cara a la cristalera de colores.

Tras ella se distinguía sólo un atisbo de luz, el oblicuo amanecer en el este, apenas perceptible a causa de la barrera de las montañas, las altas murallas y el simple hecho de que la ventana estaba orientada al oeste. Tras el amarillo dibujo del arpa y la blanca esfera de Solinari en un rincón de la cristalera, el muchacho atisbo una oscura silueta ondulante. Era una ramita de acebo que había crecido contra la pared exterior y se agitaba con la brisa del amanecer invernal.

3

Posadas y Recuerdos

Los gemelos se lo habían advertido aquella noche de otoño en la posada El Ultimo Hogar, la semana antes de que ensillara a
Luin
y partiera de Solace camino del inhóspito norte…

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Era la última noche de reuniones y despedidas, y los tres estaban sentados a la larga mesa, junto al tronco del enorme vallenwood que atravesaba el piso de la posada. El té se había quedado frío, y la cera de las velas goteaba sobre el tablero. Solícito como siempre, Otik, el posadero, recogió los últimos vasos y vasijas de barro mientras los tres compañeros bebían abstraídos, mirándose los unos a los otros por encima de las titilantes llamas de las velas.

Sturm se sentía incómodo con sus ropas grises de luto, sobre todo al estar con sus viejos amigos. Se preguntó si eso sería parte de la aflicción, que después de seis meses de luto, ayuno y retiro se suponía que estabas harto de todo ello y anhelabas dejar a un lado las ropas grises y dedicarte a otras cosas. Había momentos en los que todavía echaba de menos a su madre y su falta le causaba un gran dolor, pero el rostro de Ilys Brightblade ya era borroso en su memoria y tenía que decirse a sí mismo de qué color habían sido sus ojos.

Sin embargo, la historia que le había contado permanecía indeleble hasta los más mínimos detalles. Se la había relatado en su lecho de muerte, antes de que la fiebre diera paso a alucinaciones y a la inconsciencia, y era lo que lo impulsaba a marcharse de Solace.

Sturm sacudió la cabeza, sobresaltado ante una voz fuerte y profunda que lo sacó de sus evocaciones. Los fúnebres recuerdos del incienso, de la antinatural palidez del semblante de su madre, se desvanecieron y de nuevo se encontró en la posada El Último Hogar. Al otro lado de la mesa, Caramon se inclinaba hacia adelante, por encima de las velas, y le preguntaba algo.

—¿Estabas escuchando, Sturm? Es la víspera de tu partida. Tienes las alforjas llenas con provisiones, cartas y regalos. Ojalá no estuvieras tan empeñado en volver a Solamnia y asistir a ese banquete y quedarte allí para siempre…

—¡Yo no he dicho que no vaya a regresar! —lo interrumpió Sturm, poniendo los ojos en blanco—. Os lo he explicado a los dos, Caramon. Es…, es una especie de peregrinaje. Cuando haya aclarado algunas cosas en el norte y resuelto otras pocas, volveré.

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