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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (5 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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—Doctor Calhoun Bellamy.

Cindy no pudo evitar parecer fría: no le gustaba que se mostraran condescendientes con ella.

—No voy a hacer una restauración, sólo una renovación. No intentaré devolver la casa al estado que tenía cuando él la construyó originalmente.

—No lo pensaba.

—Voy a arreglarla para poder venderla y sacar beneficios. Pero mientras lo comprenda usted, me gustaría que me contara cosas sobre el doctor.

—Eso haré.

Don se llevó los dedos a la frente como para tocar el ala de un sombrero inexistente. Entonces caminó rápidamente hacia su camioneta y se marchó.

Durante un momento Cindy se sintió molesta al darse cuenta de que se había quedado sola con Jay. ¿Pero qué iba a hacer, en realidad?

Y él conocía a Don. Podría responder a algunas preguntas.

—¿Cuántas casas ha renovado ya?

Jay se encogió de hombros.

—Una cada cuatro meses desde… No recuerdo, desde que su esposa murió. ¿Dos años y medio?

—Cuatro meses. ¿Tan rápido es?

—Las otras casas eran más pequeñas.

Sólo entonces captó la referencia a la esposa de Don.

—¿Echa mucho de menos a su esposa?

Jay sacudió la cabeza.

—Tendría que haber dicho ex esposa, al completo con feos litigios por la custodia de su hija pequeña. Ella declaró que Nellie… ésa es la niña… decía que Nellie no era hija de él. Y él declaró que ella era una borracha drogadicta.

—Desagradable.

—Sí, pero él tenía razón en todo. El bebé era suyo. Y la esposa estaba enganchada a cinco drogas distintas cuando estampó el coche en el pilar de un puente. La niña pequeña, por entonces tenía casi dos años, iba en el asiento de seguridad.

—¿Pero no sirvió de nada?

—Podría haberlo hecho, pero el asiento no estaba sujeto al coche. No se puede esperar que una madre piense en todo.

Dios mío —dijo Cindy—. Debió enloquecer de pena.

—De ira, más bien. Al principio pensamos que sería capaz de matarse. Luego temimos que fuera a salir a matar a los jueces y abogados y trabajadores sociales que decidieron que un bebé necesita a su madre y no deberían pronunciarse sobre diferencias de estilo de vida cuando el uso de drogas, después de todo, no se había demostrado en ningún juicio.

—Los bebés necesitan a sus madres —dijo Cindy en voz baja.

—Necesitan buenos padres, a ambos —dijo Jay—. No me haga empezar.

—¿Y si sólo quiero que pare?

Jay la miró, un poco molesto.

—Es usted quien preguntó por Don.

Cindy se volvió a mirar la casa.

—¿Hace estas reparaciones para estar solo?

—Oh, quería estar solo. Algunos de nosotros nos pegamos tanto a él que al final nos dijo que lo dejáramos en paz, prometió no matar a nadie, incluyéndose a sí mismo, si le dábamos espacio para respirar.

—Es bueno tener amigos.

—Sí, bueno, los amigos no son sustitutos de una hija perdida, desde luego. Y allí estaba Don, en bancarrota por los gastos de intentar recuperar a Nellie. Apenas tuvo lo suficiente para enterrarla. Perdió su negocio de construcción. Así que pide un préstamo para comprar una casa en ruinas, un rancho de dos dormitorios que no valía más que una casa móvil. Pero Don es bueno en lo que hace, así que… Aquí está ahora, sin deudas, con dinero en el banco, y ésta es la casa que va a reparar.

—Así que dedica su pena y su soledad a la restauración de hermosas casas antiguas.

—Con las que empezó no eran tan hermosas. Hace usted que parezca romántico.

—Romántico no, pero tal vez sí un poco heroico. ¿No le parece? —preguntó Cindy.

—Supongo que Don piensa que mientras no esté muerto, bien puede hacer esto.

Jay le dirigió entonces una de sus últimas sonrisitas y regresó a su minifurgoneta. Cindy se dirigió a su coche también, sin preocuparle que la casa quedara sin cerrar. Don regresaría para poner una puerta nueva. Era su casa ahora. Ella se aseguraría de eso.

Casi había anochecido ya. Se había levantado viento y asomaban nubes sobre los árboles. El otoño llegaba por fin. El otoño de verdad, no sólo hojas caídas, sino también frío. Lluvia fría. Odiaba el frío pero también lo anhelaba. Un cambio. El final del año. La llegada de la navidad. Recuerdos. Gente que echaba de menos. Melancolía. Sí, eso era, melancolía. Para eso era bueno el otoño.

Pero para un hombre como Don, siempre era otoño, ¿no? Perder a una hija y saber que si un juez hubiera decidido lo contrario, si la ley fuera diferente, tu hija estaría viva.

A menos sabía que había gastado todo lo que tenía para intentar recuperarla. ¿Pero le serviría de consuelo? Cindy lo dudaba. Pensó en su padre. Un hombre pacífico, respetuoso con la ley. Pero trabajaba con su cuerpo, su cuerpo musculoso y poderoso. Y había veces en que ella podía ver que necesitaba recurrir a todas sus fuerzas para no golpear a alguien. Nunca lo había visto pegarle a nadie, pero veía que quería hacerlo, y en cierto modo eso era más aterrador, porque sabía que si alguna vez lo hacía, sería un golpe terrible.

Si Don Lark se parecía en algo a su padre, debía de estar reconcomiéndose por dentro, preguntándose siempre si tendría que haber dicho a la mierda la ley y secuestrado a su hija y dado a la fuga. Aunque lo hubieran capturado, aunque hubiera ido a la cárcel y ella hubiera muerto de todas formas, podría vivir mejor sabiendo que había hecho todo lo posible por salvarla. Los hombres piensan así, Cindy lo sabía. Algunos hombres, al menos. Toman sobre sus hombros el peso del mundo. Tienen que salvar a todo el mundo, ayudar a todo el mundo, cuidar a todo el mundo. Y cuando no pueden hacerlo, no se les ocurre otro motivo para vivir. ¿Era así Don Lark? Probablemente. Un hombre que había olvidado no cómo vivir, sino por qué.

5

Puertas

Cuando Don se dedicaba a la construcción, lo mejor del trabajo era el principio. Estar en un solar vallado con insectos zumbando y pájaros aleteando y ardillas correteando por los troncos de los árboles, ver la inclinación del terreno, el aspecto que tendrían el jardín y el césped, y dónde la casa remataría el solar. Imaginaba el plano, dónde pondría un sótano que desembocaría en el patio trasero, o cómo un porche amplio podría ser especialmente agradable una tarde calurosa. Veía el tejado alzándose entre los árboles; siempre salvaba los mejores árboles, porque eso hacía que una casa no pareciera desnuda y recién nacida. Una casa nueva tenía que parecer ya establecida, tenía que parecer como si tuviera raíces profundas en el suelo. La gente no podía agradecer mudarse a una casa que pareciera haber venido aquí a descansar y que pudiera salir volando de nuevo dentro de un año o dos, con la próxima tormenta fuerte. Los árboles altos y recios daban esa sensación de estabilidad incluso cuando una casa había sido terminada el día antes.

Cuando empezaba la construcción, entonces la paz de los bosques se rompía, la tierra se excavaba y volaba al aire convertida en un fino polvillo que lo cubría todo. El armazón desnudo mostraba su origen como árboles cortados; era casi obsceno levantarlo allí entre los troncos vivos, como para someterlos y acobardarlos al mostrarles qué podía sucederle a los árboles que no cooperaban. Incluso cuando la casa estaba casi terminada y Don se dedicaba en persona a los detalles de carpintería, el placer de trabajar con la madera y de verla tomar forma entre sus manos no era tan grande como estar allí de pie en el solar del edificio, imaginando la casa en su cabeza.

Era como casarse. Era como ver a tu hija crecer en el vientre de tu esposa. Imaginar, preguntarse, construir la familia terminada en tus sueños.

Don ya no construía casas nuevas. Al principio no tuvo elección. Las minutas de los abogados se comieron su negocio, su casa, todo lo que tenía excepto lo poco del seguro que pagó el funeral de su hija. Encontró una propiedad desahuciada que valía menos con la casa que como tierra desnuda. Un par de amigos le prestaron el dinero para el contrato y la señal y Don se mudó allí, una granja desvencijada de cuatro habitaciones cerca de Madison, y empezó a trabajar en ella. Tres meses más tarde la había transformado en lo que el agente inmobiliario llamó «un encantadora casita en el bosque», y después de devolverle el dinero a sus amigos y al banco y al increíblemente paciente encargado de los créditos de Lowe’s, Don se marchó de aquel lugar con un capital de nueve mil dólares. Tres mil al mes. Excepto que no fueron ingresos, fueron otra entrada y gastos para arreglar la siguiente casa.

Ahora tenía suficiente dinero para poder dedicarse otra vez a construir casas nuevas. Podía fundar de nuevo Hogares Lark si quería. Había gente que todavía le dejaba mensajes, diciendo que no iban a construir su casa de ensueño hasta que Don Lark pudiera edificarla para ellos, ésa era la reputación que tenía. Una vez Don incluso fue y estudió el solar, una hermosa colina en una zona en desarrollo apartada en la esquina de un cementerio de modo que siempre quedaría rodeaba por el bosque. Pero no vio nada. Oh, veía las moscas, los pájaros, las ardillas. Incluso vio la pendiente de la tierra, el drenaje. Su ojo captó los árboles periféricos que merecería la pena salvar, y cómo tendría que ser el camino de acceso.

Lo que no pudo ver fue la casa. No podía imaginar ya el futuro. Esa parte de él había sido arrancada y enterrada junto con su hija. Si podían quitarte el sueño más verdadero de tu vida y luego matarlo, ¿para qué servían las casas? ¿Es que la gente no se daba cuenta?

No era trabajo de Don el decírselo. Pero no tenía tampoco que construirles sus casas.

Así que se ciñó a las casas viejas. Casas abandonadas, desgastadas, en ruinas, o casas de alquiler venidas a menos de las que nadie se preocupaba. Casas que hablaban de malos sueños. Era un lenguaje que Don podía comprender. Y lo que hacía en esas casas no era construir (otros lo habían hecho ya), sino más bien insuflar un poco más de vida al lugar. Hacer que las viejas vigas albergaran otra vida o grupo de vidas durante un breve lapso de tiempo. Posponer un poco el final.

Ahora iba a empezar con otra casa más, el proyecto más ambicioso hasta el momento. Una casa que era una mansión. Una casa repleta de viejos sueños reducidos a pequeñas pesadillas y que finalmente se había dormido, y ahora su trabajo era volver a despertarla.

La casa Bellamy era sólida. Jay Placer lo había visto también, pero tal vez no había trabajado con suficientes casas viejas para comprender lo notable que ésta era. Construida en la década de 1870, y sin embargo no había signos de hundimiento ni combadura en ninguna parte. No se trataba sólo de una cuestión de buen trabajo. Esa casa era un testamento al meticuloso cuidado del constructor original. Los cimientos habían sido asentados profunda y adecuadamente. El relleno era poroso y el sótano permaneció seco. Por tanto no hubo sedimentación. La base se apoyaba en ladrillos colocados lo bastante altos sobre el suelo de modo que no había habido podredumbre en más de un siglo. Las paredes estaban sólidamente engarzadas y hechas de la mejor madera templada, y ni siquiera el techo mostraba signos de hundimiento. Muchas casas nuevas mostraban descuido en la construcción y para Don estaba claro que la mayoría de las casas que hoy se construían tendrían suerte de estar de pie dentro de cincuenta años. Pero ésta había sido construida para durar… ¿hasta cuándo? Para siempre.

Si otra gente tuviera el ojo de Don para detectar la calidad, habría sido imposible que esa casa estuviera disponible a ese precio, ni que hubiera estado abandonada tanto tiempo. Pero lo que la gente veía era la cara desgastada de la casa, el patio cubierto de hierbajos, las ventanas cubiertas por tablones, el olor a alfombras viejas y polvo acumulado. Haría falta un año y miles de dólares para que el lugar recuperara su habitabilidad. La otra gente no tenía ni tiempo ni dinero para ello. Pero Don sólo tenía tiempo, y cuando tú mismo hacías el trabajo no resultaba tan caro. Mientras supieras cómo hacerlo.

No había duda, la casa Bellamy había sido una belleza en sus tiempos y volvería a serlo dentro de un año. Saldría al mercado cuando las hojas cambiaran de color. Don se encargaría de que pareciera un sueño del pasado americano perdido. Todo el mundo que entrara en ella sentiría que por fin había llegado a casa. Todo el mundo, menos el propio Don. Para él el lugar no sería ni más ni menos su hogar que ningún otro. Al entrar ahora, el mal olor, el polvo, la suciedad no le hicieron retroceder; cuando saliera de aquí dentro de un año, con los suelos y paredes y techos brillantes, con su hermoso trabajo terminado en todas partes y la tenue luz del otoño danzando a través de las ventanas, tampoco ansiaría quedarse. Era un trabajo, y viviría allí porque no quería malgastar dinero pagando un alquiler cuando ya tenía un techo y unas paredes que bastarían.

No esta noche, claro. Quedaba el pequeño asunto de la puerta, y luego la conexión del agua y la luz. Pero dentro de unos cuantos días se trasladaría aquí y dormiría donde trabajara. Mejor que la parte trasera de la camioneta.

Si Cindy Claybourne hubiera sabido eso, ¿le habría concedido su tiempo? Tal vez. A algunas mujeres les atraía un poco lo salvaje, incluso en un hombre de mediana edad. El problema era que la mayoría de las mujeres no sabían cómo interpretar el salvajismo de los hombres. Don lo había visto incluso en el instituto. Cómo los tipos brutales que consideraban a las mujeres como la forma fácil de ejercer su poder siempre parecían tener una chica guapa cerca. ¿En qué pensaban esas mujeres? Finalmente llegó a comprenderlo en una clase de biología en la facultad, antes de que la muerte de su padre lo sacara de la universidad y lo metiera en el negocio de la construcción. Las mujeres no buscaban peligro: buscaban al macho alfa. Buscaban al tipo que sometiera a los otros machos, que dominara la manada. El hombre con iniciativa, impulso, voluntad de poder. El problema era que los hombres civilizados no expresaban su impulso de la misma forma que lo hacían los brutos, y un montón de mujeres nunca captaban eso. Veían la exhibición masculina, la violencia casual, y pensaban que estaban viendo justo lo que la hembra estrogénica quería. Lo que conseguían era otro babuino. Mientras que los hombres de verdad, los que construían cosas que duraban, que se preocupaban por aquéllos que estaban bajo su protección, esos hombres a menudo tenían que esforzarse para encontrar a una mujer que los valorara.

Don creyó haber encontrado una. Hasta los cuatro años de matrimonio no sospechó que ella tenía un lío. Sólo que su amante no era un hombre, era la coca, y cuando no podía conseguirla, el alcohol. Prefería con diferencia lo que conseguía de los camellos y camareros a lo que Don le ofrecía. Lo llamaba «pasárselo bien».

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