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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (7 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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El banco de trabajo Black&Decker no era en realidad tan pesado. Don cargaba por rutina montones de maderos y ladrillos mucho más pesados y más molestos. Lo que hacía que pesara tanto es que llevaba consigo todos los días y semanas y meses de trabajo que tenía por delante. A veces ese banco parecía su mejor amigo; sabía cómo usarlo, cómo le sujetaba las cosas. Y, como cualquier mejor amigo, a veces odiaba tener que mirarlo y quería arrojarlo por una ventana. Traerlo significaba que el trabajo iba a empezar de verdad y eso le cansaba.

Lo llevó a la sala de estar y lo colocó en mitad de la habitación, donde la luz del techo iluminaría por encima de su hombro mientras trabajaba. Se apoyó en el banco y contempló su nueva vivienda. El puñado de muebles desaparecería dentro de un día o dos. La habitación era el lugar más grande donde había tenido que trabajar desde que empezó a dedicarse a las casas antiguas. El suelo pelado le prestaba el calor de la madera. Por la ventana principal pudo ver la alfombra tendida entre la acera y la calle y le pareció un progreso.

La puerta que conducía al vestíbulo estaba entornada porque un leve desmarque hacía que se cerrara crujiendo cada vez que pasaba, así que bloqueaba su visión de la puerta principal. Eso iba a ser una molestia constante, tener que abrir y cerrar la puerta o dar la vuelta todo el tiempo. Así que Don sacó un destornillador y sacó los tomillos de las bisagras baratas. Estaba seguro de que esa puerta no formaba parte de la casa original: sin duda ese espacio había sido un arco cuando se edificó la casa, y la puerta se instaló sólo cuando fue dividida en apartamentos. En cuanto la puerta quedó desmontada, el lugar tuvo mejor aspecto. El espacio fluía mejor.

Don llevó la puerta a la acera y la puso junto a la alfombra. Antes, era sólo una alfombra tirada junto a la calle. Ahora, con una puerta encima, se había convertido en una pila de basura. En cualquier otra calle los vecinos podrían haber puesto reparos, pero aquí significaba que alguien estaba sacando basura de la casa abandonada. Tenía que ser para ellos una vista agradable.

Estaba a punto de darse la vuelta para volver a entrar cuando un Sable aparcó en la acera justo delante del nuevo montón de basura. Era Cindy Claybourne. Bajó del coche con un rápido movimiento que Don encontró atractivo precisamente porque no parecía diseñado para que los hombres la miraran al hacerlo. Era como si hubiera saltado del coche y hubiera llegado al suelo de pie y caminando.

—¡Me alegro de haberlo pillado aquí! —dijo—. Es difícil ponerse en contacto con alguien que no tiene teléfono.

—En realidad no —contestó Don—. Estoy aquí, principalmente.

—Es lo que pensé. —Ella miró la puerta y la alfombra enrollada—. ¿Ya está despejando cosas?

—Sólo mi espacio de trabajo —dijo—. No voy a ponerme a arrastrar muebles. Es mejor hacerlo de una vez y quitar la basura de en medio.

—Bueno, supongo que puede imaginar por qué he venido.

—¿Para cerrar el trato?

—Ya que no hay ningún banco de por medio y está usted dispuesto a fiarse de los datos del título de propiedad, no había motivos para retrasarlo. Nuestro abogado le ha citado para mañana a las nueve, si le parece buena hora.

—Por mí, bien.

—Quiero decir, si es demasiado temprano…

—Me despierto al amanecer casi todos los días —dijo Don—. No me gusta desperdiciar la luz.

—Oh, bien —contestó ella—. Supongo que pasará algún tiempo antes de que le den corriente.

—El tipo de la compañía eléctrica vino hoy —dijo Don—. Pero no voy a usar la instalación de la casa, así que sigo necesitando la luz del día.

Ella asintió. Ya habían terminado su negocio, pero se demoraba. Y la verdad fuera dicha, él no estaba muy ansioso por dejarla ir. Cindy seguía mirando la casa, no a él, y por eso Don dijo lo obvio:

—¿Quiere pasar?

—No quiero interrumpirlo si está ocupado.

—He hecho todo lo que iba a hacer hoy —respondió él, cosa que no era del todo cierta, así que se corrigió—: Excepto hacer un recorrido por los cuartos de baño y ver qué accesorios pueden ser utilizables.

Ella sonrió.

—¿Puedo acompañarle?

—No es exactamente lo que la mayoría de las mujeres buscan en su primera cita —dijo Don. Entonces se preguntó cómo interpretaría ella la broma. Y luego si era una broma después de todo.

—No se engañe —le contestó ella—. Ya que las mujeres limpiamos el noventa por ciento de los cuartos de baño de Estados Unidos, nos fascina infinitamente cómo funcionan los apliques.

Don recordó cómo insistía en limpiar todos los cuartos de baño de la casa porque ninguna esposa suya iba a tener que arrodillarse y limpiar las manchas que pudieran haber quedado porque salpicaba al orinar, pero un día la pilló de rodillas fregando el baño que él había limpiado la noche anterior. Después de eso renunció y le dejó el trabajo e intentó apuntar bien. Suponía que no era que a su esposa le gustara hacer ese trabajo, sino que pensaba que no se podía confiar en que ningún hombre lo hiciera bien. No importaba que Don fuera el meticuloso de la familia. Debía de ser cosa de mujeres.

No le contó nada de esto a Cindy, claro. No había nada más patético que un divorciado que no puede dejar de hablar de su ex esposa. ¿O él era viudo? Cuando tu ex esposa muere, ¿eso cuenta? Sólo si todavía la amabas, decidió Don. Sólo si sentías dolor. Y él seguía demasiado furioso con ella. Por quien sentía dolor era por su bebé. ¿Por qué no había una palabra para el padre que pierde a su hijo?

Toda esta reflexión sólo duró un momento o dos, pero se dio cuenta de que la vacilación había sido obvia para Cindy y empezaba a retractarse y excusarse.

—No, no —dijo él—. Me alegraré de que venga a hacer el gran recorrido por las instalaciones.

Ella estudió su cara un momento. Don supo que estaba buscando algo, un signo de interés por su parte, alguna reafirmación de que su vacilación no era que no quisiera pasar el tiempo con ella. No tenía ni idea de cuál sería ese signo o si lo ofrecía. Tan sólo se volvió hacia la casa y dijo: «Vamos», y cuando llegó al porche ella estaba tras él, así que fuera lo que fuese que estaba buscando, debió de haberlo encontrado.

Cada uno de los apartamentos de la planta baja tenía su propio cuarto de baño, pero las bañeras estaban sucias y mugrientas y los lavabos tenían las manchas y el desgaste típico de los salideros constantes. Desconectaría el agua de esos cuartos de baño, excepto tal vez el retrete del apartamento norte, que sería el más conveniente para su sitio de trabajo. Le mostró a Cindy cómo no había deformaciones ni manchas en el suelo alrededor del retrete, así que no había ningún salidero.

—Probablemente tendré que sustituir todas las piezas de goma del depósito, pero eso es poca cosa.

Ella asintió, aunque él pudo ver que no le gustaba mucho la marca marrón que marcaba la antigua zona de agua del retrete seco.

—Esto no es lo que piensa —dijo Don. Sacó un trapo del bolsillo y la limpió. Ni siquiera tuvo que frotar mucho—. Creo que es una especie de moho o algo así que creció cuando dejaron el agua reposar durante unos años.

Dejó caer el trapo al suelo.

—No le envidio su trabajo —dijo ella—. Parece duro y sudoroso y desagradable.

—Yo tampoco lo cambiaría por el suyo —respondió él—. Tener que ser simpática con la gente todo el día.

Ella se echó a reír.

—Ahí se nota que no me conoce.

—¿Qué, no es simpática?

—En la oficina tengo fama de terrorista inmobiliaria.

Don se quedó sorprendido. ¿Cómo podía dedicarse a ese negocio si no le caía bien a la gente?

—No, no, no se equivoque —dijo ella—. Siempre soy alegre y amable. Pero cuando importa digo lo que pienso… alegre y amablemente.

—¿Y se dedica a las ventas?

—No requiere ninguna habilidad.

—La habilidad más difícil de todas.

—¿Eso cree?

—Yo trabajo la madera, sé lo que me encuentro. Puedo ver el granulado, puedo ver los nudos.

—La gente no es muy distinta —dijo ella, encogiéndose de hombros.

—Es más difícil de interpretar.

—Es más fácil de manipular.

Apretujados en aquel cuarto de baño, ninguno de los dos dispuesto a apoyarse en nada porque estaba muy sucio, estaban tan cerca que Don podía sentir la respiración de ella contra su camisa, contra su cara, podía olería, un leve perfume pero detrás de eso, ella, un poco almizcleña, vez, pero su feminidad casi dolía, tanto le sorprendió. No había estado tan cerca de una mujer desde hacía mucho tiempo. Y no se trataba de una mujer cualquiera. Le gustaba.

—¿Me está manipulando? —preguntó.

Ella sonrió.

—¿Se siente manipulado?

Él lo supo como si fuera una obra de teatro y el texto dijera «Se besan». Era el momento de inclinarse (no mucho, en realidad) y besarla. Incluso sabía cómo sería, labios rozando labios, las bocas fundiéndose suavemente una contra otra, no apasionadas, sino cálidas dulces.

—Será mejor que compruebe el piso de arriba y si ese cuarto de baño tiene una ducha que se pueda utilizar.

Apenas podía creer que lo había dicho. Pero de hecho, mientras estaba allí mirándola y queriendo besarla, su mente se había adelantado: No puedo acercarme a esta mujer, estoy sucio y sudoroso y necesito un baño, le repugnará. Y entonces pensó: Aunque el agua estuviera conectada ahora mismo, probablemente no hay una ducha que pueda usar aquí. Y por eso farfulló el siguiente pensamiento y el momento pasó.

Pero fue un momento real, pudo verlo por las arruguitas de diversión en los ojos de ella.

—Parece que se preocupa de estar limpio, señor Lark.

—Cuando uno vive en una camioneta, una ducha es como un milagro.

Ella se echó a reír.

—Un milagro con desagüe.

Entonces pasó ante él y salió del estrecho cuarto de baño.

Los tres apartamentos de arriba eran más pequeños que los de abajo, y todos compartían un cuarto de baño. Incluso cuando la casa fue dividida por primera vez en apartamentos debió de ser un arreglo barato y anticuado. Para cuando la casa quedó vacía, debió de resultar difícil encontrar a alguien dispuesto a compartirlo. El cuarto de baño estaba al final del pasillo, justo al fondo de la casa.

Don supuso que originalmente allí estarían las escaleras traseras, más estrechas que las delanteras, y cuando construyeron los cuartos de baño quitaron esa escalera y en su lugar instalaron las tuberías. La gente moderna necesitaba inodoros y duchas mucho más que una escalera para que los niños bajaran a la cocina sin que los vieran los invitados del salón principal. Así que las escaleras traseras no serían restauradas.

La ducha aún tenía una cortina colgando, manchada con moho antiguo, pero sin más importancia. Y la bañera estaba bastante limpia, mucho mejor de lo que había esperado. No había señales de salideros; podría usarla en cuanto conectara el agua y sustituyera la perilla oxidada de la ducha.

—¿Aquí es donde va a poner el jacuzzi? —preguntó Cindy.

—No, aquí voy a dejar las cosas simples. Convertiré la parte trasera del apartamento sur en la habitación principal y todas las tonterías caras irán allí.

Ni siquiera tuvo que agacharse para mirar el inodoro. Una gran grieta y serias manchas de humedad en la base fueron todo lo que necesitó.

—¿El inodoro no tiene buen aspecto? —dijo ella.

—Ya no es un inodoro —dijo Don.

—¿Qué es?

—Una escultura.

Ella se echó a reír.

—Me lo imagino en un pedestal en el Centro Artístico.

A él le gustó su risa. Quiso volver a escucharla. Quiso ver si ese momento volvería a repetirse, cuando quisiera estar cerca de una mujer, cuando el recuerdo de su esposa desapareciera y pudiera ver a Cindy Claybourne como ella misma.

—Escuche —dijo—, ¿quiere que nos veamos alguna vez, no en un cuarto de baño?

—No sé, estaba pensando que aporta usted un
je ne sais quoi
especial a la discusión de los elementos de fontanería.

—Vale, ¿y si cenamos en un sitio con lavabos bonitos de verdad?

—Los cuartos de baño del Southern Lights tienen auténtico carácter —dijo Cindy.

Don había llevado allí a su esposa la primera vez que salieron a cenar después de que naciera la niña. No le pareció que pudiera ir allí sin ver el asiento del bebé en el suelo junto a la mesa, su carita en reposo, respirando suavemente mientras dormía. Repasó rápidamente la lista de restaurantes a los que había ido con clientes pero sin su familia.

—El Café Pasta —dijo—. Art deco.

—Iré allí, pero sólo si me promete compartir conmigo los entremeses para que ambos tengamos aliento a ajo.

De nuevo se plantó delante de él, mirándolo, sonriendo, y esta vez él aprovechó el momento, extendió la mano y le acarició la mejilla, se inclinó y la besó ligeramente, tan ligeramente que casi no fue un beso, más bien una caricia de sus labios contra los de ella. Y entonces, otra vez, sólo un poco de insistencia, los labios aún secos. Y una tercera vez, su mano ahora en torno a su cintura, la boca de ella presionando contra la suya, cálida y húmeda. Se separaron y se miraron, sin sonreír ahora.

—Estaba pensando que hay más de una forma de que compartamos el mismo aliento —dijo Don.

—Quién manipula a quién, eso es lo que me gustaría saber —dijo Cindy.

—Apuesto a que eso es lo que le dices a todos tus clientes.

—Después de que cerremos el trato mañana, ya no serás un cliente.

—¿Y qué seré cuando lleguemos al Café Pasta?

—Un caballero amigo.

A él le gustó cómo sonaba eso.

—¿Cuándo? —preguntó Cindy.

—No soy yo quien tiene el libro de citas.

—¿Mañana por la noche?

—La ducha no funcionará todavía.

—Ven y usa la mía.

Eso le sorprendió. Parecía una propuesta, no algo que considerara un romance.

—No —dijo, quizá con demasiada brusquedad—. Gracias, pero que sea mejor el viernes, ¿de acuerdo?

—Si es el viernes tendremos que reservar mesa.

—Tú eres la que tiene teléfono.

—Lo haré con gusto —dijo ella. Salió al pasillo, y cuando ya bajaban las escaleras, dijo—: Por cierto, mi invitación para dejarte usar la ducha… eso era todo. No soy de esa clase de chicas.

—Menos mal, porque no soy de esa clase de tipos.

—Lo sé —dijo Cindy, como si le gustara eso de él. Tal vez no estaba buscando al babuino alfa después de todo.

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